- MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL -

By Silenciosa

Disclaimer: South Park no me pertenece. Este fic ha sido realizado sin ánimo de lucro.


Capítulo I.

Una virtud hay que quiero mucho, una sola. Se llama obstinación. Todas las demás, sobre las que leemos en los libros y oímos hablar a los maestros, no me interesan. En el fondo se podría englobar todo ese sinfín de virtudes que ha inventado el hombre en un solo nombre. Virtud es: obediencia. La cuestión es a quién se obedece. La obstinación también es obediencia. Todas las demás virtudes, tan apreciadas y ensalzadas, son obediencia a las leyes dictadas por los hombres. Tan sólo la obstinación no pregunta por esas leyes. El que es obstinado obedece a otra ley, a una sola, absolutamente sagrada, a la ley que lleva en sí mismo, al "sentido propio".

Obstinación (fragmento) por Herman Hesse.

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Se abrió paso como pudo entre la marabunta de cuerpos que se presionaban, unos contra otros, concentrados todos ellos por seguir el ritmo frenético que emergía de los altavoces; retumbando ferozmente contra los muros. Las imágenes parpadeaban frente a él como si estuvieran desmontadas en fotogramas. Y todo era debido a las luces multicolores de los focos al parpadeaban al ritmo de la música. Con cada destello, él pudo apreciar las oscuras siluetas que le impedían el paso: Cuerpos sudorosos, llevados por el éxtasis y el delirio, transportados todos ellos por el frenesí de la música.

Algunos con los que se topaba se le ofrecían sin reservas a él, intentando frenar su camino para que cediese y se uniera también a esa unión primitiva y sinsentido de adolescentes. Avanzaba atropelladamente, negándose, sin reparos, a las peticiones que le eran recibidas con sonrisas tentadoras y movimientos corporales lascivos. Tanto chicas como chicos.

A él no le gustaban las fiestas. Quizá, por este tipo de declaraciones, era calificado como una especie de bicho raro. ¿Y qué podía hacer él si se sentía como un marciano recién llegado de otro planeta cada vez que asistía a esas fiestas? Era él la única disonancia de todo aquel compendio de almas, amontonadas y tan juntas que recordaban al contenido de las latas de conservados. No le gustaba el olor a tabaco aromático y a alcohol. Tampoco le estimulaba el sofocante calor que irradiaba tanto cuerpo sudoroso y extasiado. Y mucho menos podía decir de la música comercial machacona, cacofónica y repetitiva hasta la saciedad que salía de los altavoces; sin embargo, si había algo peor que todo lo anterior, era, sin duda, la soporosa jovialidad de la falsa camaradería habida entre sus compañeros. Parecía ser que una simple fiesta privada era capaz de mermar y hacer olvidar muy brevemente los malos rollos y discusiones que había entre todos los presentes a lo largo del año en el instituto. Todos los problemas, todos los enfrentamientos quedaron aparcados y tan sólo volverían a nacer en cuanto el sol se alzase de nuevo por el horizonte.

Así que, hablando en plata, la fiesta apestaba a falsedad pura y dura. Por donde quiera que él mirase, veía las mismas sonrisas sardónicas que poco tenían que ver con lo que en verdad se pensaba por dentro. Todo apestaba a una felicidad fingida. A felicidad con fecha de caducidad.

¿Había alguna razón más para querer desaparecer cuanto antes?

Pues sí; y, a decir verdad, muchas. Él no bebía, pues le parecía estúpido perder el control bebiendo y convertirse en una marioneta de sus acciones; él no fumaba, pues le parecía una solemne despropósito el tener un vicio que consistía en meterse un palito de tabaco en la boca y aspirar su asqueroso sabor cancerígeno; él no bailaba, aparte de ser patoso, odiaba la música hecha para bailar; él no tenía trato con la gran mayoría de los presentes, tenía una amistad bastante sencilla con el dueño de la fiesta, el holandés agradable de Clyde Donovan, como también tenía algún que otro gesto de compañerismo con los que compartía aula durante el curso. Él tampoco estaba allí con intención de liarse con alguna de las chicas que poblaban masivamente la fiesta, con esos vestidos que permitían dejar a la vista lo mejor habido en sus siluetas, formas y curvas. Había venido a la fiesta por dos justas razones: por ser obligado por Tweek, su mejor amigo, y por Clyde, el cumpleañero.

