Hola, chicas. ¿Queda alguien del fandom de Twilight? Espero que sí. Aquí os traigo una historia cortita de unos cinco o seis capítulos máximo (lo sé porque está casi terminada), de humor y romance. Es ligera, con poco drama y erotismo "justito". La escribí al terminar mi novela, por eso que dicen de que te distraigas haciendo otra cosa durante un tiempo antes de ponerte a corregir el primer borrador. Mi primera novela, que espero publicar en Amazon antes de fin de año, ahora la tiene mi correctora, Ebrume Ana, así que este fic no está corregido por ella, disculpad los fallos. El título es un poco tonto pero he visto que hay varios fic con el título "El niñero" y no quería repetirme.
Agradecimientos: a las que leáis la historia. Si me dejáis algún comentario, crítica, saludo o algo, más agradecida.
Disclaimer: los personajes no son míos, la historia sí.
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Capítulo 1
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—De veras, no sé por qué ponen el contador de calorías en esta máquina. Es la versión más cruel de «un segundo en la boca, toda la vida en mis caderas» que he visto nunca —farfulla Angela entre jadeos.
Asiento porque, al contrario que a Angela, no me queda aliento para hablar. El contador de calorías de mi bicicleta estática me dice que he gastado 120 calorías en esta media hora de sudar sangre. Calculo que acabo de quemar el yogurt de la comida, porque me he puesto un poquito de azúcar. Mi amiga pulsa los botones y pone la máquina en «enfriamiento», bajando así el ritmo a uno más tranquilo. Por el contrario, yo sigo castigándome con el ritmo más alto que puedo soportar.
—Si tienes tanta energía, yo iría al punching ball a desahogarme. ¿No va a venir este fin de semana?
Pulso yo también el botón de enfriamiento, no por lo que acaba de decir mi amiga; la verdad es que estoy empezando a marearme. Falta de costumbre, no tengo tiempo para todo.
—No vendrá, creo que tiene un congreso o no sé qué. —Niego con la cabeza—. Las cosas serían más fáciles si desapareciera del todo y me dejara criar sola a mi hija.
—Vuestra hija, Bella. Mike es su padre y, aunque no sea el mejor, está ahí.
—Está a quinientas millas, Angela. Eso no es estar ahí.
—En el fondo te alegras de que esté lejos.
Resoplo y me bajo de la bicicleta estática. No estoy de humor para que nadie me diga las verdades a la cara, como por ejemplo lo bipolar que me siento con que mi ex marido viva lejos. Ni siquiera se lo aguanto a mi mejor amiga, no hoy. No solo estoy así por mi ex; mi hija acude a una guardería de alto nivel, una pijiguardería como dice mi amiga Rosalie, y tengo una niñera ocasional para cuando se pone enferma, una vecina de confianza. La mujer, la señora Cope, me ha avisado de que a partir de la semana que viene no podrá ayudarme más con mi hija porque se marcha a Florida con su marido, que se ha jubilado. Sí, todo un tópico.
Rezo pidiendo que mi hija no se ponga con una sola décima de fiebre hasta que encuentre a alguien de confianza para sustituirla. Se ha convocado una plaza para la dirección de la clínica donde tengo mi consulta de medicina familiar, el actual jefe se marcha y tenemos que decidir quién de nosotros lo sustituye. No puedo coger ni un solo día libre o perderé mi oportunidad. Me gustaría ser yo, el sueldo me ayudaría mucho, aunque tuviera que pasar más horas lejos de mi pequeña.
—Me voy a duchar —rezongo.
—Te sigo en cinco minutos… Espero que para entonces hayas vuelto a poner el seguro en tu pistola automática. No quiero que se te dispare por accidente —oigo que dice a mis espaldas.
No debería pagar con Angela mi mal humor, pero es que mis reacciones con Michael no son racionales. Aún tengo que controlar la ira visceral que se apodera de mí cuando lo veo a la puerta de mi casa dispuesto a llevarse a la pequeña Renée. Distraída, abro la puerta del vestuario y me detengo en el umbral. Miro al interior, sin acabar de comprender lo que estoy viendo. ¿Qué hace un hombre en el vestuario femenino? Mis ojos le dan un repaso rápido, ajenos a mi voluntad. Está secándose el cabello con una toalla, tal y como su madre lo trajo a este mundo. Parpadeo mientras el tiempo parece ralentizarse. Es muy alto, debe rondar el metro noventa, y está muy, muy, bien formado, desde los anchos hombros hasta los pies. Me sonrojo, hacía mucho que no disfrutaba de observar el cuerpo desnudo de un hombre, es hermoso y al mismo tiempo excitante. De pronto veo que la toalla cae al suelo y lo miro a los ojos. No los veo bien desde esta distancia, pero parecen verdes. Veo que enarca las cejas con sorpresa, pero no hace ningún gesto para taparse, parece muy cómodo con su cuerpo y no me extraña. De pronto mis neuronas bloqueadas hacen conexión y miro al cartel que hay encima de la puerta. No es el vestuario femenino. No es él quien se ha equivocado, sino yo. Mi cara arde y el sonríe. Parpadeo, tiene una sonrisa preciosa, pero ya he hecho bastante el ridículo.
