Malentendidos

Antonio POV

—Me voy, bastardo, no me esperes —anunció Lovino, abriendo la puerta.

Me giré, y vi que realmente se marcharía. Ver lo guapo que iba, con unos vaqueros casuales y un abrigo marrón complementado con una bufanda color verde, contrariamente a lo normal, me hacía sentir mal.

—Esto… ¿a dónde vas, exactamente? —pregunté al tiempo que trataba de que no notase mi preocupación.

—Eso no te incumbe, imbécil.

— ¡Claro que me incumbe, Lovi! —repliqué—. ¡Soy tu jefe, y se puede decir que soy hasta como tu padre! ¡Es normal que quie…!

—Si digo que no te incumbe —su voz estaba impregnada de rabia, al tiempo que me lanzaba una mirada de odio—, es porque no te incumbe, bastardo. Ciao!

— ¡Espe…!

Y dando un portazo, se marchó. Suspiré, dejándome caer en el sofá de la sala, sabiendo que sería inútil ir tras él: sin duda, podría traerlo a la fuerza, mas… sólo lograría que me odiase aún más.

—Otra vez… va a verlo a él.

El dramatismo no me duró mucho: repentinamente, un olor indicando que la paella estaba en su punto inundó mis fosas nasales.

— ¡Ah…! ¡Mi cena…!

Y corrí para salvar mi preciado plato de comida.

Una vez que el delicioso revuelto de arroz y mariscos estuvo sano y salvo en la mesa, me senté y disfruté de él. O lo intenté, al menos

Cuando Lovino no está aquí…, no es lo mismo…

Me mordí el labio inferior, perdiendo súbitamente el apetito.

— ¿Qué habré hecho mal…?


Lovino POV

Me tardé una hora en llegar. En serio, ¿por qué su casa estaba tan lejos de la del bastardo español? Merda. Me detuve frente a la puerta de roble de la casa que tantas otras veces había visitado, y me dediqué a aporrearla como si no hubiese mañana.

— ¡Cejudo! ¡Ábreme ya, que hace un frío de la puta madre aquí afuera! ¡Como no abras, lanzaré un ladrillo por tu venta…!

—Ya, ya, ¿podrías no usar palabras tan vulgares? Estaba por abrirte, idiota —ah, ya me había abierto el inglés; vestía una simple bata de un material raro que parecía abrigarlo bien, sin contar el calor que se percibía en la sala de estar gracias a su chimenea—. Good evening, Lovino. How are you tonight?

Bene, se podría decir —y empujándolo, me metí en la casa—. ¡Déjame pasar, che palle!

El inglés suspiró.

Oh, dear… Lovino, ¿cómo es que Antonio soportó tanto tiempo viviendo contigo?

Eso me hizo pensar. En verdad, yo sabía que tenía mal carácter: ¿por qué el idiota español seguía soportándome?

«¿Qué no es obvio? ¡Todos los jefes apoyan a sus subordinados sin importar qué!», solía decir él cuando Gilbert le interrogaba al respecto y Francis le suplicaba que me entregase a él.

Idiota, me dije.

— ¿Sucede algo, Lovino? —inquirió Arthur, aproximándose a mí—. Por favor, siéntate frente a la chimenea; si tienes frío, es lo mejor que puedes hacer.

—Como si no supiese lo que tengo que hacer, ¡imbécil! —escupí, sentándome en una silla de madera.

Arthur puso los ojos en blanco.

—Eres realmente una molestia, git. ¿Y bien? ¿Qué demonios quieres? —largó de pronto, llevándose un vaso de ron a la boca—. Y espero que no quieras ron, ¿eh?

—Como si esa basura inglesa me interesase, idiota.

—En realidad… es basura española —rió macabramente.

—La misma mierda, imbécil —fruncí el ceño aún más.

Chasqueó la lengua.

— ¿Por qué le faltas tanto el respeto a España y a su cultura?

— ¿Porque lo odio, quizás? —repuse con sarcasmo.

