«Ojo por ojo,
diente por diente»

Pocas veces había tenido tanta suerte o simplemente suerte. No estaba seguro de cuál de ambas fue porque directamente el concepto de suerte no se hayaba dentro de su diccionario de vida. Cuando la gente común se encuentra algún dinero en la calle acostumbra exclamar «qué suerte» y luego continúan con su vida, contentos y alardeando su suerte frente a sus amigos o familiares. Esa sencillez se transformaba en buena fortuna y, probablemente, en su condición normal e insignificante, los humanos no aspiraban a más cosas.

En cambio, para alguien como Erik, la suerte se medía en otra escala y también conocía el lado más oscuro de la expresión «mala suerte». En resumidas palabras: mala suerte es haber sido judío en la Alemania de 1939, cualquiera que tuviera un conocimiento más que básico sobre la historia del mundo entendería el resto. Mala suerte es cuando la sopa de la mañana se terminaba y los últimos de la fila quedaban sin comer, mala suerte es ir a orinar en la noche y que alguno de los prisioneros que dormía en el suelo haya aprovechado para ocupar su lugar.

Después de la liberación por parte de las tropas soviéticas, después de entender —de una forma anormalmente fácil— que ya no le quedaba rastro alguno de familia a la cual volver y que en el mundo estaban sólo su mutación y él, Erik comenzó un duro camino de supervivencia de post-guerra y un entrenamiento autodidacta de su poder. Todo esto mientras seguía, como le era posible, las huellas de todos los rostros nazis que recordaba y que cada tanto volvía a refrescar en pesadillas, tan claros como el tatuaje en la cara interna de su antebrazo. Aprendió a ser autosuficiente, a manejar como un adulto la economía de ahorro y a hacer todo tipo de trabajos para juntar lo necesario para viajar a América, adonde aquellas ratas escaparon.

Seguimientos dignos de un espía, cautela, contactos, sobornos, mentiras, una sonrisa falsa para no levantar sospechas, el movimiento de sus manos manipulando el metal mientras una efímera ola de gloria y satisfacción lo inundaba al ver su objetivo cumplido y repercutiendo en los noticiarios al día siguiente.

«Misterioso asesinato: la policía está desconcertada.»

Por el momento llevaba dos ex-oficiales cargados y el tercero, Shaw, parecía escabullirse de él como si supiera que lo estaban buscando. Erik estuvo casi tres meses siguiéndolo por varios estados de Norteamérica. Aparentemente al tipo le gustaba darse el lujo de viajar, pagando buenos hoteles con dinero que, Erik apostaba su vida a ello, no le pertenecía en absoluto —¿cuántos dientes de oro arrancados?, ¿cuántas propiedades tomadas injustamente?—. Muchas veces se contuvo de no atravesarle la cabeza en plena luz del día, frente a decenas de personas, porque cuando parecía que la situación los dejaba a ambos en la discreción de la soledad, algo lo arruinaba, alguien aparecía y lo jodía todo.

Pero ya no más.

Había confirmado que Shaw tenía un domicilio fijo en la ciudad de Nueva York, en el condado de Manhattan donde muchos inmigrantes se habían establecido durante la Segunda Guerra Mundial. Las primeras tres semanas, desde que regresó, la actividad de Erik fue sólo de vigilancia para corroborar si vivía acompañado, si recibía frecuentemente visitas o cualquier cosa que en un futuro pudiera terminar con testigos (mejor ahorrárselos).

Y el último viernes del tercer mes su sonrisa era como pocas veces: verdaderamente alegre.

Shaw vivía sólo y apenas iba los días de semana a supervisar un negoció propio pero del que se hacía cargo otra persona; se reunía con amigos los martes por la tarde y el resto de la semana era leer el periódico, dormir, ver televisión o hacer algunas llamadas por teléfono. Fuera de eso, el resto del día era perfecto para entrar por su puerta trasera o ventana, y hacerlo pagar.

—Del domingo no pasará —se dijo el sábado por la noche, masticando con rencor una de esas cenas para microondas.

Ya había perdido la paciencia con el ir y venir anterior y la vigilancia, sabía la actividad del ex-oficial de memoria y no esperaría ni un día más.

—No pasará —repitió masajeándose el puente de la nariz.

. . .

Domingo.

Mientras sentía la hediondez de un indigente sentado a su lado en el metro que lo llevaría a la casa de Shaw, Erik lo imaginó levantándose y prendiendo el televisor. A las diez de la mañana tendría su taza de café en mano y su periódico en la puerta aguardando, pero Shaw lo recogería a eso de las once y cuarto. Él llegaría a su casa a las once y veinte (si el metro cumplía sus expectativas) y aguardaría a que terminara de comer y fuera al jardín a tomar una siesta. Sus vecinos estaban de vacaciones así que todo sería sólo entre ellos: Erik, Shaw y su muerte inmanente.

