Hola a todos de nuevo! Se bien que había borrado esta historia debido a problemas con respecto a entender que era una adaptación. Sin embargo he visto a varios escritores que toman historias de libros y solo le cambian los nombres, y no por eso es una adaptación y mucho menos un plagio… so, he decidido seguir con la historia del libro "La Leyenda de los Otori" de Lian Hearn mezclándolo con nuestros personajes favoritos de Naruto.

Repito, esta historia NO ES una adaptación y mucho menos un plagio, solo cambiare los nombres de los personajes y lugares de esta grandiosa novela (voy en el tercer libro y cada vez que lo tomo en mis manos no puedo evitar pensar lo genial que se veria con los personajes de la serie).

Espero que la lectura resulte de su agrado y dependiendo de sus comentarios decidiré si continuarlo o no.

Ya saben! De la novela solo cambiare los nombres de los personajes, todo lo demás queda igual. Esta historia no me pertencece, la novela pertenece a Lian Hearn y los personajes de Naruto a Kishimoto. Todo esto es sin afán de lucro, solo con el afán de traerles a ustedes tan grandiosa novela y argumentación.

Sin mas señores, les dejo la historia. Espero sus reviews.

—Diálogos ─

«Pensamientos»

Palabras sobresalientes

La Leyenda de los Sennin.

Capitulo 1

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A menudo mi madre me amenazaba con descuartizarme en pedazos si derramaba el cubo de agua o si fingía no oír su llamada para que volviera a casa al atardecer. Yo oía como su voz, cortante y potente, hacía eco a través del valle solitario: "¿Donde estará ese bribón? ¡Le hare trizas en cuanto regrese!" pero cuando volvía a casa ─cubierto de barro tras deslizarme por la ladera de la colina, magullado a causa de las peleas y con leves rasguños y algo de sangre─, me encontraba con la hoguera encendida y la sopa humeante; los brazos de mi madre no me hacían triza como decía, sino que intentaban sujetarme para limpiarme la cara o atusarme el cabello de por si alborotado, mientras yo me retorcía como una lagartija tratando de librarme de ella. Mi madre tenía fuertes brazos, debido a los años de duro trabajo, y todavía se mantenía joven: me dio a luz antes de cumplir los 20 años. Cuando me sujetaba, caía yo en cuenta de que nuestro tono de piel era distinto, aunque los rasgos de mi rostro eran lo que había heredado de su parte, según me decían; mi cabello, ojos y tono de piel, eran propios de aquel desconocido hombre que era mi padre.

A menudo ella solía salir victoriosa del forcejeo, y su premio era el abrazo del que yo no podía escapar, entonces me susurraba al oído la bendición del los Jinchūriki mientras sentía como la hoguera trisaba los leños dentro de esta.

Así pues, yo estaba convencido de que la amenaza de mi madre solo era una forma de hablar. La aldea del torbellino era un lugar apacible, apartado de las salvajes batallas entre los clanes. Yo nunca hubiese imaginado que los hombres y mujeres pudiesen ser descuartizados en ocho pedazos, ni que sus fuertes extremidades pudieran ser arrancadas y lanzadas a los perros hambrientos. Criado entre las enseñanzas y filosofía propia de los Jinchūriki, había adquirido la gentileza que los caracterizaba. Los Jinchūriki o también llamados poder del sacrificio humano, éramos los individuos que servían como contenedores espirituales de los Bijū, más conocidos por el resto del mundo como los espíritus bestias con colas, aquellas místicas identidades dotadas de energía o chakra sobrenatural, espíritus fragmentados en múltiples identidades dispersas en diferentes individuos, tal como si de una reencarnación se tratase. La filosofía de los Jinchūriki tenía como dios al llamado sabio de los seis caminos, un ser mitológico capaz de crear y destruir, de guiarse entre este mundo y el mas allá, el mismo ser sagrado que los Jinchūriki alabábamos. Muchos de nosotros, tales como eran mi madre y yo, poseíamos un pequeño fragmento de los considerados Bijū, mientras que muchas otras persona, la mayoría de los habitantes de la aldea, eran adeptos a su filosofía de misericordia y perdón. Filosofía por más alejada de la crueldad y honor de las castas de los guerreros y clanes.