—Pe… perdona —balbuceo, y cierro la puerta notando mi corazón golpeando mi pecho. ¿Dónde me he dejado los ojos? ¿Y en qué estaba pensando? ¡Si yo ya sé que este no es el vestuario de mujeres! Por favor, ¡menos mal que solo estaba él en el lugar y se lo ha tomado bien! ¡Y menos mal que Angela no me ha visto!
—¿Se puede saber qué hacías en el vestuario masculino? ¿Algo que deba saber? —dice la voz divertida de mi amiga detrás de mí.
—Shhh, que van a oírte —le chisto mientras abro la puerta del vestuario femenino, esta vez sí.
—Por la cara que pones, había alguien —dice sin bajar la voz. En momentos como este la odio un poco.
—Síii —susurro con la esperanza de que imite mi tono de voz—. Un chico… bueno, un hombre. Me he equivocado de puerta —digo con voz ahogada.
—¿Y qué, valía la pena el ridículo que has pasado? —Me estudia mientras noto recalentarse mi cara, creo que podrían prepararse tostadas encima de mis mejillas—. Vaya, parece que sí —baja la voz con gesto cómplice mientras abre su taquilla—. ¿Tamaño estándar?
—Pues era muy alto… —Abro mi taquilla y miro a mi amiga, que me observa enarcando las cejas varias veces—. No voy a comentar el tamaño de nada más. —Frunzo el ceño, indignada.
Mi amiga suelta una risita y se mete en la ducha. Yo también, intentando borrar de mi memoria la imagen del cuerpo desnudo de aquel hombre. Me viene a la memoria la imagen del David de Miguel Ángel. Él estaba igual de proporcionado… bueno, menos en una parte, en una sola parte el desconocido salía ganando en la comparación. El agua fría de la ducha se lleva mi sofoco.
Al cabo de unos minutos, las dos estamos saliendo del gimnasio. `
—Podías esperar en la puerta a ver si lo ves. Igual era una señal. Es muy raro que te hayas confundido, llevamos años viniendo a este gimnasio.
—Déjalo, Angela —digo negando con la cabeza. Esbozo una sonrisa, empiezo a verle lo divertido al asunto ahora que se me ha pasado el sofoco, pero Angela es como los niños: si me río de lo que ha dicho será el pistoletazo de salida para un no parar, y hoy no estoy de humor.
«¿Por qué no?», me digo a mí misma. Ya está bien de amargarme.
—La verdad es que estoy en baja forma: me he quedado allí alelada mirándolo, él me ha sonreído, y en lugar de devolverle el gesto he tartamudeado y me he largado.
—¿Era guapo?
—Era más que guapo. Tenía los músculos marcados pero sin exagerar. —Me doy cuenta de que me estoy lamiendo los labios—. Cerca de metro noventa, ojos creo que verdes y el pelo no sé el color porque lo tenía húmedo.
—Lástima habérmelo perdido. ¿Y ese tío estaba en nuestro gimnasio? Debe de ser nuevo, o lo habríamos visto antes.
Me encojo de hombros. Ha sido un rato bueno y no le voy a dar más importancia. Estoy entregada a mi hija y mi trabajo, y no me importa nada más, aunque Angela no pare de darme la brasa con el tema. No necesito otro hombre en mi vida. Andamos un rato en silencio hasta que mi amiga lo rompe.
—¿Has encontrado niñera para Renée?
—No —meneo la cabeza frunciendo el ceño—. Y es una mierda, porque este es el peor momento. Tengo que encontrar a alguien. Solo de pensar en que se me ponga malita… No puedo faltar al trabajo.
—Estás demasiado estresada.
—Solo serán unos días.
—Hace meses que dices eso.
—Esta vez será cierto —afirmo con seguridad. Mi amiga me mira como si fuera un alcohólico prometiendo no volver a beber—. De verdad. Cuando consiga el puesto, me relajaré.
Llegamos a mi casa, que no está lejos del gimnasio. Angela me acompaña hasta el portal y continúa su camino, vive a un par de manzanas con su marido, Ben. La señora Cope está cuidando de mi pequeña en su apartamento, frente al mío. Llamo y sonrío cuando escucho a mi pequeña gritar a través de la puerta:
—¡Mami!
