DISCLAIMER: Los personajes no me pertenecen, este Fanfic nace de la necesidad por continuar desde mi punto de vista con la maravilla creada por Kyoko Mizuki. La historia es enteramente mía.

¡Que lo disfruten!


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CAPÍTULO I

Las rosas de Lakewood

Corría el otoño de 1919, Chicago comenzaba a recuperar de a poco la normalidad de sus calles después de haber pasado por una de sus peores épocas apenas un par de meses antes.

El llamado Verano Rojo, había envuelto a los habitantes en una ola de disturbios raciales ocasionados en gran medida por la mella que hubiese dejado la Gran Guerra. El conflicto, hubo encontrado su punto máximo de tensión por ahí de julio. La inmigración descontrolada había comenzado a incitar revueltas a lo largo y ancho de la ciudad, motivadas principalmente por la falta de vivienda, de oportunidades laborales y por la defensa despiadada de lo que algunos consideraban como propio.

Con la ciudad hecha un caos, Candy se hubo forzada a dobletear turnos en el hospital al que estaba adjunta. Durante cinco largos días, los pasillos de urgencias se llenaron de heridos, algunos tan graves que tan sólo encontraron en aquellas pulcras murallas del Santa Juana la última morada. Candy, con la paciencia y arrojo que aprendiese desde sus días en la escuela Mary Jane; atendió con eficiencia, afectuosidad y sin miramientos a cada paciente que pasó por sus manos.

Albert, al saberla en peligro constante, no descansó hasta convencerla de pasar unos días en su compañía una vez hubiese pasado el estado de emergencia. Dentro de sus planes, no sólo se encontraba volver a sentirse confortado en la compañía de la niña/mujer a la que tanto debía sino, además existía el deseo particular de reencontrarla con los demonios de los que sabía; la rubia había estado huyendo durante tantos años. Fue así, que una vez que la chica aceptó de buena gana dejar al menos por unos días la ajetreada ciudad de Chicago, que él hubo planeado con extrema cautela su encuentro en Lakewood, desde donde una vez juntos provocaría un nuevo viaje sin pie a réplicas por parte de ella.

Con el corazón henchido de emoción por la reunión con el mejor amigo que pudiese haber encontrado, Candy tomó al fin el tren que la llevaría hasta el lugar en el que alguna vez creyó haber sido feliz.

Querida, Candy:

Las noticias de los últimos meses han sido poco alentadoras, si bien al fin la Gran Guerra ha visto su ocaso, nuestros pueblos aún no han recobrado la paz anhelada.

Candy, no hay un solo día en que no lea los diarios con el alma en un hilo al saberte en constante riesgo, pero entiendo que es tu deber y vocación, sólo te pido que seas prudente y que aceptes venir a verme en cuanto las cosas se tranquilicen un poco.

Rezo todos los días por ti, mi querida niña.

Poupée, George y yo te esperamos con ansías.

Besos, W. Albert Ardley.

Candy releyó la carta antes de guardarla en el bolsillo de su saco de lana, complemento necesario dados los constantes vientos del norte que comenzaban a hacer de las suyas desnudando a su paso, las copas de los árboles. A través de la ventanilla, Candy recordó las rosas de Anthony marchitándose. La imagen del muchacho apareció de inmediato acompañando los miles de pétalos que, al cerrar los párpados veía desfilar junto al rostro pueril de su primer amor. Con 21 años, el recuerdo del jovencito era ahora, tan sólo un momento atesorado en algún rincón de su infancia.

Luego de un par de horas, el rostro siempre afable de Albert la recibió con la calidez que Candy sentía había abandonado su cuerpo mucho tiempo atrás.

Los fuertes brazos del apuesto hombre la rodearon en cuanto ella puso un pie fuera del vagón.

—¡Albert! —chilló encajando el rostro calado en la cazadora de piel de él.

—Candice White Ardley, ¡mírate!, estás hecha una preciosidad.

Las pecas de Candy se vieron de pronto cubiertas por un ligero tono rosado acompañando la vergüenza que sentía al saberse ya una mujer.

Con galantería, Albert le depositó un tierno beso en la mejilla al tiempo que libraba la mano derecha de Candy de la pequeña maleta que la chica llevaba por equipaje.

—¿Has venido solo?

—¿Eh? Sí, sí. George está tratando unos asuntos en Nueva York y ya sabes que detesto el no poder moverme con libertad.

"Nueva York", pensó Candy con aire lúgubre mientras permanecía en silencio el resto del camino.

Muchos años habían pasado desde su caminata bajo la nevada que más que helarle el cuerpo, le helase la vida por completo.

Albert sabía mejor que nadie que las heridas de su Candy seguían sin sanar del todo, y que la rubia se había empeñado en resanarlas con trabajo en exceso y falsas sonrisas.

—¿Candy? ¿Pasa algo?