No; no estaba allí para poner fin a la tórrida sensación de abstinencia hormonal adolescente aun siendo ésta la primera causa –y quizá la única— por la que se hicieran fiestas de este tipo. Cuando pudo deshacerse de la vigilancia de su mejor amigo, marcó un plan estratégico para dejar la fiesta lo antes posible y marcharse a casa.

— Ey, moreno —otra mano lo aferró firmemente por el brazo. Cual tentáculo de un octópodo—, ¿te apetece bailar un rato?

En respuesta, él se volvió a medias y descendió la mirada hasta dar con el rostro de la chica poseedora de aquella mano-tentáculo.

— Me llamo Natasha. Estoy empezando secundaria —le dijo cerca de su oído, de puntillas cerca de él. Su voz, bendita sea, era como miel para el paladar. Lástima que su aliento no dijera lo mismo pues olía a hierba "mágica" y a whiskey—. Tú debes ser Craig Benjamin Tucker, el hermano mayor de Ruby. ¿Me equivoco…?

Él se limitó a asentir una vez con la cabeza.

— Tu hermana y yo estamos en la misma clase —le informó ella mientras jugaba con un mechón de su pelo, rizándolo en torno a su dedo índice—. Tenéis un parecido brutal. Bueno…, a no ser porque Ruby es pelirroja y tú no. Pero, ¡joder! ¡Tenéis esa misma mirada tan directa que acojona a cualquiera!

Que a Craig lo comparasen con su insufrible hermana pequeña le sacaba totalmente de quicio. Y esa ocasión no iba a ser menos. Tener como hermana a un ser ruidoso, charlatán, coqueto y despreocupado hasta decir basta, había sido la peor de todas sus suertes. Algún ente divino lo habría castigado y le había enviado la otra cara de la moneda con la cual él mismo contrarrestaba para simplemente tocarle las narices y amargarle así la existencia.

Cuanto antes le dijera que no a la morena, antes pondría los pies fuera de allí.

— ¿Por fin vas a decidir si me sacas a bailar o no? —instó ella ronroneando.

— No, perdona. En verdad ya me iba.

La chica rió con descaro, como si su negativa a bailar con ella fuese un verdadero chiste. Estaba visto que pocas veces antes había sido desdeñada por el sexo contrario. Natasha lo escaneó de nuevo con sus ojos de muñeca, aunque con semblante serio esta vez. Quedó con el rostro desencajado cuando descubrió que realmente estaba siendo rechazada sin tapujos.

— ¡Oh, vamos…! ¡Si ni siquiera es medianoche! —le urgió con entusiasmo aquel semejante doble dela Venusde Botticelli. Parecía no darse por rendida: Yo podría hacer que te lo pasaras muy bien esta noche.

Él, por su parte, ignoró a la joven. Escaneó con sus ojos oscuros el entorno que le circundaba con intención de encontrar un hueco por el cual desaparecer y despedirse a la francesa. El salón de la casa de los Donovan, en el cual se celebrara la fiesta, era enorme. Al menos ésa era la sensación que se respiraba al estar vacía. La casa de su amigo Clyde era realmente preciosa. Tenía amplios espacios, muros altos con plafones de luz circulares inscritos en los techos, muy al gusto del estilo vintage europeo. Los muebles, muchos ellos de madera tintada en basalto oscuro, contrarrestaban con el blanco poluto y limpio de las paredes, el suelo de nogal bien predispuesto y bruñido. Y todo ornamentado en algunas zonas por tapices a juego con las paredes de un blanco imberbe. Cuadros solemnemente enmarcados, candelabros de estimable edad, aparadores, espejos con marcos de hierro forjado… Y una chimenea por la que cabría sin problema Papa Noel y toda su corte del Polo Norte. Sin duda, él admiraba el buen sentido del gusto de los señores Donovan, cosa que su amigo no había heredado ni por asomo. Tan sólo hacía falta echar un vistazo al estado de su taquilla como para afirmarlo con rotundidad. Sin embargo, en aquel momento, comprendió el salón de una manera diametralmente diferente. Resultaba pequeño cual nido de ratas. Desordenado como una tienda en época de rebajas. La casa de los Donovan estaba sumida en un descontrol abrumador. Él no tardó tampoco en pensar en la reacción de los Donovan en cuanto llegaran a la mañana siguiente y presenciaran en primera persona las dotes de su único hijo en convertir su sofisticado hogar en algo semejante a lo que había sido Sodoma y Gomorra bajo su ausencia. Finalmente, dejó escapar un suspiro molesto. Era tal el cúmulo de cuerpos que no había escapatoria. Para colmo de males estaba siendo apresado por la chica-pulpo. Ésta volvió a tirar de su brazo para volver a traerlo consigo.