La señora Cope abre la puerta con una sonrisa. La voy a echar de menos, es una amiga y una niñera de confianza, ¿dónde voy a encontrar eso? Dejo caer mi bolsa de deporte y me agacho para recoger a Renée, que salta a mis brazos.
—Pasa, cariño —me dice la anciana con una sonrisa. Me pone al día de las actividades de mi niña, que no para de señalarme todos los dibujos dedicados a mí mientras sus bracitos se enroscan en mi cuello. Con ella enganchada a mí como un koala pago a la señora Cope ignorando su mueca resignada. Sé que luego dona el dinero a alguna ONG pero, hace tiempo, cuando la pequeña estuvo una semana con gastroenteritis, le dije que si no aceptaba el dinero no le dejaría a mi hija.
No sé cómo explicarle a Renée que nuestra amiga se marchará dentro de pocos días. Nos entretenemos un rato hablando y me llevo a mi pequeña a nuestro hogar. Antes de entrar, la señora Cope llama mi atención:
—Bella.
Me giro y la miro.
—¿Sí?
—Se me olvidaba decirte que mañana tengo que hacer papeleo, estaré toda la mañana ocupada. Siento avisarte con tan poco tiempo.
Asiento.
—No se preocupe. Gracias por avisar.
Cierro la puerta y respiro hondo. Tengo que encontrar a otra persona. La perspectiva de llamar a una agencia no me gusta demasiado, pero no veo otra solución. Miro a mi pequeña e intento olvidarlo todo. Ahora estoy con ella.
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—Buenos días, cariño. —A la mañana siguiente, me acerco a la camita donde duerme Renée y quito la barrera que evita que se caiga de la cama. Me siento y la miro sonriendo como una tonta—. Vamos, hay que desayunar —digo meneando un poco su cuerpecito, cubierto por el edredón. Se mueve un poco pero, al contrario que otros días, parece que no tiene ganas de levantarse. Le toco la cara y mi corazón se salta un latido. Parece más caliente de lo habitual.
Mi respiración se acelera. Tengo una reunión importante en el trabajo. Hoy. ¡Hoy! Y la señora Cope no está. Maldita suerte.
—Mami, no quero cole —me dice la pequeña.
—Ven —la levanto notando tensión en todos mis músculos—. Vamos a tomarte la temperatura.
La abrazo contra mi pecho mientras me dirijo hacia el baño. Parece que se está espabilando un poco. Me sonríe y me pide desayuno. La miro de arriba abajo notando que tiene buen aspecto y solo estaba algo mocosa, y rebusco en el cajón del baño en busca del termómetro. Con el estómago doliéndome y el corazón en vilo, le pongo el termómetro de infrarrojos en la frente.
—Treinta y siete tres. Eso no es fiebre, y se te ve estupenda —le digo con dulzura, arrancándole una sonrisa—. Estos termómetros son una mierda —me digo a mí misma.
—Ton una mieda —repite mi hija.
Maldigo para mis adentros, recordándome por enésima vez que no debo decir palabrotas en voz alta con ella delante. Mirando el despertador desde el baño me doy cuenta de que tengo, no los minutos, sino los segundos contados.
—Vamos a buscar un termómetro mejor —le digo a mi pequeña mientras corro por la casa con ella en brazos como si fuera un balón de rugby. Con alivio la escucho reírse. En el botiquín guardo como un tesoro un termómetro de mercurio que me regaló una paciente ucraniana, diciendo con su fuerte acento algo así como: «doctorra, estos sí son buenos, no la porquerría que venden ahora». Sé que no son nada ecológicos pero sí muy fiables, y habría estado mal rechazar el regalo.
—Treinta y siete seis —gimo. Sintiéndome la madre más horrible del mundo, tomo el paracetamol de su sitio y cargo una dosis con la jeringa.
Mi hija pone cara de asco cuando siente el amargo sabor de la medicina y le doy un poco de agua. Menos mal que es buena para tomar medicamentos, aunque este le cuesta bastante. El que ideó el sabor del jarabe de paracetamol debía de tener boca de resaca o algo así.
Llevo a la pequeña a la guardería como el que pasa contrabando por la frontera. La forma en que te miran los policías en la aduana es más o menos la misma mirada que me echa la maestra de Renée cuando la dejo hoy. Lo cierto es que la niña está más tranquila de lo normal, pero tiene un aspecto estupendo. Probablemente es mi culpabilidad de mala madre la que hace que me sienta observada y juzgada, porque nadie me juzga tan duro como yo misma. Solo espero que la peque aguante bien hasta mediodía, hora en que Jessica, mi amiga enfermera, sale de su turno y puede echarme una mano con ella a costa de su descanso. Me siento una mierda de madre y un asco de amiga, por ese orden, pero se me pasa un poco cuando me digo que hoy mismo llamaré a la agencia de niñeras.
