- ¿Qué haces? –te pregunta una voz a tu espalda.
- Dibujo –respondes, sonriendo.
Las dos coletas que recogen tu pelo te golpean en la mejilla al girarte para mirar a tu interlocutor, y no puedes evitar reírte. El niño que te ha hablado también suelta una ligera carcajada.
- ¿Puedo verlo? –te pregunta, con las mejillas sonrojadas. Lo has visto varias veces en el colegio, sabes que es atlético y activo, así que seguro que estaba jugando o entrenando con alguno de sus amigos y por eso viene algo acalorado.
- Es que aún no está acabado –reniegas. Te da mucha vergüenza que alguien mire tus dibujos.
- Vamos… Te he visto alguna vez dibujando, sé que lo haces muy bien –añade él. Tú te sonrojas levemente. ¿Te había mirado?
Finalmente accedes a dejarle ver tu dibujo. Él coge la hoja y se queda mirándolo durante un buen rato. ¿Qué mira tanto? Tú, mientras, le miras a él. Lo conoces, sabes quién es, va a tu clase en la escuela, le has visto alguna vez por el distrito. Pese a tener sólo 7 años, no puedes evitar sentirte algo nerviosa. Lo cierto es que le habías mirado más que algunas veces. Te quedas absorta en tus pensamientos, viendo sus ojos azules, su pelo rubio que le cae algo rizado por encima de las orejas, y no te das cuentas de que te está hablando.
- ¿Estás bien? –vuelve a preguntar el niño.
- Sí, claro… claro, ¿Por qué no iba a estarlo? –respondes con voz nerviosa. ¡Pero serás estúpida! Te reprochas–. ¿Decías? –preguntas finalmente, intentando recuperar la dignidad lo mejor que puedes.
- ¿Qué si podrías enseñarme? –dice él, algo extrañado por tu reacción.
- ¿A qué? –preguntas descolocada. Aún no has aterrizado del todo en la conversación.
- A dibujar –añade, levantando el dibujo que estabas haciendo, recordándote que lo tenía él y por qué había ido a hablar contigo.
- ¡Ah! El dibujo… ¿quieres que te enseñe a dibujar? ¡Claro, claro! –Respondes, volviendo por fin a la tierra–. Aunque bueno, nunca he enseñado a alguien…
- Tranquila, seguro que se te dará bien –dice él, sonriéndote de esa forma tan encantadora que sólo él puede conseguir. Luego se disculpa, diciendo que ha de volver con sus padres y se despide de ti con un fugaz beso en la mejilla.
Y tú te quedas ahí, con una mano en la mejilla y cara soñadora, mientras lo ves alejarse con tu dibujo en la mano.
Al despertarte sonríes sin ser consciente de ello. Es raro que sueñes con ese día de hace ya años precisamente hoy. La sonrisa te desaparece. Precisamente hoy.
Te sientas en la cama con los pies en el suelo de madera y lanzas una maldición, otra maldita astilla se te ha clavado en el dedo del pie. La quitas con cuidado y te pones los calcetines rápidamente. Luego te levantas y cambias tu pijama por un sencillo conjunto de ropa cómoda y ligera. Bajas las escaleras y allí está tu hermano, como siempre, el primero en levantarse ese día. Dudas que haya dormido.
- Buenos días –saludas, llamando su atención. El chico se da la vuelta y te responde con una sonrisa en su cara soñolienta. Te fijas en sus ojos verdes, ojerosos y brillantes. Tú le lanzas otra sonrisa, intentando que sea de alivio.
- ¿Vas a salir?
- Sí, tengo que ir al Quemador –dices. El Quemador es el mercado negro del Distrito, ubicado en un antiguo almacén de carbón en desuso.
- Espera, voy contigo.
Coges la mochila que habías preparado la noche anterior y salís de casa, dejando una nota en la mesa para cuando se despierte vuestro padre. Por un día en el que puede descansar de las minas, mejor dejarle dormir.
Tu hermano Jake y tú vivís con vuestro padre en la Veta del Distrito 12 de Panem, el distrito que se caracteriza por sus minas de carbón, por eso, todos los que consiguen un trabajo en esas minas, pueden dar gracias, ya que realmente es la única forma legal de ganar dinero. Pero Jake aún tiene 17 años y tú 16, por lo que aún no podéis empezar a trabajar; por eso vais al Quemador a intentar vender los huevos que sacan las cuatro gallinas que tenéis y las verduras que conseguís de vuestro pequeño huerto en la parte de atrás de la casa.
Hoy es el día de la Cosecha por lo que el distrito se ve casi desierto. Los mineros no han de trabajar hoy y los niños libráis en la escuela, por lo que realmente nadie sale a la calle a no ser que sea realmente necesario. Además de que nadie quiere salir hasta que sea la hora de hacerlo.
La Cosecha es el día en que se eligen los dos tributos que representaran al distrito 12 en los Juegos del Hambre de cada año. Éstos se supone que son motivo de celebración y regocijo, como una fiesta o un entretenimiento.
Seguro que en el Capitolio deben vivirlo como una fiesta. Pero aquí, donde tributo es sinónimo de cadáver, los jóvenes dais gracias si no sois elegidos y dais el pésame a la familia de los que sí lo han sido.
- ¿Cómo estás, Jake? –le preguntas a tu hermano, antes de entrar en el Quemador.
- Bien, ¿por qué no iba a estarlo? –pregunta él, dándose cuenta de tu tono de voz.
- Tu nombre está cerca de 40 veces en la urna –sollozas, no quieres que su nombre sea el elegido.
- Vamos, tranquila… Hay muchos más chicos en el Distrito –Jake te abraza y tú notas como los ojos empiezan a llenársete de lágrimas.