— ¡Ey! ¡No me ignores! —le pidió haciendo pucheritos con sus ojos— ¿Es que te parezco fea o algo así? ¿O es que eres muy tímido con las chicas?

— No; es sólo que tengo prisa y tú no paras de perseguirme.

Él contestó secamente e hizo el amago de irse pero la mano que lo "encadenaba" sin piedad se aferró con mayor notoriedad en torno a su brazo; apretándolo para sí con total decisión. La hermosa sílfide de ojos atigrados se arrimó más a él; casi encajada contra su cuerpo. Un destello de luz más nítido recayó repentino y fugaz sobre el vientre exquisito y delineado que quedaba al descubierto. Sólo llevaba una blusa al estilo palabra de honor que no dejaba mucho que dar a la imaginación y unos vaqueros que apenas alcanzaban el arranque de sus caderas. Incluso fue capaz de distinguir un grácil lunar vivir en medio de su abdomen. Asimismo, advirtió el brillo tintineante del piercing de la joven situado tras la terminación de su ombligo. Éste despuntó un brillo tenue que le recordó al mismo efecto que producen las lentejuelas al chocarles de lleno la luz. Su piel cetrina, besada por la luz del sol, invitaba a explorar, a perderse con el tacto en lo más profundo de cada centímetro suave de su torso. Sin mapa ni brújula con la que guiarse.

Los labios gruesos y sensuales de la muchacha fueron mordidos por ella y se relamieron en puro acto de ofrecimiento.

— Baila conmigo, Craig.

Aquella preciosa morena con nombre de rusa realmente lo quería ver sufrir. Por mucho que midiera distancias, sus caderas no paraban de buscarle y acomodarse contra la suya propia.

— Oye, escucha, ehm…, Nat, Nathi, Nathe… —intentó acordarse del nombre mientras daba algunos pasos de retroceso y así quitársela de encima.

— Natasha.

La chica respondió atusándose sensualmente aquel cabello castaño y ondulado como el movimiento sinuoso de las olas, digno de una égloga griega. Seguidamente, recargó sus manos sobre las caderas de Craig y buscó enrollarse bajo el amparo de su varonil cuerpo.

— Eso; Natasha. ¿En qué idioma te tengo que hablar para decirte que me dejes en paz?

Se zafó de la chica sin mirarla siquiera a la cara y con toda la templanza que pudo llevar consigo. Si se hubiese dignado a poner sus ojos en ella podría haber visto un gran signo de desconcierto y odio grabado a fuego. Pero lo único que anidaba en la mente de Craig era la constante retahíla de querer salir cuando antes y dejar de respirar aquel aire tóxico e insufrible.

Se dio la vuelta y prosiguió su camino en dirección a la puerta de la entrada. Situada ésta nada más atravesar el alargado tramo del vestíbulo. Hasta allí seguía aglomerándose gente. No sólo se encontraban los amigos de Clyde o sus compañeros de clase. Incluso descubrió a su hermana Ruby bailando como una loca con dos de sus amigas. Allí había mucha, mucha gente. Sobre todo había personas que jamás había visto en su vida. Seguramente habían venido de North Park o de cualquier otro pueblo cercano al enterarse de la fiesta de su amigo.