La rubia no contestó, en ese momento el automóvil de Albert ingresaba por el portal de las rosas que, aunque le recibió carente de sus características rosaledas, también le transmitió ese sentimiento de estar en casa, tal y como sentía cada que veía colina abajo la torre desvencijada del Hogar de Pony.

Una sonrisa nuevamente cubrió por completo el rostro de la chica. Albert no pudo más que admirarla de reojo, sorprendiéndose de la capacidad de su pequeña para sobrellevar los momentos tristes de su existencia, siempre con la mejor de las actitudes.

—Apuesto a que el jardín se sigue viendo precioso en primavera y aún un poco en verano, ¿cierto, Albert?

—No tengas duda de ello, las Dulce Candy no han dejado de florecer cada mayo.

El corazón de Candy latió con fuerza con el nombrar de aquella especie de rosas que Anthony hubiese creado para ella. Dulces recuerdos de un amor que, si bien le enseñó la fragilidad de la vida, también le mostró que la calidez de las personas no se rige nunca por la posición social.

—Sabes Albert —susurró ella interrumpiendo sus propios pensamientos—. Anthony una vez estuvo algo celoso de ti.

—¿De mí? —inquirió algo asombrado el alto hombre mientras abría la portezuela del copiloto.

—Yo le había contado acerca del Príncipe de la Colina y de su extraordinario parecido, desconociendo en ese entonces que se trataba de familia. Anthony pensó entonces, que estaba cerca de él porque me recordaba a ti.

—Nada menos cierto.

Candy se limitó a asentir levemente mientras se colgaba del brazo de Albert para entrar juntos a la enorme casona de verano de los Ardley.

•••

—¡De ninguna manera, tío abuelo!

—¡Oh, con que ahora he vuelto a ser el tío abuelo William! —reparó Albert entre carcajadas—. Con mayor razón señorita White Ardley es que debe obedecer mis órdenes sin objetar.

Candy se cruzó de brazos dejando ver un mohín en sus rosados labios, tal y como lo hacía de niña al saberse castigada injustificadamente por la hermana María.

—Tengo 21 años, le recuerdo señor Ardley que ya no posee ninguna jurisdicción sobre mi persona —rezongó dando la espalda de modo que él no pudiese observar la turbación que le recorría el cuerpo.

—Candy, ¡vamos! No seas testaruda, es sólo un viaje que debo realizar para apoyar a George en una negociación que requiere de mi presencia.

La sola idea de pisar Nueva York le ponía los pelos de punta. Durante años los tabloides habían sido implacables con su magullado corazón. Casi como una ridícula broma del destino, cada mañana los puestos de revistas le ofrecían incontables noticias acerca del actor más afamado de Broadway y su admirable relación sentimental con la señorita Susanna Marlow.

En vano Candy había intentado sosegar su alma desde la pérdida del amor de su vida.

El recuerdo de las fuertes y suaves manos de Terry sobre su talle eran sólo eso, un recuerdo y nada más. Ella se había convencido así misma de que la decisión de dejarle el camino libre a Susanna algún día le devolvería el favor haciéndole olvidar a Terrence pero, aunque los años habían pasado, aunque incluso una guerra había visto su fin, el amor que ella albergaba en lo más profundo de su ser seguía intacto como si la imagen del muchacho llorando sobre la proa de un barco jamás se hubiese desvanecido en la bruma.

"Yo siempre estaré contigo, Candy", habían sido las dulces palabras que Albert hubiese pronunciado para poner fin a la renuencia de Candy a viajar.

Y era cierto, Albert se había jurado desde la primera vez que le salvó, que velaría por ella tal y como lo hubiese hecho por su difunta hermana y sobrino. Creía que Candy había sufrido lo suficiente, pareciéndole necesariamente justo el que la vida comenzase a sonreírle a quien tanta alegría le regalaba a los demás.

Albert sabía bien que el miedo de Candy tenía fundamentos en el joven rebelde que él mismo conociese tantos años atrás, y consciente de esto, preparó el terreno con anterioridad para estar completamente seguro de que no estaba exponiendo a su adorada niña.

La correspondencia entre él y Terry se convirtió en una constante hasta poco antes de la llegada de Candy, en aquellas cartas que comenzaron tras una agradable coincidencia de ambos en California se vieron incrementadas luego de una confesión por parte del ex estudiante del San Pablo.

Mi muy querido amigo, Albert.

El desasosiego que permeaba por completo mi ser ha encontrado un pequeño haz de esperanza en las letras que prodigas con absoluta compasión de mi alma en desgracia.

Sé bien de mi falta para con lo que más amas que sin temor a confesar debo decir, también es el motivo de mi subsistir aun en esta gran penumbra.

Gracias por las noticias que me regalas, en la distancia puedo sentir a través de tus cartas que es ella misma quien me cuenta sus loables peripecias propias de su labor. El sentimiento de orgullo que me embarga al saberla tan fuerte y tan bella en ocasiones me hace sentir indigno del comportamiento que durante un tiempo mostré al perderla.

