El Sombrero de Paja
Summary: Nami debe proteger a su hija, porque se lo prometió a él. Aunque por esa promesa no pueda dejarla ser libre, como él hubiese querido.
El fic cuenta las aventuras y lios en los que se mete la hija de Nami y Luffy, Umi. Junto a Ryu, hijo de Zoro, tendrán que pasar por muchas dificultades para poder llegar a saber la verdad de lo que sucedió en el pasado. Aventuras, peleas, katanas, puñetazos, amistad, romance y sobre todo, diversión. Una historia que cuenta otra historia.
Hai Minna san! Daishobu ka? Este es mi primer fic de One Piece. No sé cómo ni por qué se me ocurrió esta historia. No es precisamente la más linda que puedan llegar a encontrar, pero intentaré que sea de su agrado.
Como aclaración temporal, esto ocurre varios años después de lo que está sucediendo actualmente en la trama original, unos 20 a 25 años después. No pongo un número exacto porque aún no he decidido ese detalle, gomennasai!
Espero que la lectura y la trama sea de su agrado y también agradeceré comentarios. Arigatou! Sayonara!
Nota: One Piece pertenece a Oda sama y no a mi. Y es mejor así porque sino sería un fracaso total xD
Bufó sonoramente después de que el despertador que tenía sobre la mesa de noche sonara. Eran las 6, como habitualmente durante los últimos años de su vida. Se sentó en la cama y se restregó los ojos con suavidad. Miró sus manos, viendo sus uñas pintadas y notando que estaban algo resecas. Chistó la lengua. Estaba molesta y no sabía por qué.
La habitación era sencilla. Tenía una cama de una plaza, con sábanas rosadas lisas y sin frazada, ya que en el lugar en dónde vivían en ese momento no hacía nunca frío. También había una mesa de noche de nogal y una cómoda con un gran espejo. El ventanal era pequeño, cubierto con una gruesa cortina rosada. Se levantó y corrió la cortina para que la tenue luz de un sol que apenas comenzaba a salir bañara su cuarto.
Unos ronquidos muy fuertes se escuchaban con eco en la casa. Sonrió de lado y cerró los ojos un momento. Aspiró con fuerza y estiró los brazos para quitarse lo que le quedaba de sueño. Ese iba a ser otro día como todos y no pensaba tener esa maldita molestia todo el día. Exhaló todo el aire junto y se levantó. Llevaba una camiseta de mangas cortas que le quedaba grande, color azul, y una cola-less roja. Su cabello era largo y anaranjado, atado con una cinta roja que formaba un moño. Su piel era blanca y suave, y su cuerpo era esbelto, delgado y con unas curvas que daban envidia a muchas mujeres, a pesar de ya ser una mujer madura.
Cepilló su cabello y lo volvió a atar. Salió de su habitación en dirección al baño y se lavó la cara con agua fría. Se miró al espejo aún con gotas en los ojos y allí en el espejo su reflejo le pareció algo demacrado. Ese día debería usar más maquillaje que lo habitual si no quería que nadie se diera cuenta de que no había dormido muy bien. Hacía noches que no podía dormir bien, tenía demasiados sueños. Muchos recuerdos de su juventud la invadían y no la dejaban pegar ojo. Volvió a enjuagarse y se secó con la toalla. Salió de ahí y volvió a su habitación.
Abrió las ventanas y la brisa marina, que aún se mantenía fresca, invadió el cuarto y le revolvió los mechones de cabello que quedaban sueltos sobre su rostro. Volvió a cerrar sus ojos, intentando que su pasado no vuelva, pero como siempre era inútil. Sonrió tristemente y giró para encontrar su ropa. Escogió un short de jean y una blusa de mangas cortas color blanco.