Cuando cumplí los 15, mi madre ya no vencía en nuestros forcejeos. Yo crecía unos 15 centímetros al año, y para cuando cumplí los 16 era más alto que ella. Esta orgullosa al ver al jovencito que había criado, insistía en que yo debía sentar cabeza, dejar de vagar por la montaña como un mono salvaje y unirme por medio del matrimonio a una de las familias del poblado. No me disgustaba la idea de casarme con alguna de las chicas junto a las que había crecido, y por eso ese verano puse más empeño a trabajar en las labores locales, dispuesto a ocupar el lugar que me correspondía entre los hombres de la aldea. Es cierto que algunas veces no podía resistirme a la fascinación que la montaña ejercía sobre mí, por lo que al final del día me escabullía a correr cerró abajo y poner a prueba mi resistencia. Amaba dar esos paseos por el bosque en donde la luz hacia que todo el entorno adquiriese tonos verdosos y naranjas. Entonces, acedia por el sendero rocoso y me adentraba en el bosque de abedules y cedros. Allí contemplaba a los zorros y los ciervos, y escuchaba el melancólico lamento de los milanos reales que surcaban el aire.

Aquella tarde había atravesado la montaña en dirección a la zona donde crecían las setas más deliciosas. Ya había llenado un saco con ellas. Pensaba en lo contenta que se iba a poner mi madre al saber que podría realizar un delicioso dulce con aquellas setas. Se me hacia agua la boca con solo pensar en comerlas. A medida que corría entre el bambú y me acercaba a los arrozales, donde los lirios rojos ya habían florecido, me pareció apreciar en el aire cierto olor a quemado.

Los perros de la aldea labraban, como solían hacer a la caída de la tarde, y el olor se tornaba más acre e intenso. No es que sintiera miedo, al menos de momento, pero un presentimiento había latir mi corazón con más fuerza. Más tarde vería la aldea envuelta en llamas.

Los incendios eran frecuentes en nuestro poblado, pues la mayoría de nuestras pertenencias estaban elaboradas con madera o paja. Lo extraño es que no se oía el griterío, ni el sonido de los cubos de agua al pasar de mano en mano, ni los alaridos y maldiciones habituales.

Yo no dejaba de sudar, pero el sudor se helaba en mi frente. Cruce de un salto la zanja del último de los campos que formaban bancales, y contemple a mis pies lo que hasta entonces había sido mi hogar: la casa había desaparecido.

Me acerque; las llamas todavía crepitaban y lamian las vigas ennegrecidas. No había rastro de mi madre. Intente gritar pero la garganta no me obedecía, y el humo, que me ahogaba, hacia que las lagrimas brotaran a borbotones. La aldea entera estaba en llamas, pero ¿donde estaban todos?

En ese momento estallaron los gritos. Procedían del templo, a cuyo alrededor se apiñaba la mayoría de las casas. Me recordaban al aullido de un perro herido, aunque el perro pronunciaba palabras humanas entre los gritos de agonía. Creí reconocer las oraciones dichas y un escalofrió recorrió mi cuerpo. Deslizándome como un fantasma entre las casas envueltas en fuego, dirigí mis pasos hacia el sonido.

El poblado estaba despierto y yo no podía imaginar en donde estaría mi madre. Me dije que había escapado: tal vez mi madre había logrado correr hasta el bosque y allí estaría a salvo. En cuanto averiguase quien gritaba, iría a buscarla. Pero al acceder del callejón a la calle principal, me tope con dos hombres que yacían en el suelo. La suave lluvia del ocaso caía sobre ellos calándolo hasta los huesos. Ya no importaba que sus ropas se estropearan a causa del barro, pues nunca más se podrían levantar.

Desde ese momento, el mundo no fue el mismo para mí. Ante mis ojos surgió una especie de niebla y, al desvanecerse, ya nada parecía real. Tuve la sensación de haberme trasladado al otro mundo que coexiste junto al nuestro, el mismo que visitamos en nuestros sueños.

Me aleje de los cadáveres y atravesé la cancela del templo. Sentí el frescor del agua sobre mi rostro. Súbitamente, los gritos cesaron.

En los jardines del santuario había unos hombres desconocidos que parecían estar realizando una especie de ritual sagrado. Jadeaban faltos de respiración, sudorosos y con su torso descubierto, como si una matanza fuese tan laboriosa como la recolección de arroz.