Oh, Albert si tan sólo ella pudiese saber que mi corazón jamás ha dejado de pertenecerle. Si bien, traté con todas mis fuerzas el corresponder el amor de Susanna, tú mejor que nadie sabe que he fracasado en dicha empresa. Las cosas han venido de mal en peor, la pobre mujer se ha sumido en una profunda depresión que ha desatado la serie de eventos que estoy por confiarte.

Susanna y yo hemos dado por terminada nuestra fracturada y tormentosa relación, la decisión ha venido de ella más que de mí. Después de tantos años, ha comprendido que el amor que le profeso no es más que una encomiable gratitud que de a poco se ha ido convirtiendo en cuidados fraternalistas, y no en la ardorosa pasión que toda mujer en la plenitud de su juventud añora.

Su decisión me ha tomado por sorpresa, pero sé que es lo mejor para ambos. Se merece un hombre que vea en ella algo más que una promesa al honor.

Albert, no te cuento esto con la ilusión de verme algún día vivificado en los brazos de Candy, te lo digo porque desde hoy me he prometido hacer valer lo que ella me hizo prometerle, que sería feliz.

Por favor, ayúdame a cumplir con esto, continuando con la protección de Candy y sabiendo que existe alguien que le ama tan intensamente que es capaz de verle a lo lejos, viviendo feliz si sabe que ella también lo es.

Con cariño, tu amigo, Terry.

Aquella carta le había dado la idea a Albert de provocar un encuentro "casual" entre ellos. Dos jóvenes testarudos que creía sólo necesitaban un pequeño empujón de la vida, para volver a dar rienda a la maquinaria amorosa que el destino cruelmente les había descompuesto.

Un leve toquido a la puerta cincelada del Hotel Chelsea en Manhattan, hizo dar un respingo a la rubia que afanosa, iba por su tercer intento de peinado.

—¿Se puede, señorita?

Albert observaba a Candy desde el umbral con la vista divertida en la enredadera de lazos de colores que adornaban la mesita del tocador.

—Pasa, pasa, perdón por no estar lista, pero es que el clima de esta ciudad no le hace ningún bien a mi horrible cabellera.

—Tonterías —dijo él introduciéndose en la habitación de vivos tonos rojizos—. Creo que… así está perfecto.

Al tiempo que decía aquello, los dedos de Albert terminaron por atar un fino listón de seda en color verde sobre los rulos que Candy había ensortijado alrededor de su nuca con la ayuda de algunas horquillas.

—Gracias.

Desde su llegada al hotel, el aire bohemio que cargaba el lugar le había hecho a Candy reproducir en incontables ocasiones el rostro de Terrence. Las decoraciones algo eclécticas, modernas, y con una gran mezcla de estilos eran por ese entonces las predilectas de la comunidad artística de Nueva York. Candy tuvo que hacerse ver, que el encontrarse con él en un hotel era poco o nada probable dado que suponía; Terry residía en un lujoso loft del centro muy probablemente en compañía de su novia, Susanna.

Con todo y ese entendimiento, ella había decidido no salir de su habitación por el tiempo que restase la visita obligada de Albert, pero los ojos celestes y suplicantes de este terminaron por traer abajo su insistencia a recluirse voluntariamente, aceptando entonces la invitación a la cena baile que se ofrecería esa noche en el salón principal del Chelsea.

—Has escogido un color muy bello para mi cabello, Albert, pero temo decirte que no he traído ningún vestido que le haga juego así es que, si no te molesta llevarme como caja fuerte frente a tus amigos, he de combinarme con un esplendoroso salmón.

—Si bien el color salmón no me desagrada por completo, he dejado una pequeña sorpresa para ti en la habitación contigua. No tardes, te espero en el lobby.

Como aquella vez que sus ojos repararon emocionados en los hermosos vestidos brocados colocados cuidadosamente en su habitación de Lakewood al ser adoptada, con la misma gratitud, Candy pasó sus manos por la delicada tela del vestido de noche que descansaba en una de las sillas del recibidor.

Sintiéndose más hermosa que nunca, Candy bajó las escaleras con el corazón galopante, se encontraba sumamente nerviosa como si algo muy dentro de ella le gritase que esa noche sería inolvidable.


Buenas noches, estoy sumamente feliz, emocionada y todas las sensaciones hermosas que se puedan imaginar de debutar oficialmente en este fandom que tanto amo.

Debo decir que, no es la idea original con la que pensaba hacerlo, y que en un principio esto era un OS, las letras como casi siempre me pasa, me secuestraron obligándome a hacer tres entregas. Aquí les dejo la primera, ansiosa por conocer sus reacciones.

Espero que este sea el comienzo de una larga carrera como ficker de este fandom tan bello y tan cargado de emociones.

Con cariño, su amiga Andrea Tsukino.