Salió de su cuarto dejando todo ordenado. Pasó por la puerta del cuarto de al lado y la puerta estaba abierta. Miró dentro y la cama era un completo desastre. Las sábanas no estaban en ella y podía ver el colchón. En el suelo, junto a la cama, había un bulto entre sábanas, desde el cuál se emitían los ronquidos que antes podía escuchar desde su habitación. Sonrió enfáticamente y continuó su camino hacia la cocina.
A las 8 tenía listo el desayuno para dos. Ella unas tostadas, mermelada y un café, y del otro lado de la mesa, huevos con tocino, leche y muchas, pero muchas, galletas de distintos sabores. Se limpió las manos, se quitó el delantal y se propuso despertar al desastre que dormía en la habitación de junto.
Se acercó con cautela y descubrió que ya no estaba el bulto de sábanas, sino que podía ver a la persona tendida cuán larga es en el suelo de su cuarto. La habitación estaba plagada de objetos de distintas partes de mundo. Desde estatuillas hasta caracoles y rocas de distintos colores y tamaños. Las paredes eran blancas y había una mesa de noche abarrotada de cosas y una pequeña cómoda con un espejo, también llena de cosas desordenadas. Entró y abrió las cortinas azules para dejar que el sol iluminara todo. El cuerpo emitió un sonido de desagrado.
− Ya es hora de levantarse − dijo con calma, pero nadie contestó. − Umi − la llamó suavemente. − Umi − insistió con más énfasis. −¡Umi! − gritó. La aludida se sentó de un movimiento, quedando con las piernas cruzadas y refregándose un ojo. Su cabello negro estaba suelto y era un completo desastre. Llevaba una remera de tirantes y un short pequeño, todo en color negro. Su piel tenía un leve bronceado. Era delgada y con pocas curvas respecto de la otra mujer.
− Mamá − protestó. − ¡Es muy temprano! − dijo, luego la miró con sus profundos ojos negros. − ¿Para qué me levantas tan temprano? − insistió con la protesta. La mujer la miró intensamente con sus ojos café. Luego sonrió tiernamente.
− ¡Ya está listo el desayuno! − fue suficiente para Umi, que de un solo movimiento se puso de pie y corrió a la mesa donde estaba su delicioso desayuno. Estaba sonriente, con una sonrisa muy grande e inocente que hizo sonreír aún más a su madre, que se sentó en su lugar.
Umi comía muy rápido y de manera bestial, cosa que desagradaba a su madre, que la veía con sus ojos clavados en ella. Cuando lo notó, carraspeó y dejó todo para tomar los cubiertos y comer más normalmente.
− Te he dicho muchas veces que esa no es forma de tomar tus alimentos. Eres una chica y por eso debes mantener tus modales − comenzó con un sermón. − Sé lo mucho que te gusta la comida, pero ya tienes 16 años y debes comenzar a comportante como una dama no como un animal − la regaño. Umi la observaba mientras continuaba comiendo.
− Ya lo sé, mamá − asintió cuando había terminado. − Intento contenerme pero no puedo − sonrió nuevamente con esa sonrisa refrescante. − La próxima vez lo haré bien − extendió su dedo pulgar hacia arriba, enseñándoselo a su madre, que no pudo evitar reír.
A las 10 ya estaba afuera de la casa, caminando por el pueblo. Vivían hacía un año en una pequeña aldea de mar en Arabasta. Su madre debía mudarse con frecuencia debido a su trabajo, que aún no comprendía del todo, y era por eso que se mudaban con frecuencia. Había tenido que lidiar con eso desde que tenía uso de razón y nunca podía hacer amigos porque sabía que tarde o temprano partirían hacia algún lugar desconocido. Estaba un poco cansada de aquello, pero tenía que aguantar. Bostezó sonoramente, estirándose. Llevaba una chaqueta sin mangas color rojo y una bermuda de jean arremangada sobre las rodillas. También unas ojotas. El cabello lo tenía trenzado y sujetado con un lazo color azul con un moño.