Aquel escenario parecía especialmente preparado para su acto ajusticiador y, por primera vez, Erik creyó que si existía una suerte, y que estaba poniéndose de su parte.

Claro, dejó de pensar aquello cuando en la penúltima estación los empleados del metro les pidieron que bajaran y esperaran el próximo, porque estaban con algunas dificultades técnicas.

Rechinando los dientes y con un semblante que daba escalofríos, Erik bajó del vagón y se apoyó sobre una columna, aguardando. El estómago se le encogió cuando delante de él dieron un par de vueltas una encantadora familia, digna de un comercial, desparramando alegría y cosas que en un pasado Erik también había tenido y compartido, pero ya no más.

Nunca más.

—Disculpa, ¿te importaría decirme qué hora es?

Erik giró la cabeza y se cruzó con unos ojos extremadamente llamativos, quizá por su fuerte tono azul o porque le parecieron muy grandes y brillantes. Se desconcertó unos segundos y parpadeó para romper el encandilamiento. Tuvo que reprimir una sonrisa cuando vio su cárdigan, digno del estereotipo de un cerebrito universitario, además del marcado acento inglés que no se molestaba en ocultar. ¿De dónde demonios había salido esa criatura que le estaba sonriendo como si fuesen amigos?

—No tengo la hora —respondió algo hostil.

—¿Seguro? —preguntó el desconocido señalando su reloj de muñeca—. Yo creo que sí.

—Oh, lo había olvidado —se excusó Erik sintiéndose ridículo, luego respondió—: las doce.

—Gracias —dijo, más no se movió de su lado.

Erik gruñó por dentro, las intenciones del chico eran tan obvias: se moría por darle conversación. Conversación que no le interesaba en absoluto y deseó mandarlo a volar. ¿Cuánto más tardaría el maldito metro en reactivarse?

—Sí que está tardando el metro, ¿no crees?

—¿No tienes un grupo de estudio al que estás llegando tarde o algo? —preguntó.

El chico arqueó una ceja divertido más que ofendido.

—¿Por qué un grupo de estudio?

—Pregúntaselo a tu ropa.

—Me gusta mi ropa, hombre-cuello-de-tortuga, y no voy a ninguna reunión de estudio sino a mi trabajo.

¿Trabajo un domingo al mediodía?

—Bien por ti —cortó mirando hacia otra parte.

Ojos azules no respondió y continuó cerca suyo, Erik reprimió sus ganas de apartarse porque le pareció una actitud demasiado infantil, pero cuando el metro volvió a funcionar, entró al vagón y caminó bien lejos de él. Si estaba haciendo todos esos viajes, era para cerrar cuentas y no le interesaba entablar charlas ni divertirse con nadie.

Él no estaba para diversión, ese tiempo quedó enterrado en lo más profundo de aquel campo de concentración en Polonia.

Agradeció que sólo le quedara una estación por recorrer. Bajó casi corriendo y entró a la zona residencial. No había moros en la costa, la casa de Shaw estaba en silencio. Erik saltó por el jardín delantero, quedando escondido entre los arbustos y tomó aire, el plan era más que sencillo, más que servido en bandeja. La suerte existía y aunque se hubiese reído de él en el metro, estaba regresando para resarcirse. La puerta principal quedó mal cerrada, podía verlo a metro de distancia.

«Menudo estúpido», pensó con malicia.

Salió de entre los arbustos y se sacudió algunas hojas de la cabeza, caminó con paso normal para no levantar sospechas y sus ojos no revisaron el perímetro, su concentración flaqueaba cuanto más cerca estaba de matar, de cobrar las cuentas pendientes, de encontrarse cara a cara con los monstruos de sus pesadillas. Sólo estaba enfocado en el pomo de la puerta principal a centímetros suyo, a milímetros, a…

Ding-dong.

Sucedió en cámara lenta: Erik giró la cabeza a la derecha y vio un dedo índice presionando el timbre, ese dedo unido a una mano y esa mano a un brazo que estaba cubierto por la manga de un cárdigan celeste y escalofriantemente familiar. Abrió la boca pero ninguna palabra salió de ella. Se giró por completo hasta quedar cara a cara con aquel ñoño del metro, con su sonrisa, la expresión de «oh, nos volvemos a ver tan pronto» y aquellos llamativos ojos.

—Hola de nuevo —saludó—. ¿También conoces al señor Johnson?

—¿S-señor Johnson? —dijo atónito, tenía el puño cerrado con tal fuerza que las uñas se estaban hundiendo en la palma de su mano—. ¿De qué estás hablando?, ¿tú qué haces aquí?

—Pues, mi trabajo de domingo. El señor Johnson necesita… ya sabes, ayuda, está algo mayor y además es veterano de guerra. Alguien tiene que hacer algunas cosas por él, así que aquí estoy yo. Me llamo Charles Xavier.

¿Suerte?

Definitivamente esa perra no estaría nunca de su lado.