Goteaba agua del aljibe donde los devotos acostumbraban lavarse las manos y la boca para librarse de las impurezas antes de acceder al templo. Poco antes, cuando el mundo era normal, alguien había encendido incienso en el enorme caldero, y el olor de los últimos rescoldos se extendía por el patio, enmascarando el amargo hedor a sangre y muerte.

Los asesinos habían apilado pulcramente sus casacas junto a una columna, y en ellas se distinguían con claridad el símbolo de la nube roja: eran hombres de Akatsuki. Recordé entonces a un viajero que había atravesado la aldea a finales del séptimo mes. Se hospedo en nuestra casa, y cuando mi madre inicio las oraciones para bendecir la comida, el hombre intento hacerla callar.

─¿Acaso no sabes que los de Akatsuki odian a los Jinchūriki por su extraña filosofía y habilidades, y tienen la intención de atacarlos? el señor Pain ha jurado borrarnos de la faz de la tierra ─susurro.

Al día siguiente mi madre fue a informar al líder del clan, pero nadie le creyó. El país del Remolino estaba muy lejos de las capitales, y las luchas entre clanes nunca nos habían afectado. En nuestra aldea, todos convivíamos en armonía, todos con la misma apariencia y ejerciendo labores similares; por lo que ¿por qué iba alguien querer atacarnos? Parecía imposible.

Y tal ataque me seguía pareciendo inconcebible mientras permanecía yo, paralizado, junto al aljibe. El agua goteaba sin cesar, y sentí el impulso de tomar un poco en el cuenco para limpiar la sangre de las victimas tendidas ante mí, pero era incapaz de moverme. Sabía que de un momento a otro los hombres leales a la organización Akatsuki se darían la vuelta, y al descubrirme, me descuartizarían. No mostrarían pena ni compasión alguna por un chiquillo: una vez que habían sacrificado a un hombre en el templo, la muerte los había enloquecido.

A lo lejos podía oírse con asombrosa claridad el ruido de un caballo al galope. A medida que el sonido de los cascos se acercaba, tuve el tipo de premonición que suele aparecer en los sueños: sabía de antemano a quien iba a ver cruzando la cancela de acceso al templo. Nunca antes le había visto, pero mi madre lo pintaba como una especie de ogro con el que me amenazaba para que le obedeciera: "no te pierdas en la montaña, no juegues junto al rio. Si no me haces caso, Pain te atrapara de veras". Le reconocí de inmediato: era Yahiko Pain, el señor de Akatsuki.

El caballo se encabrito y relincho por el olor a la sangre. Pain permaneció inmóvil, como si fuese una estatua de hierro. Una coraza negra con el símbolo de la nube por doquier le cubría el cuerpo, y su yelmo estaba coronado con una cornamenta; su boca recta era cruel y sus ojos brillaban como un cazador de ciervos.

Aquellos ojos brillantes se encontraron con los míos. Al momento averigüe dos cosas sobre él: primero, que no temía a nada humano ni divino; segundo, que le fascinaba matar por matar. Había reparado en mí, y yo no tenía escapatoria.

Empuñaba su sable en la mano, y lo que me salvo fue la resistencia del caballo a cruzar la cancela del templo: el corcel se encabrito otra vez, retrocediendo sobre sus patas traseras. Pain soltó un grito, los hombres que estaban en el templo dieron la vuelta y, al notar mi presencia, comenzaron a gritar con su tosco dialecto. Tome los últimos restos de incienso, sin notar apenas la quemazón en mis manos, y hui del lugar atravesando la cancela. Cuando el caballo se acerco a mi lado, arroje el incienso ardiente sobre su flanco. Entonces, el animal se irguió por encima de mí y sus enormes cascos casi me rozaron las mejillas. Oí el silbido del sable, que descendía por el aire. Me daba cuenta de que los Akatsuki me rodeaban. Mi salvación parecía imposible; pero, súbitamente, tuve una extraña sensación, como si me desdoblara y me convirtiera en dos, como si tuviese un clon. Pude ver como el sable del Pain caía sobre mí y, sin embargo, no llego a tocarme. Me lance de nuevo sobre el caballo, y este resoplo de dolor y empezó a dar violentos saltos. Pain, que había perdido el equilibrio al no haber alcanzado el blanco con su espada se descolgó hacia delante y cayó pesadamente al suelo.