La brisa marina acarició su rostro cuando llegó a la cima del acantilado que solía frecuentar. Desde allí podía ver toda la playa y más allá, el mar. El inmenso mar. Se sentó cruzando sus piernas y apoyó sus manos en el pasto por detrás de ella, recargándose sobre sus manos. Miró hacia el cielo, que ese día no tenía ni una sola nube.
De lejos parecía un muchacho. Estaba seguro que había un muchacho sentado sobre el acantilado. También le pareció que aunque estaba tranquilo, se veía melancólico. Hacía unos días que lo observaba desde el barco en el que estaba. Había llegado al pueblo porque debía encontrar algunos productos que sólo había en ese lugar y su barco se quedaría una semana allí. No había demasiado para visitar ni tampoco había posadas, así que prefirió quedarse en el barco. Pero, lo que sí le había llamado la atención, era ese muchacho en el acantilado.
Todos los días aparecía allí después de las 10 de la mañana, y permanecía ahí un par de horas. Luego desaparecía y no volvía hasta el otro día. Le daba curiosidad, mucha curiosidad, por eso ese día había decidido ir a ver de quién se trataba.
Estaba sentada observando el mar. El oleaje de ese día soleado era prácticamente nulo. Sintió unos pasos y viró su cabeza hacia el lugar desde donde provenían. Vio como un hombre alto, delgado y rubio se acercó hacia ella, permaneciendo de pie a unos cuantos metros. Vestía un traje negro muy elegante, con una camisa blanca y una corbata roja. Se paró allí y encendió un cigarrillo, sin mirarla.
− ¿Quién eres tu? − preguntó de mala gana.
− Lo mismo me preguntaba − contestó el hombre. Dio una pitada y exhaló el humo por la boca con lentitud. Umi lo observaba con algo de curiosidad. − Desde lejos pareces un muchacho − comentó. Luego la miró a los ojos.
− Eso lo dice mi madre todo el tiempo − sonrió abiertamente, mostrando sus dientes. Una sonrisa limpia, inocente, que despertó muchos recuerdos en el hombre. La joven lo miró nuevamente, extrañada.
− ¿Sucede algo, viejo? − preguntó algo desconcertada.
− No − pitó nuevamente. − Sólo me recuerdas a alguien − dijo con nostalgia en la voz. − ¿Vives aquí? − preguntó.
− No puedo decirte eso, viejo − aclaró. − No me dijiste quién eres − insistió.
− Sanji − dijo arrojando la colilla al suelo. Luego la pisó con el pie izquierdo.
− ¿Sanji? − repitió. − Nunca te había visto por acá, ¿estás de visita? − continuó con las preguntas. Sanji no deseaba dar demasiada información sobre él, pero en verdad ella le traía recuerdos. Esa sonrisa, esos ojos, hasta la voz. Todo era demasiado parecido a él. Sabía que era algo imposible, que no podía ser que esa niña se pareciera a él, pero sus ojos no lo estaban engañando y su curiosidad podía más que cualquier cosa.
− No, ciertamente no soy de aquí − dijo. − En realidad vivo muy lejos de aquí − parecía que estaba hablando más consigo mismo que con Umi. − Pero viajo mucho, buscando ingredientes para mis platos
− ¿Eres cocinero? − preguntó con auténtico asombro e ilusión. − ¡Sorprendente! − gritó. Luego llevó su mano derecha a su cabeza y rió, mostrando nuevamente esa sonrisa refrescante en su rostro. Sanji no pudo evitar sonreír. Luego miró al mar. − Soy Umi − se presentó ella, poniéndose de pie. Tenía los pies separados y su postura ciertamente parecía la de un muchacho. − ¿Quieres venir a mi casa? − preguntó, sin sonrojarse en lo más mínimo. Sanji la miró sorprendido. − A mi madre no le importará − rió. − Ella está trabajando ahora mismo
− ¿Y a tu padre? − preguntó Sanji en un afán de encontrar respuestas a sus terribles dudas. Umi agachó la cabeza.