Necesito YA una niñera para mi hija.
Mi móvil vibra amenazador en plena reunión con mis compañeros. Lo miro con aprensión solo para confirmar que la jodida ley de Murphy se ha cumplido de nuevo. Pido disculpas mientras me siento observada y salgo de la salita para contestar la llamada.
—¿Sí?
—¿Doctora Swan?
—Sí.
—Su hija está a treinta y nueve de fiebre.
«Joder, hostia, mierda».
—Sí.
Hay un denso silencio mientras contemplo las diferentes posibilidades. De pronto me siento fatal por angustiarme por mi trabajo en lugar de preocuparme de qué tiene mi hija. Sigo con mi diálogo interior y me disculpo a mí misma, la niña tenía muy buen aspecto por la mañana y seguramente sufre un proceso viral. Pero, ¿y ahora qué hago? Quería causar buena impresión y convencer a mis compañeros de que, a pesar de mi relativa juventud, puedo ser su directora, y allí estoy, siendo llamada por una obligación mayor. Me siento mal, me siento culpable por abandonar aquella importante reunión, y me siento incompetente por no haberme organizado mejor y haber encontrado ya alguien que cuidara de mi hija en casa.
Estoy harta de sentirme mal.
—¿Doctora Swan? —dice la voz, ya con un deje de impaciencia.
—Voy.
Cuando peor me siento es cuando veo a mi pequeña, gimoteando y decaída por la elevada fiebre, extender sus brazos hacia mí al llegar a buscarla a su clase. La abrazo, sintiéndome terriblemente mal y olvidando la cara de circunstancias de algunos colegas cuando he pedido permiso para ausentarme un par de horas. He contactado con Jessica, que me promete sustituirme antes de mediodía.
A pesar de que está con fiebre, abrazo a mi pequeña hasta que se duerme y me siento con ella en el sofá, disfrutando del olor de su cabecita.
Cuando estoy perdida en mis pensamientos, suena mi móvil y me apresuro a contestar para que no despierte a mi pequeña. No miro quién es antes de eso.
—¿Sí?
—¿Doctora Swan? —Es una voz masculina, grave y al mismo tiempo suave.
—Soy yo.
—Me han dado su teléfono. Me han dicho que está buscando una persona que se encargue de cuidar a su hija.
—Sí —contesto, lacónica. ¿Desde cuándo los maridos llamaban por el trabajo de sus mujeres?
—Me llamo Edward, Edward Cullen. Estoy interesado en ese trabajo.
—¿Qué?
—¿Un hombre? ¿Es usted… niñero?
Al otro lado de la línea se escucha un suspiro y de pronto tengo la sensación de que no es la primera vez que alguien le pregunta eso.
—¿Tiene algún prejuicio contra los hombres que cuidan niños? —dice con cierto filo en su voz.
—Lo siento. Es que me parece… raro.
Ni de coña contrato yo a un tío para cuidar de Renée. Antes de eso llamaría a un policía que tengo de paciente y le pediría que investigara los antecedentes del señor Cullen. Podría ser un pirado peligroso que dejara a la niñera de «la mano que mece la cuna» a la altura de mis zapatillas de ir por casa.
—Tengo entendido que es usted médica. ¿No es esa una carrera tradicionalmente masculina? Por lo menos hace cien años, claro —responde con sorna.
—Tocada —digo, sin poder evitar sonreír. De pronto me siento inquieta. ¿Cómo sabe tanto de mí? La hipótesis del pirado vuelve a tomar cuerpo—. ¿Quién le ha dado mi número?
—Ah, disculpe. La doctora Webber es quien me ha dado su móvil.
¿Angela? Maldita traidora. Le ha dado mi teléfono a un niñero, me cuesta hasta pensar en la palabreja, sin avisarme de que me iba a llamar. La mataré. Seguro que se está riendo de su ocurrencia en este mismo momento.
Bueno, exagero. Seguro que luego nos echaremos unas risas, cuando olvide la vergüenza que acabo de pasar. Un momento, ¿y si se trata de una broma de Angela? No, imposible. Sabe la falta que me hace alguien que me ayude con Renée, y no me daría falsas esperanzas.
Otro momento… ¿tengo esperanzas? ¿De veras voy a contratar a un tío para que cuide de Renée?
Ni de coña.
—Escuche —dice la agradable voz, y algo en la entonación hace que se me ponga la carne de gallina, pero no en plan «Matanza de Texas» y eso, sino en plan… bien. De pronto me doy cuenta de que llevaba un ratito sin hablar, en plena divagación—. Tengo el título de pedagogo y enfermero por la Universidad de Seattle. Además tengo varias referencias, una de ellas de una amiga de la doctora Webber.
