Lo que más me gustaba de aquellos partidos en Seirin era Kuroko.
Aún recuerdo sus pases y su expresión atenta, vacía, carente de expresiones.
De persona tenía poco:
No recuerdo haberlo visto reír abiertamente. No recuerdo haberlo visto comer más que un par de bocados. Siempre estaba callado, observando atentamente o leyendo, pasaba las páginas con un delicado susurro, sin que su expresión cambiara una sola vez.
Su presencia era una silenciosa sombra con olor a vainilla.
Me acostumbre a Kuroko, me acostumbre a estar siempre juntos, al mismo pelo azul, a la misma sonrisa diminuta y, así, me parece hoy, tantos años después, un poco triste.
Al terminar la escuela en Japón, regresé a América. Y en América recibí la noticia de su muerte.
Años más tarde, regresé a Japón, a mi viejo apartamento, y en un armario donde se amontonaba el pasado, encontré algunos de sus libros. Ese día me permití recrear mentalmente esa sonrisa tan característica, esa que siempre me pareció que iniciaba en mis labios y recorría toda la habitación hasta alcanzar su boca. Abrí con reverencia el libro y comencé a hojearlo. El pasar de las hojas creó un murmullo que me obligo a recordarlo todo. A Seirin, a los partidos, a todos, y sí, también recordé a un cachorro con ojos familiares.
Hoy a mis cincuenta y tres años ha llegado, al fin, el momento de partir también, de abandonar aquel armario con un par de libros que a estas alturas sé de memoria. Esos dos libros que al largo de mi vida me permitieron aferrarme con gran obstinación a los recuerdos que un día compartí con Kuroko Tetsuya.