− No tengo padre
Caminaban hacia a la casa de Umi y su madre, que estaba frente al mar. Desde que Sanji le preguntó sobre su padre ella no había dicho nada más. Estaba seguro de que se había metido en un terreno áspero y que jamás debía haber preguntado antes. Al llegar, pudo ver una casa modesta y pequeña, pero con muchas flores en las ventanas. Umi abrió la puerta y lo invitó a entrar haciendo una pequeña reverencia. Adentro todo olía a mandarina. Sanji aspiró profundamente. Umi cerró la puerta y lo miró. Cuanto más tiempo pasaba, más le parecía que conocía a ese cocinero. Sacudió su cabeza.
− Pasemos a la cocina, mi casa no es muy grande − dijo mientras caminaba. Pero su rostro cambió por uno de sorpresa al ver a su madre sentada a la mesa, leyendo un periódico. Llevaba unos lentes de lectura.
Levantó la vista por sobre los anteojos. Miró a su hija con la misma sorpresa que tenía esta. Pero su rostro empalideció al ver quién la acompañaba. Abrió sus ojos, su corazón se aceleró con violencia y apretó el periódico con ambas manos como si fuera la única salvación que tenía. Aunque estaba sentada, le temblaban las piernas.
Sanji se había quedado estático al verla. Sus facciones eran más adultas, pero era ella, estaba seguro. Tragó saliva. Estaba tan pálido y pasmado como lo estaba ella.
− ¡Mamá! − el gritó de Umi la despertó de aquel trance. − ¡Pensé que no estarías! − dijo normalmente. − Él es Sanji, es un turista. ¡Es cocinero! ¿Puedes creerlo? − dijo entusiasmada. − ¡Es increíble! − estaba encantada. − ¿Podrías dejar que cocine algo para mi? − preguntó acercándose a su madre, inclinándose para que la vea. Ella había quedado prendada de la mirada de Sanji, que tampoco le quitaba los ojos de encima.
− S… si − dudó, pero asintió. Dejó el periódico sobre la mesa. − Ve − dijo con la misma duda en su voz − a buscar algo de agua − concluyó. A lo que Umi asintió contenta, saliendo de la cocina. Ambos escucharon cuando la niña cerró la puerta trasera.
Se miraron intensamente, con una mezcla de sentimientos que brotaban de sus ojos. Sus corazones golpeaban de tal forma sus pechos que no podían respirar con normalidad. Ambos querían decir algo, pero no lograban articular palabra. Sanji tomó la iniciativa y se acercó a ella un par de pasos. A lo que ella reaccionó instintivamente. Acortó su distancia y lo abrazó con fuerza, con una fuerza que no sabía que tenía en sus músculos. Sanji la rodeó con sus brazos y apoyó su barbilla en la cabeza de la mujer.
− ¿De verdad eres tu? − preguntó con dulzura él. Ella apretó más su abrazo, asintiendo levemente con su cabeza. Las lágrimas aparecieron en sus ojos. − ¿Qué? − no sabía si estaba bien preguntar, pero no podía creerlo. − ¿Qué fue lo que te sucedió? − soltó al fin. Ella se separó para mirarlo a los ojos. Las lágrimas querían salir, pero no las dejaba. Sanji la tomó por los hombros. − ¿De verdad eres tú, Nami?
La puerta abriéndose los distrajo, Nami se apartó bruscamente. Sanji intuyó que algo estaba sucediendo, algo que él desconocía y se juró a si mismo que no se iría de allí sin saber qué era lo que había sucedido. Apretó su puño derecho y le sonrió a la que llegaba.
− Agua − dijo, levantando un enorme balde lleno de agua como si fuera un almohadón. − ¿Cocinarías algo deliciosos para mi? − preguntó con ilusión e inocencia. Sanji no podía quitarle los ojos de encima.
− Por supuesto − asintió.
