Disclaimer: Todo es de George. Y esta historia es parte de los desafíos del foro Alas Negras, Palabras Negras
Santagar, ¡linda!, esto es para ti. No sé cuántas viñetas serán (unas diez quizá, o más) pero es que quería desarrollar bien la historia. Espero que te guste, subiré como sea una todos los lunes.
(Mance)
Traía el cabello revuelto y los ojos inyectados en sangre y rabia, signo inequívoco de mal dormir prolongado. Traía además la ropa gastada y sucia. Menudo señorito, se dijo para sí, impresionado por la apariencia desgastada de Jaime Lannister. El Matarreyes, pensó luego, saboreando la sonoridad de aquella palabra. Matarreyes. Se suponía que todo aquel que se ganaba ese apodo debía estar muerto y remuerto. Sin embargo se entendía, por la circunstancias, del dominio público de todo Poniente a estas alturas, y por el rey que asesinó. Sobre todo, por el rey que asesinó. Mance pensó en las historias que circulaban y se estremeció.
Es más, con tantos antecedentes le extrañaba que le hubiesen enviado al Muro, a perder aquel apellido tan famoso. Sobre todo por las noticias casamenteras que llegaban de Desembarco, teñidas de tragedia y desilusión. Suponía, como todos, que la mano de rey, el siempre recto Jon Arryn, había tenido algo que ver con lo sucedido. Nadie lo sabía con certeza, la verdad. Ni siquiera Jaime Lannister, el futuro Hermano Negro, ahora entre ellos.
Cuando se bajó de la carreta, todos se quedaron observándole con morbo, sin la moral suficiente para reprobarle por sus acciones. Sus facciones finas y bien delineadas, sus orbes verde brillantes, su cuerpo delgado, todo estaba en tensión, animalesco. Nadie reaccionaba, superados por lo surreal de la situación. Él no pertenecía al Muro, así de simple. Hasta que el Oso, recientemente escogido Lord Comandante, observando desde un torreón alto le hizo un gesto a Mance Rayder.
Este rompió el círculo que se había formado en torno al Lannister (que no tardó en disiparse, libre del embrujo colectivo que les había poseído) y cogió las pocas pertenencias que este traía, incluida un arma de acero duro y guerrero, opaca bajo la tibia luz del día. Los ojos del chico, apenas unos meses mayor que el mismo, se fijaron en los suyos durante varios segundos, como el espadachín que calibra a su oponente antes de un combate. Sacó la espada de las manos de Mance, el que asintió lentamente, se encogió de hombros y se echó a andar hacia las habitaciones de los nuevos reclutas con el resto de las cosas al hombro.
No tuvo que voltearse para saber que Jaime le seguía. Sonrió. Le gustaba aquel chico, fuese quien fuese.