El horror y el pánico hicieron presa de mí. ¡Había derribado de su caballo al señor de Akatsuki! La tortura y el dolor con que pagaría una acción de tal envergadura no tendrían límites. Tal vez debería haberme arrojado al suelo suplicando la muerte, pero no deseaba morir. Algo hiso que la sangre me bullera, y ese algo me decía que yo no iba a perder la vida a manos de Pain: el moriría primero.

Yo no sabía nada en absoluto sobre las guerras entre clanes ni de sus rígidos códigos de honor o sus contiendas. Había pasado toda mi vida dentro de mi clan, especializados en sellos y eruditos por excelencia, teniendo enseñanzas pacificas como el no matar y a perdonar a sus semejantes. Pero, en ese instante, la venganza me tomo como pupilo, reconocí su presencia de inmediato he instantáneamente aprendí sus enseñanzas. Yo quería venganza, pues esta me libraría de la sensación que me envergaba, la de ser un fantasma viviente. En ese momento le hice un hueco en mi corazón: propine una patada en la entrepierna al hombre que tenía más cercano, clave los dientes en una mano que me sujetaba por la cintura y hui en dirección al bosque.

Tres de los hombres salieron en mi persecución. Eran más robustos que yo y corrían a más velocidad, pero yo conocía bien el terreno y para entonces ya había oscurecido. Seguía lloviendo, ahora con más fuerza, y los empinados senderos de la montaña resultaban tan resbaladizos como peligrosos. Dos de los hombres seguían llamándome, diciéndome lo que les gustaría hacer conmigo y lanzando juramentos con palaras cuyo significado yo tan solo acertaba a imaginar; pero el tercero de ellos corría en silencio y era este el que más me asustaba. Puede que los otros dos se dieran la vuelta al cabo de un rato, con la intención de regresar con su licor de maíz ─o a cualquiera que sea el asqueroso brebaje con el que se emborracharan─, asegurando que habían perdido mi rastro en la montaña; pero el tercero nunca se daría por vencido: me seguiría sin descanso hasta darme muerte.

Cerca del bosque, donde el sendero se hacía más empinado, los dos tipos ruidosos se quedaron rezagados, pero el otro acelero el paso como suelen hacer los animales al escalar una ladera. El sendero se curvaba ligeramente ciñendo el tronco de un gigantesco cedro, y mientras rodeaba yo el árbol, con las piernas pesadas como el plomo y falto de respiración, una figura surgió de las sombras y se planto ante mí impidiéndome el paso.

Choque contra él. El hombre emitió un gruñido, como si le hubiese dejado sin aliento, pero me sujeto de inmediato. Me miro fijamente y note que sus ojos brillaban por la sorpresa, como si me hubiera reconocido, y me asió con más fuerza. Ahora ya no me sería posible escapar. Escuche como el hombre de Akatsuki se detenía y a continuación, las fuertes pisadas de los otros dos, llegaban tras él.

─Le pido disculpas, mi señor ─dijo el individuo a quien yo temía, con voz firme─, acabas de capturar al hombre que estamos persiguiendo. Te doy las gracias.

El desconocido hombre que me sujetaba dio media vuelta y encaro a mis perseguidores. Yo deseaba gritarle, suplicarle; pero sabía que seria inútil. Notaba el suave tejido de su manto, la delicadeza de sus manos. No me cavia duda de que era un noble, como Pain, ambos tenían la misma apariencia. No, no iba a hacer nada por ayudarme. Permanecí en silencio, mientras recordaba las oraciones que mi madre me había enseñado.

─¿Que ha hecho este criminal? ─ pregunto el noble.

El hombre que se encontraba frente a mi tenía el rostro achatado, algo azul, como de pez.

─Disculpa ─dijo de nuevo, esta vez con menos cortesía─, eso es algo que no le incumbe. Es un asunto que solo concierne a Yahiko Pain y a la organización de Akatsuki.

─¿Ah sí? ─tercio el noble con un gruñido─, ¿y quién eres tú, que te atreves a decir lo que a mí me incumbe?

─¡Entrégalo de una vez! ─vocifero el hombre con cara de pez, ya desprovisto de toda cortesía.