Vaya. Pedagogo. Y enfermero. Lo cierto es que empiezo a tomar en serio su llamada. No estoy como para hacerle ascos a unas buenas referencias, sobre todo si una es de alguien que conoce Angela, y menos aún si el chico en cuestión tiene dos títulos tan útiles a la hora de cuidar niños.
¿Chico? Con dos carreras no lo creo. ¿Qué edad tendría? ¿Y por qué, con tanto título, no estaba ejerciendo sus otras profesiones, con las que ganaría más dinero?
Definitivamente, voy a concederle una entrevista. Hay mucho de qué hablar.
—Muy bien, señor Cullen. ¿Le va bien que nos veamos mañana? Esta tarde tengo la agenda completa.
—Perfecto, doctora Swan. Dígame hora y lugar.
En cuanto vuelvo al trabajo parece que no ha pasado nada, un compañero me hace un resumen de lo acordado en la reunión. Parece que el jefe ha pospuesto su marcha unos meses. Se ha decidido que cuando tenga fecha de despedida se votará entre todo el equipo quién será nuestro próximo director o directora. Tengo que encontrar a alguien que pueda cuidar de Renée a tiempo completo. Cada vez tengo más claro que el señor Cullen es una opción aceptable, pero lo decidiré tras la reunión con él.
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Es sábado y he quedado en un parque con Edward Cullen. Renée se ha recuperado rápidamente de su proceso febril, un virus sin nombre, como tantos otros. He preferido quedar con el señor Cullen en un lugar público, me sigue pareciendo un poco raro que un tío sea niñero. Lo sé, son prejuicios. No puedo evitar acordarme de la serie Friends y aquel capítulo tan divertido del niñero sensible, que tocaba música y hacía llorar a Joey, y sonrío. Ahora que lo pienso, también sale un niñero en Modern family.
He hablado con Angela y me ha confirmado que una amiga suya le ha recomendado encarecidamente a Supernannyman. Aún estoy mirando a mi alrededor buscando la cámara oculta, me parece una situación un tanto chistosa. En el parque hay bastante gente, también niños con niñeras. Me da pena que esas madres no puedan hacer como yo y llevar a su hija un sábado al parque, pero a lo mejor hacen otras cosas que yo no hago, y no me refiero a comprarles todos los caprichos. Aunque, a quién quiero engañar, yo también tengo muchos fines de semana liados por el trabajo, y tendré más aún si gano el puesto de directora. Es el precio de ser competitiva.
Y para eso estoy aquí. Para que mi hija tenga alguien de confianza que se encargue de ella cuando yo no puedo. Yo intento pasar tiempo de calidad con ella pero las facturas no se pagan solas, y además adoro mi trabajo, aunque me separa de ella más horas de las que me gustaría.
A pesar del frío del mes de abril en Seattle, a Renée le encanta jugar con su cubo, sus palas y la arena del parque, lo cual, cuando estoy tan agotada, agradezco muchísimo. Me permite sentarme en un banco frente a ella y acariciar a ratos su cabecita con una mano mientras con la otra leo mi kindle. En este momento estoy leyendo una novela romántica sobrenatural, muy subida de tono, y mi atención estaba al cincuenta por ciento en la escena que se desarrolla en la pantalla del libro y al cincuenta por ciento en mi hija.
De repente una silueta me tapa la luz y miro hacia arriba. Veo un hombre muy alto pero con el contraluz apenas le distingo los rasgos.
—¿Doctora Swan? —dice una voz profunda, hace que mi corazón palpite rápido.
—¿Señor Cullen?
Es él. Desde luego, no parece el niñero sensible de Friends. Más bien parece… no sé, un agente de la CIA en misión oculta, porque es un tiarrón de casi metro noventa.
—¿Me permite sentarme?
«Vaya, uno de la vieja escuela», pienso complacida. Renée ni siquiera le dirige la mirada, enfrascada en añadir un nuevo castillo a su fortaleza particular. Asiento con la mano en mi frente a modo de visera. Cuando Cullen se sienta a mi lado vuelvo a mirar alrededor como la niña del exorcista, ahora sí estoy casi segura de que hay una cámara oculta. Porque a mi lado en el banco tengo al buenorro del gimnasio. Esta vez vestido, eso sí.
Aquel pedazo de hombre me contempla en silencio durante interminables segundos, mientras yo lucho por recuperar mi capacidad para hablar. Siento que me sonrojo.
«Esto debe de ser coña».
Lo miro al fondo de los ojos que, sí, son verdes, rebuscando en ellos para descubrir si me recuerda, pero parece que no. De repente me tiende una mano, grande y de dedos largos, y mi cerebro trastornado no puede evitar fijarse en el pulgar tan largo que tiene y en aquella vieja regla sobre la longitud del pulgar y la de los atributos masculinos, constatando que por lo menos en su caso es cierto.