Pasando justamente por delante de la escalera y finalizar así el último y anhelado tramo que lo llevaba hasta la puerta, alzó la vista hacia arriba, hacia el término de la misma en la segunda planta. Por el rabillo del ojo había atisbado una figura que había robado su total atención.

La figura apoyaba uno de sus brazos, muy perezosamente, sobre la barandilla de madera. Craig intuyó la posición de aquella figura humana y la comparó enseguida con la curva praxiteliana de las esculturas del Postclasicismo griego: una pierna flexionada que hacía desnivelar la cadera y con ello, llevar todo el peso a la otra pierna; ésta última quedaba recta y firme al suelo como una columna. Si escultores de la talla de Donatello, Michelangelo, Cellini o Rodin hubiesen estado presentes ante aquella ambigua y deslumbrante visión seguramente se la llevarían consigo como única inspiración para sus obras. Y es que aquella figura que tanto le fascinó contemplar evocaba toda inspiración de una escultura. Situada al final de la escalera como un elemento decorativo más. Como una obra más que definía el amor por el arte de aquella familia oriunda de la histórica Koninkrijk der Nederlanden.

La escultura humanizada vestía unos vaqueros desteñidos y de apariencia bastante desgastada acompañados por una sudadera naranja, también envejecida. Ambas prendas cubrían lo que debía ser un cuerpo perfecto y varonil. Sí, era un joven. Un hermoso Adonis. Ya podía ponerse un saco de paja que ni con esas perdería la efectividad de su seducción visual.

— Kenneth McCormick —susurró para sí, balbuceando el nombre del joven.

Craig conocía a Kenny pero, de igual manera, podría decirse que no lo conocía de nada en absoluto. McCormick era amigo de sus amigos pero no directamente de él. En la infancia compartieron algún síntoma de compañerismo, hecho que no se trasladó al presente. Eran dos desconocidos que sabían cosas del otro a través de terceros. Si Craig desdeñaba toda posibilidad de amistad con aquel chico era debido a la personalidad que lo caracterizaba. Aquel muchacho hermoso era íntegramente y en todos los sentidos lo contrario a lo que era Craig. El historial de Kenny —abreviatura de su nombre con el que fue bautizado desde la niñez— hablaba también por sí solo. Así que Craig tampoco se molestó en buscar una amistad que, al fin y al cabo, era totalmente incompatible y que, por lo tanto, Kenny tampoco buscó en él. La indiferencia fue mutua y consensuada por ambas partes.

Dios; McCormick era… era un completo golfo. Y Craig no lo decía por faltarle el respeto. Aquel chiquillo rubio fue el primero de todos los chicos de su edad en haber tenido relaciones sexuales con chicas, el primero en fumar mierda, el primero en hacer un trío, el primero que se emborrachó, el primero que estuvo durante un mes entero fuera del pueblo viviendo como un mochilero hippie, el primero que fue detenido por la policía, el primero en tatuarse, el primero en declarar abiertamente y sin ningún prejuicio su bisexualidad y, claro está, el primero en mantener relaciones con varones. Y así consecutivamente. ¡Y con sólo diecisiete tiernos años, que se dice pronto…!

Con esta perspectiva, era evidente que muchos jóvenes quisieran seguir su contagiosa estela de chico rebelde. Hecho que McCormick aprovechó en toda su máxima y libre expresión. Sus víctimas cedieron a él con la misma devoción del creyente cristiano que se arrodilla fervientemente ante la imagen de la Cruz. Aún así, Kenny no dejaba de ser meramente un tío muy simple. Despreocupado y sin más motivación que el placer momentáneo que obtenía de las circunstancias de la vida. Y, por todos estos motivos, Craig lo odiaba. Odiaba hasta límite inimaginable cada faceta de su ser.

Si Craig no hubiera estado tan ensimismado con sus pensamientos, podría haberse dado cuenta con mucha antelación de que Kenny lo estaba observando desde hacía rato. Incluso, desde mucho antes de que Natasha hiciese acto de aparición. Cuando Craig fue consciente de ello, le retuvo la mirada. Sus ojos oscuros como las profundidades de un abismo quedaron clavados en las celestiales esferas color azul índigo de Kenny que, independientemente del amplio margen de distancia que los separaban, irradiaban un brillo que parecía que no eran de este mundo.

