Prólogo
Lo único que podía escuchar era su respiración agitada. El sabor metálico de la sangre le inundaba la boca. Tenía los ojos tan hinchados que apenas podía ver otra cosa que no fueran figuras borrosas y difusas. Unos cuantos puntos negros bailaban en su limitado campo de visión. Sentía que no pertenecía a su propio cuerpo, a pesar de que el dolor lacerante de sus extremidades le impedía pensar en otra cosa que no fuera lo que acababa de ocurrir, sin terminar de entenderlo, de asimilarlo. Jadeó cuando escuchó unos pasos acercarse con tranquilidad. Sonaban contra el suelo de madera, haciendo eco, provocando que todo pareciera aún más irreal. Una sombra se detuvo frente a él, una sombra que ocupaba todo su campo de visión y que poco a poco fue tomando forma y color. Reconoció inmediatamente los rasgos angulosos y casi perfectos. Se agitó inconscientemente ante la repentina oleada de ira y temor que le recorrió el cuerpo, acentuando el dolor, que parecía adherirse a su piel, a sus músculos y a sus mismos huesos. No fue capaz de reaccionar de ninguna forma.
—¿Crees que soy sádico? —la voz, suave, profunda y aterciopelada sonaba casi dolorida. El pelinegro pasó saliva, enfocando sus orbes color plomo lo más que pudo. No respondió— ¿Sabes qué? —la ropa emitió un suave crujido cuando el dueño de la voz se inclinó, pasando su pañuelo blanco por la cara ensangrentada de su víctima que sintió el tenue aroma a almidón llenar sus fosas nasales. La pieza de algodón tenía bordadas las iniciales E.S—. Apuesto a que podría freír tocino sobre tu frente en este momento —hizo una pequeña pausa—. Quisiera creer que estás consciente aún ahora… De que no hay nada de sádico en mis actos… —limpió un hilillo de sangre que salía de la comisura de los labios hinchados y amoratados—. Bueno… quizá en lo que les hice a tus amigos sí… Pero no a ti… —se irguió, suspirando con pesadez. Guardó su pañuelo en el bolsillo frontal de su saco hecho a medida.
Un quejido casi agonizante escapó de la boca de su víctima cuando divisó con dificultad el brillo plateado del cañón de una pistola. Su corazón latió velozmente.
—En estos momentos te estoy mostrando mi lado más masoquista… —con movimientos pausados, cargó el arma, apuntándola hacia su ahora indefensa presa. Entrecerró sus ojos azules que, a pesar de parecer expresivos, no daban a conocer ninguna emoción en concreto.
—Erwin…—jadeó, apretando los dientes—. Me lo… prometiste…
El rubio tiró del gatillo.