—Soy Edward —dice interrumpiendo el rumbo de mis pensamientos. Me sonrojo más todavía. Aquella voz vibra y cosquillea en un punto muy adentro de mi vientre. O quizá es que tengo hambre.
—Encantado. Usted ya sabe quién soy. —Le sonrío, aunque me debe de haber salido una especie de mueca tipo joker, porque se queda mirando mis labios durante dos «Mississipis». No puedo evitar que mi sonrisa se acentúe recordando The big bang theory, concretamente el capítulo donde un personaje que interpretaba Tommy Lee Jones se dedicaba a contar el tiempo del contacto físico con las féminas en «Mississipis».
Su mano es firme y cálida, y me obligo a dejar de mirar su pulgar mientras se la sacudo. La mano. Y luego se me queda mirando a los ojos largamente, en silencio.
«Habla, Bella, que pareces gilipollas».
—Y esta es Renée, mi hija —digo por cambiar el tema que ocupa mi intoxicado cerebro.
—Hola, Renée —dice con una sonrisa espectacular. Mi hija, sin embargo, es más fuerte que su madre y lo mira con desconfianza.
«Bien hecho, chica, no te fíes de los hombres guapos, solo traen problemas».
Cullen debe de estar acostumbrado a las desconfianzas infantiles, por lo que la deslumbrante sonrisa no se apaga sino que es redirigida hacia la madre de la criatura. Parpadeo y algo cosquillea y se contrae en mi interior. Agrando los ojos. Es una sensación extraña, como si una parte de mí, anestesiada, estuviera despertando. ¿De dónde ha venido eso? ¿Me ha poseído algo al más puro estilo «The host»?
—¿Quiere que hablemos aquí o en otra parte? —ofrece.
«Deja de sonreír, maldito».
—Aquí mismo. Si no le importa.
—A mí no, pero tengo que hacerle unas cuantas preguntas bastante personales, así que usted decide —dice con sencillez.
—¿Personales? —Esta vez soy yo quien lo mira con desconfianza—. ¿Usted a mí? ¿Qué tipo de preguntas personales? No voy a contarle mi vida. ¡Si ni siquiera lo he contratado todavía!
—Doctora Swan…
—Bella. Tutéame, por favor.
—De acuerdo, llámame Edward. —Asiente—. Como te iba diciendo, necesito saber en qué familia me voy a meter. Tú no contratarías a cualquiera para cuidar de lo que más amas en el mundo, pero yo tampoco voy a meterme en una familia sin saber lo que me espera. Además, necesito conocer perfectamente el entorno de los niños que cuido. ¿Te parece suficiente razón? —dice, y entonces inclina su cabeza más hacia mí, y me pierdo en aquellos ojos verdes. Otro flash de él desnudo hace que me sonroje. A este paso va a pensar que tengo problemas hormonales.
Los tengo, pero por culpa suya.
Empiezo a pensar que es mala idea. Muy mala idea. Esto parece el argumento de una mala peli «porno»: doctora caliente contrata a niñero buenorro. ¿Por Dior, qué hace este hombre cuidando bebés, cambiando pañales y limpiando mocos, cuando podía estar desfilando en Milán? Por no hablar de sus dos carreras, tengo que preguntarle por eso también cuando pueda reconectar mis neuronas.
—Sí, es suficiente razón —respondo en modo C3PO.
—Bien. Me gustaría saber quién ha cuidado hasta ahora de Renée, si convives con su padre, cuántas horas pasas fuera de casa… No sé, ese tipo de cosas. Por supuesto, aun si no acepto trabajar para ti, todo esto es secreto profesional.
—¿Si no aceptas…? —Lo miro frunciendo el ceño, un poco mosca. Muy modesto no es, el chico—. ¿Y si soy yo la que no te acepta?
—Sí, de acuerdo, lo que tú digas —dice con una condescendencia irritante este Supernannyman. Decidido, se queda el mote. ¿Pero qué se cree? De alguna manera, me irrita que un hombre que además tiene pinta de actor de cine me dé a mí, mujer y médica, lecciones de pedagogía, aunque sea pedagogo. Me doy cuenta de lo absurdo de mis sentimientos pero es así—. ¿Tienes hijos? —espeto. Venga, listo. Responde a la pregunta clave.
—No. No tengo hijos — contesta con una atractiva y enervante sonrisa de suficiencia. Como si estuviera preparado para esa pregunta—. ¿Importa eso?
—Sí, sí que importa. Porque, nos guste o no, solo cuando se ha pasado por una situación se puede uno poner de verdad en los zapatos de alguien que pasa por lo mismo. —Cruzo los brazos, creo que estoy más alterada de lo que llego a comprender. ¿Por qué me importa sentirme juzgada por un niñato?—. Estoy cansada de gente que no tiene hijos y opina sobre la crianza como si tuviera familia numerosa.