Los dos quedaron así durante algunos minutos; el tiempo transcurrió discretamente tras sus espaldas. No obstante, frente a la suma seriedad fría y cortante que definía el espíritu de Craig, la escultura viviente lo miró con sutileza. Inclinada estaba su boca para recrear una sonrisa y enviársela a Craig.

Sin dilatar más el tiempo, Craig dio por terminada el intercambio de miradas con bastante molestia. Finalmente desapareció bajo la agobiante masa del gentío allí habido y salió, por fin, a la intemperie. Abrazó el frío y el amparo de aquella noche de primavera.

oOoOoOo

Kenneth McCormick descendió parsimoniosamente los pocos escalones que restaban para posicionarse en el suelo de la primera planta. Después de la conexión de miradas que había mantenido con los ojos de Craig, aquellos indiferentes ojos oscuros, no decidió, sino sintió que quería ir en su busca.

Oda a la sinceridad: Kenny nunca decidía nada con premeditación. Hacía las cosas porque quería. Tan simple como eso. ¿Reflexionar? ¿Ser consecuente y contrapesar acciones antes de llevarlas a cabo…?

¡Oh, por el amor de Dios! ¡No! ¡Ni de coña!

Kenny no necesitaba asegurarse al cien por cien de lo que deseaba hacer. Que sus coetáneos necesitasen más expresamente el hecho de replantearse sus propias decisiones, a causa de la inseguridad y escasa voluntad de espíritu, él no tenía por qué seguir dicha disciplina tan racionalista a la par que superflua. Kenny nunca necesitó saber qué era lo que le convenía o no; lo que es más, ni siquiera estimaba necesario pensar en ello. Le bastaba el hecho de escoger lo que "quería" y lo que "no quería" como para no andarse por las ramas.

Aquella noche, Kenny quería divertirse. Empero, después de haber admitido con desilusión, encaramados sus brazos en el respaldo de la barandilla, que en aquella fiesta no había ningún motivo que le suscitase el interés, presintió enseguida un inapetencia incómoda. Todo era lo mismo. Repetitivo hasta el hastío. No había nada allí que le urgiera la necesidad de probar o tener.

Haberse fijado en Craig hizo despertar sus cinco sentidos como si una mecha de gasolina se hubiese prendido en su fuero interno. Kenny había visto con qué facilidad había rechazado Craig a la tía más atractiva del instituto. Esa pasibilidad, indiferencia tan frívola de sus actos, captó su atención terriblemente. ¿Cómo era posible que pudiese refrenar al espíritu contagioso de Natasha, aquel símbolo evidente de la tentación femenina hecha persona? ¿Qué credibilidad tenía que un chico de dieciocho recién cumplidos pudiera negar tan fríamente una propuesta tan irresistible? Cualquier otro chaval hubiera hecho lo que tenía que haber hecho con aquella joven que pedía ser complacida a gritos.

Estaba visto que el hijo de los Tucker no parecía de este mundo. Ese pensamiento le sonsacó una sonrisa repentina. La curiosidad aumentó; su deseo de probar suerte con Craig nació sin avisar. Sabía que no debía. Sabía perfectamente que Craig guardaba cierto rencor para con él. Pero, francamente, no lo podía evitar.

Su camino prosiguió hacia la puerta. Según avanzaba Kenny, las miradas se clavaban en él como aguijones a la carne; sin embargo, él no tenía interés en ninguna de ellas. En la mente de Kenny, el obstinado deseo de conseguir tener más de cerca los ojos castaños de Craig era lo único que buscaba obtener ahora. Quería para sí al dueño de dichos ojos inmutables, netamente oscuros, como la soledad más ferviente y recóndita de la madre de todas las noches.

A Kenny le gustaba pender del hilo de imposibles. Y… estaba visto que el hijo mayor de los Tucker era el hilo más afilado y retorcido que jamás había sido tentado a sortear; asumiendo toda posibilidad de perder fácilmente el equilibrio.

Kenny supo entonces que había encontrado una presa digna de su condición.


FIN CAPÍTULO I.

Revisado y modificado el día 30 de enero de 2012.