—Él te crió —argumentó con firmeza.

Y allí íbamos otra vez. ¿Por qué siempre insistía con eso, maldición…? ¡No es como si el bastardo fuese mi padre! De hecho, mi vida hubiese sido muchísimo peor de lo que ya era si el español idiota aquél lo fuese.

—Ojalá no lo hubiese hecho —rezongué.

— ¿Por qué eres tan cruel? —quiso saber, con una profunda tristeza en sus ojos verdes.

Lo comprendí al instante: esa tristeza no iba dirigida para mí.

—Porque si no me hubiese criado, quizás —miré al suelo, suspirando—… no me viese como a su hijo.

—Lovino… ¿acaso tú ves a España como algo más qu…?

Che palle! ¡Jamás! ¡No es lo que estás pensando, cejudo pervertido!

Frunció el entrecejo.

— ¡Cuida tus palabras, bloody git!

— ¡Hablo como se me canta la regalada gana, figlio di puttana!

— ¡Te lo advierto, idiota, voy a matarte!

— ¡A ver si te atre…!

No tuve tiempo a terminar la oración: un grueso libro voló hasta mí, impactando contra mi frente, causando que cayese de la silla en la que me encontraba.

—Eso te pasa por desafiar al poderoso Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte —se jactó.

—Sí, sí, lo que sea —mascullé, levantándome, para luego sentarme en el sofá, consciente del peligro que entrañaba esa maldita silla. Sólo esperaba que no fuese la famosa Busby's Chair.

—Ahora, te lo vuelvo a preguntar: ¿qué demonios quieres?

— ¿Qué clase de pregunta es esa, idiota? —repliqué—. ¡Es obvio que sólo vine de visita, como siempre…!

Y una vez más, la mirada de siempre: la triste mirada de siempre.

— ¿Por qué me visitas?

—Porque te debo ese favor, idiota —repliqué, algo sonrojado.

Él suspiró.

—Lovino, ¿cuánto tiempo ha pasado ya…?

—Mira —le silencié, mirándolo a la cara—, por eso que hiciste, yo te hubiese dado la mia vita, así que ni siquiera lo menciones.

Sonrió cansinamente, apoyando la cabeza en la mano.

— ¿En verdad era…?

—Sí, maledizione… —le corté en un susurro, sintiendo cómo me sonrojaba—. Sí.

And so, me pagas el favor visitándome una o dos veces al mes, ¿eh? —suspiró, volviendo a erguirse—. No comprendo por qué crees que eres más que una molestia, bloody git

Callé. Él siempre hacía la misma pregunta, y pese a que al principio de mis visitas respondía con improperios, finalmente había aprendido a simplemente cerrar el pico y pretender que no sabía de lo que hablaba.

Pretender que no sabía lo solo que se sentía.

—Ya es tarde, ¿no? —dijo de pronto Arthur, cortando el hilo de mis pensamientos—. Es mejor que regreses a tu casa, Lovino: preocuparás a Antonio si te quedas más.

Bufé.

—Ese idiota debería estar ya por su quinto sueño ahora mismo… —mentí: sabía bien que no dormiría a menos que estuviese muy cansado.

Arthur se encogió de hombros, y procedió a levantarse para escoltarme hasta la puerta.

—Espero que la próxima me invites un buen vino, bastardo —dije, levantándome también.

—Si quieres vino, vete a la casa del wine bastard, bloody git.

—Paso —repuse, haciendo una mueca: en verdad, no quería ser violado.

—Está bien, goodnight. ¡Que descanses, bloody git! —se despidió.

—Igualmente, bastardo.

Pero antes de que el británico pudiese abrirme la puerta, como buen caballero del que se jactaba ser, el picaporte giró sorpresivamente. Yo, que estaba distraído, me asus… ¡me sobresalté!, y al retroceder, tropecé con la pierna de Arthur, lo que causó que me tambalease, girando hacia el inglés en busca de apoyo, hasta finalmente caer sobre el dueño de casa, con lo que él se sujetó de mi cuello instintivamente, causando que nos diésemos el golpe del siglo —¡gracias al cielo no causó un terremoto ni en Inglaterra ni en Italia del Sur!— en la cabeza, con nuestras frentes pegadas.