Parpadea y sus bonitos ojos se dulcifican. Me echo atrás resistiendo algo que desde él tira de mí.
—No te estoy juzgando, por lo menos no lo duro que lo haces contigo misma. Solo quiero hacerme una idea del entorno de Renée. —Respira hondo y me mira unos instantes en silencio antes de empezar a hablar de nuevo—. Siempre me ha gustado tratar con niños, ayudarles en su crecimiento. Estudié pedagogía mientras trabajaba en la UCI pediátrica del hospital Universitario. Mi corazón estaba dividido entre las dos vocaciones. —Se queda en silencio con la mirada perdida.
—¿Y qué pasó? —no resisto la tentación de preguntar al ver que él no prosigue.
—Me estaba quemando, el trabajo era muy duro y además hacía guardias como paramédico. Síndrome del burnout, ya lo conoces —dice sin mirarme—. Los médicos lo tenéis, los enfermeros también. Me afectaba demasiado lo que veía a diario, me sentía culpable por no darlo todo el cien por cien cuando en realidad lo que daba era más que eso. —Tuerce la boca—. Salí de allí antes de quemarme del todo. He visto a compañeros pasar por eso, y cuesta mucho reparar el daño.
—¿No habría bastado con dejar tu segunda carrera?
Suspira y me mira. Esta vez no sonríe, pero en sus ojos verdes hay calma.
—Uno tiene que decidir lo que lo hace sentir feliz, y yo aún no lo he hecho.
—¿Y el dinero?
—El dinero no es importante, lo importante es sentirte bien con lo que haces —dice muy serio. De pronto vuelve a sonreír. Sus cambios de humor me confunden—. Claro que el dinero es importante, no soy un libro barato de autoayuda. La verdad es que... era irresponsable seguir trabajando en las condiciones en que estaba, Bella. —Es la primera vez que dice mi nombre y noto una dulzura extraña invadiéndome—. Volveré en cuanto me encuentre preparado. Mientras tanto, disfruto de mi otra vocación, y no creas que no me gano bien la vida con esto.
—¿Cuánto cobras? —Cuando me dice la cifra se me abre la boca. Me costará más que la guardería de Renée, y es de las mejores de la ciudad. Frunzo el ceño—. Debes de ser muy bueno.
Me mira fijamente a los ojos de una forma que hace que me sienta transparente, y cuento dentro de mí tres «Mississipis» hasta que por fin habla:
—Uno de los mejores —dice sin inmutarse. Arqueo las cejas, modesto no es, y sabe venderse. Tiene algo que incita a la confianza—. Escucha, Bella. Esta ciudad no es barata, y tengo todos los puntos que hacen que un niñero suba de precio: certificado de reanimación cardiopulmonar, título de atención temprana, buenas referencias y además sé cocinar estupendamente.
Aprieto un momento los párpados para poner los ojos en blanco bien a gusto. Me molesta su superioridad, pero es cierto: tiene buenas referencias, que ampliaré mejor con mis investigaciones y solicitándole toda la documentación pertinente. No me va a costar más que la guardería de Renée, aunque al perder la plaza será complicado volver a ella. Lo pienso un momento. Renée irá al colegio en un par de años. Tampoco es que vaya a perder plaza en la universidad.
—¿Estarías dispuesto a firmar un contrato de dos años? Si saco a Renée de la guardería no creo que vuelva a encontrar una tan buena, y si eres tan genial dudo que encuentre a alguien como tú —digo con un tonillo de sarcasmo. Veo que él aprieta los labios para no sonreír y asiente—. ¿Y si te pones enfermo, quién cuidará de mi hija?
—Si se diera la mala suerte, mi hermana Alice también es niñera. Puedo presentártela. Sería mala suerte enfermar los dos.
—Bien, Edward —me gusta decir su nombre, aunque sea anticuado, como si estuviéramos en una serie de esas tipo «Los Tudor»—, ahora demuéstrame cómo te ganas a mi hija —digo entornando los párpados. Esta es la prueba de fuego.
Él asiente con seriedad como si le hubiera encargado algo muy delicado, y sin más baja al suelo y se coloca al lado de mi pequeña, cerca de ella pero no lo suficiente como para estorbar sus movimientos. Renée está haciendo una verdadera fortaleza de pequeños castillos de arena. Edward observa lo que hace, sentado en modo indio con las piernas cruzadas y los antebrazos apoyados en los muslos. No le habla, no intenta acercarse a ella, no la toca. Solo observa y sonríe. Veo en sus ojos respeto y aprecio por Renée no por ser mi hija, sino por ser lo que es, una niña. Lo imagino luchando por salvar la vida de niños pequeños. Nunca he estado en una UCI pediátrica, pero sí he rotado por una de adultos cuando era interna, e imagino lo duro que debe de ser.