Entonces, dio un paso adelante y yo me di cuenta que el noble no tenia intención alguna de entregarme. Con un diestro movimiento, me coloco tras su espalda y me soltó. Por segunda vez en mi vida escuche el sonido silbante del sable de un guerrero cobrar vida. El hombre con cara de pez desenvaino su espada; los otros dos portaban sendos palos. El noble empuño su sable con ambas manos, lo blandió en el aire y, haciendo a un lado uno de los palos, decapito al hombre que lo sostenía. A continuación, se enfrento al hombre con cara azul y con un golpe del sable, le secciono el brazo que todavía sujetaba la espada.

Todo sucedió en un instante, pero para mí se me hizo eterno. Aunque estaba muy oscuro y llovía, al cerrar los ojos aun puedo verlo hoy con todo detalle.

El cuerpo decapitado cayó pesadamente y un chorro de sangre se esparció por el suelo, mientras la cabeza rodaba colina abajo. El tercer hombre dejo caer el palo que empuñaba y empezó a retroceder pidiendo ayuda a gritos. El tipo con cara de pez estaba clavado de rodillas en el suelo, intentando poner freno a los borbotones de sangre que manaban de su brazo mutilado.

El noble limpio el sable y lo introdujo en la vaina atada a su cinturón.

─Sígueme ─me ordeno.

Yo estaba de pie, tembloroso e incapaz de moverme. El desconocido había aparecido como por arte de magia y había matado a otros en mi presencia para salvarme la vida. Caí de rodillas frente a él, intentando expresar mi agradecimiento.

─Levántate ─me dijo─. El resto de los hombres vendrán tras nosotros enseguida.

─No puedo huir ─acerté a decir─. Tengo que encontrar a mi madre.

─Ahora no. ¡Ahora tenemos que escapar! ─me levanto del suelo a la fuerza y me obligo a avanzar colina arriba.

─¿Que ha pasado ahí abajo?

─Han incendiado la aldea y matado... ─el recuerdo de las personas tiradas en el templo me volvió a la memoria y me impidió continuar.

─¿Jinchūriki?

─Si ─susurre.

─Lo mismo está pasando en todo el feudo. Pain está sembrando por todas partes el odio contra los Jinchūriki. Eres uno de ellos, ¿no es verdad?

─Si ─yo estaba tiritando. Aunque no había acabado el verano y la lluvia era tibia, nunca en mi vida había sentido tanto frio─. Pero no me perseguían solo por eso. Hice que el señor Pain se cayera de su caballo.

Para mi sorpresa, el noble soltó una carcajada.

─¡Me habría gustado verlo! Pero sin duda eso te coloca en una situación peligrosa. Es una ofensa que el tendrá que limpiar. No obstante, ahora estas bajo mi protección, y no permitiré que Pain te aparte de mi.

─Me has salvado de la muerte ─le dije─. A partir de hoy, mi vida le pertenece.

Por alguna razón, se rio con fuerza otra vez.

─Tenemos un largo camino por delante, con el estomago vacio y la ropa mojada. Hemos de cruzar la cordillera antes del amanecer, pues será entonces cuando emprendan nuestra búsqueda.

Comenzó a dar zancadas a toda velocidad y yo me apresure tras él, deseando que las piernas me dejaran de temblar y que mis dientes no se castañetearan más. Ni siquiera conocía su nombre, pero quería que se sintiera orgulloso de mi y que nunca tuviera que lamentar el hecho de haberme salvado la vida.

─Soy Jiraiya ─me explico mientras caminábamos─. Pertenezco al clan de los Sennin, al menos de titulo; pero en mis viajes no utilizo mi nombre, así que tú tampoco puedes utilizarlo.

Aunque yo había oído nombrar de los Senju, no sabía nada de ellos, excepto que habían derrotado a los Uchiha en una cruenta batalla librada hace ya siglos atrás. Para mí era inconcebible que tales clanes legendarios y fundadores, siguiesen existiendo y perdurando hasta el día de hoy.

─¿Cómo te llamas, muchacho?

─Haruto.

─Es un nombre muy común entre los Jinchūriki. Tienes que librarte de él ─Permaneció en silencio un buen rato, y después su voz pudo oírse brevemente en la oscuridad─. Ahora puedes llamarte Naruto, como el héroe de mi historia.

Y de este modo, entre la cascada y la cima de la montaña, perdí mi nombre, me convertí en alguien diferente y mi destino quedo ligado al de los Sennin. Y al señor Jiraiya.