Antes de que pudiésemos siquiera lamentarnos o insultarnos, escuchamos una voz que, si bien me era familiar, estaba seguro de que Arthur reconocería en cualquier lugar.

— ¿A-Arthur… y… Lovino?

Volteé como pude, para mirar a un sorprendido Alfred que nos observaba boquiabierto.

—Eh… No… quería interrumpirlos… —murmuró, mirando al suelo, casi tan rojo como uno de los tomates que el bastardo español tenía en casa—. En verdad, yo… lo siento mu…

— ¡Espera un momento, bastardo! —le grité—. ¡No malinter…! —me acobardé a mitad de la frase, y me giré para pedir ayuda a Arthur—. ¡Ey, cejudo, dile a tu ex colonia que…! Oh.

Y es que a mitad de mi frase, había caído en la cuenta de algo que muy probablemente un avergonzado Alfred ya había visto, un horrorizado yo acababa de advertir, y un sobresaltado Arthur aún no notaba.

Su bata. Estaba abierta. Y el idiota no traía nada abajo.

—Eh… Cejudo… T-tu bat…

— ¿Eh? —volvió a la realidad repentinamente, percatándose de su desnudez—. ¡¿EH? ¡A-ah! ¡Qué vergüenza, bloody hell! ¡Alfred, I'm sorry…! ¡No quería que vieses est…!

¡PAF! Pero el americano ya había cerrado la puerta de golpe, marchándose raudamente. Arthur se levantó tan rápido como pudo —teniendo en cuenta que no quería exponerme a otra imagen que me dejase traumatizado de por vida— y se dispuso a salir en busca de Alfred. En la nieve. Vistiendo sólo una bata.

Maldiciendo mi suerte internamente, lo agarré del brazo.

— ¡Quédate aquí!

—Pero…

— ¡Quédate! —le espeté—. ¡Te congelarás! ¡Yo lo traeré!

Y salí corriendo de su casa.

Pero aun así no fui suficientemente rápido. ¡Ni pista había del yankee! Merda. ¿Qué podía hacer sino volver y explicarle los resultados de mi infructuosa búsqueda a Arthur…?

Suspiré, y volví sobre mis pasos. Al abrir la puerta, no me encontré con lo que me esperaba: creí que hallaría al que en otros tiempos fuese el Gran Imperio Británico sentado cómodamente frente a la chimenea, aún bebiendo su ron. También creí que me preguntaría casi con desinterés si lo había alcanzado o no.

Eso creí.

Pero no.

Él estaba frente a mí, parado junto a la puerta, inquieto, con una mirada que me recordó a la de un chiquillo en tiempos de guerra: esperando las malas noticias, o las ansiadas buenas noticias.

— ¡¿Y bien? —casi me gritó, tomándome de la bufanda—. ¡¿Lo alcanzaste? ¡¿Hablaste con él?

Me quedé boquiabierto ante su comportamiento, y luego recordé que yo también debía actuar normal. Aparté sus manos de mi bufanda, y respondí:

—No. Él… ya se había marchado cuando salí de aquí. Es… muy rápido.

Arthur pareció recibir un balde de agua fría. Suspiró profundamente, y se dirigió hasta su sofá, donde se desplomó.

—Era de esperarse —masculló—. Siempre fue muy rápido, incluso de pequeño… Nadie podía alcanzarlo nunca.

Sólo callé: realmente no sabía qué decir.

—Lovino… ¿puedo pedirte que te retires? —me preguntó, con una mano ocultando sus ojos—. Estoy… muy cansado. Y…

—Entiendo —le corté—. Buona notte.

Goodnight —susurró apenas, en respuesta.

Y me marché sin decir nada más.