Al cabo de un buen rato, Renée lo mira.
—Toma —le pasa una pala—. Para ti. —Le señala uno de los moldes de plástico y le sonríe. Mi hija nunca sonríe a un extraño. Creo que Edward la ha conquistado con su paciencia y su respeto.
Y así, sin más, Edward alias supernannyman, alias buenorro del gimnasio, y mi hija empiezan a hacer castillos de arena en este parque de Seattle, donde nos quedamos hasta que el sol baja y el frío invade el aire de la ciudad. Desde el banco los observo y siento algo extraño en el estómago al ver cómo juegan juntos. Aviso por última vez a mi hija de que quedan cinco minutos para irnos (la suelo avisar unas tres veces) y cuando me levanto él también lo hace. Madre mía, es altísimo, me pasa una cabeza. En mi mente alocada vuelve a aparecer la imagen de él en el vestuario del gimnasio y noto que se me calientan las mejillas. Para esconder mi rubor me agacho a recoger los bártulos de mi pequeña arquitecta y él hace lo mismo. Mi hija colabora, porque se lo he enseñado así.
Ya incorporados, nos quedamos mirando en silencio. Sus ojos verdes me observan a la expectativa, y recuerdo que tengo que cumplir mi parte del trato.
—El padre de Renée y yo nos separamos al año de nacer ella. Vamos, cariño —le digo a mi hija, que me da la mano. Me cuelgo el bolso del hombro y él lleva la bolsa con los moldes, la pala y el rastrillo. Vuelvo a mirar a Edward un momento y empezamos a caminar—. Él es médico, como yo, pero es cirujano. —«Se fue con otra porque según él desde que tuve a Renée ya no había intimidad entre nosotros»—. Se mudó a otra ciudad por un cargo mejor en otro hospital, la niña lo ve dos fines de semana al mes, algunos días por Navidad y un par de semanas en verano. Su padre viene aquí, y se queda en un hotel.
—Entonces la estás criando sola.
Me encojo de hombros.
—Sola no. Tengo dos amigas que me ayudan.
Él hace una mueca pero no dice nada.
—Suelo salir de casa a las siete y media de la mañana y llegar a las seis de la tarde. ¿Podrás hacer ese horario? También trabajo algunos fines de semana, sábado o domingo. Quizá debas quedarte a dormir algún día —digo, notando que me sonrojo. Bienvenida, inocencia perdida. Me he sonrojado más en las últimas horas que en muchos meses.
—Por supuesto que podré, para eso me pagas —dice sin cambiar el gesto.
—¿No trabajas en nada más? Imagino que antes llevabas un tren de vida más caro, con dos trabajos.
Esta vez es él quien se encoge de hombros.
—No soy de gastar mucho. Tengo ahorros. Lo cierto es que no salgo demasiado, soy bastante hogareño. Eso sí, intento ir al gimnasio tres veces por semana. Creo que nos conocimos allí, ¿no?
Mis mejillas son como una bombilla y me atraganto con mi saliva.
—¿Qué?
—No pasa nada, Bella. Cualquiera se puede equivocar de puerta —dice tan tranquilo, pero veo que está conteniendo una sonrisa.
—Pensaba que… pensaba…
—¿Que no te recordaría? —lo dice como si fuera imposible y no sé cómo sentirme aparte de abochornada.
—No… no sé.
—Escucha —se detiene y se planta frente a mí—, no hay ningún problema por mi parte. ¿Y por la tuya?
—Ninguno.
—Bien. —Asiente—. Prepara el contrato y avísame. Puedo empezar a trabajar en seguida.
—De acuerdo. —Rebusco un momento en mi bolso y le tiendo un pliego de papeles. Me mira arqueando las cejas—. No me gusta perder tiempo.
Sonríe elevando una comisura de esos labios tan… «no, Bella, ¡es el niñero de tu hija!» y toma los papeles de mi mano. No puedo evitar fijarme otra vez en su pulgar. «Mierda, llevo demasiado tiempo sin salir con hombres».
Esto va a ser un problema. Quizá debería aceptar una de esas citas a ciegas que me proponen mis amigas.
Me despido de supernannyman, el nombre le viene que ni pintado porque además está bueno como el hombre de acero; mi pequeña insiste en darle la mano como yo y me muerdo el labio. Renée ha tomado su decisión también y no hace falta un contrato firmado, ella con un apretón de manos tiene suficiente.
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Espero que os haya gustado al menos un poquito. Dejadme opinión, y así lo sabré :).
No sé cuándo podré corregir el siguiente, pero como tengo bastante trabajo puede que tarde dos semanas, no más.
Besotes
Doc