- Pero tampoco quiero eso, ¡no quiero que nadie sea tributo! –Dices, exasperada– ¡¿Por qué han de elegir a alguien?!
- Eh, venga, basta ya, que vas a llamar demasiado la atención –te advierte Jake. Tú sacudes la cabeza y miras hacia los lados. Es cierto, mejor no llamar la atención de los agentes de la paz, la representación de la ley en ese lugar, aunque los del Distrito 12 os permitan tener un mercado negro…
Llegáis al almacén, un edificio de metal oscuro y oxidado que parece que vaya a caerse a pedazos. Disimuladamente, cómo habéis hecho siempre, rodeáis el edificio y entráis por la puerta de atrás, saludando ligeramente al agente de la entrada, un chico pelirrojo y de ojos animados vestido con su característico uniforme blanco. Ciertamente tendrían que prohibir el mercado, pero hacen la vista gorda ya que consiguen bastantes cosas que no podrían comprar de la forma legal, como bebida o chicas, en el caso de agente en jefe, un hombre que pese a que permite que tengas el huerto en casa, te da mucho asco.
- Buenas chicos –sonríe Sae la Grasienta cuando os sentáis en los taburetes que ocupan su parada en el Quemador–. ¿Lo mismo de siempre?
- Claro –responde Jake, y Sae os saca dos platos de una suculenta sopa de carne que, pese a no ser realmente un manjar, es muy agradable.
- Sae, te hemos traído un regalito –sonríes, quitándote la mochila, sacando un bolsa de tela y pasándosela por encima de la barra.
- Vaya, huevos frescos y lechugas –comenta la mujer, con una ancha sonrisa en su alargada y huesuda cara–. Y patatas –su voz denota sorpresa– eso no se ve todos los días.
- Sí, ya han empezado a salir –respondes, sonriente. Sae la Grasienta te cambia tu bolsa por una pequeña en la que resuenan unas monedas. Ves como Jake ya ha acabado su plato y tú apuras tu sopa–. ¿Qué te debemos? –preguntas, abriendo la bolsa que acaba de darte.
- Oh vamos, ya me has pagado con esas patatas –ríe la mujer, haciendo un aspaviento con la mano, restándole importancia.
- ¿Seguro? Última oportunidad –le adviertes.
- Vamos, largaos ya –responde la mujer, agrandando su sonrisa.
- Venga, si no quiere que le paguemos, no le haremos un feo, ¿verdad? –añade Jake, levantándose de su taburete y tirando de ti.
- ¡Muchas gracias, no vemos! –te despides.
- Volved cuando queráis. ¡Y mucha suerte!
Los dos os quedáis callados. Claro… Que la suerte esté de vuestro lado… Maldita frase. Vais a un par de tiendas más y vendes unos vestidos de tu madre que sabes que no vas a ponerte. Tu madre murió hace ya dos años y aún sigues encontrando cosas suyas por casa. Sabes que tu padre a veces las esconde, porque se siente culpable de venderlas. Pero tú prefieres no tener nada ahí, no vale la pena. Quieres recordarla, por supuesto, pero no con su ropa o sus cosas, sino por los buenos momentos.
- ¡Ei, hola Gale! –dice tu hermano de repente mientras tú estás hablando con la mujer de las telas.
¡Gale Hawthorne! Tu espalda se pone algo tensa y balbuceas hablando con la tendera mientras te sonrojas inevitablemente.
- ¡Hola Jake, ¿qué tal?! –dice él, con esa voz tan segura.
Miras de reojo y le ves: tan fuerte, tan alto, tan guapo… Y no va solo, menuda sorpresa. Aunque bueno, a ti no te gusta ni nada de eso, ¡qué bah! Vale, está muy bueno, es verdad… pero ya está ¿no?
- Eh, hola Katniss –saludas a la amiga de Gale, la chica que siempre va con él.
- Es Catnip –corrige Gale, entrando en vuestra conversación. Tú le ríes la gracia de forma algo nerviosa mientras ella le golpea en el hombro, recriminándole.
- No le hagas caso –comenta Katniss, lanzando una última mirada asesina. Gale le responde con otra divertida–. Hola, ¿qué tal todo? –responde, finalmente, mirándote sonriente. Piel oscura, ojos verdes, pelo castaño tranzado… Ella sí tiene ese aspecto de la Veta.
- Pues bien, aquí intentando vender un poco de todo –respondes. La conoces de clase, a veces has hablado con ella y lo cierto es que la chica no te cae mal, es simpática cuando quiere. Aunque un poco rara, todo sea dicho–. ¿Y tú?
- Más de lo mismo –responde, encogiéndose de hombros y enseñándote las piezas de caza que lleva en la mochila. Otra vez han salido a cazar, algún día se van a buscar un problema escapándose así.
- Vaya, pues que os vaya muy bien ¿no? –comentas, sin saber realmente qué decir.
- ¿Nos vamos? –te dice Jake, salvándote de la incómoda situación en que te había encontrado por un momento con Katniss.
- Adiós –te despides.
- Nos vemos –te despide Katniss.
- ¡Y suerte! –añade Gale.
- Suerte –dice Jake.
Salís del Quemador y volvéis a las calles del distrito, ahora parece que ya empieza a haber más gente por las calles, acercándose a la plaza central, delante del Edificio de Justicia, el enorme edificio que gobierna el Distrito 12 con ese emblema de Panem en el centro.
- Oye, ves tirando. Quiero ir antes a un sitio –comentas a Jake, desviándote del camino.
- Vas a vender los huevos que has dejado apartados expresamente, ¿no? –comenta Jake, con voz pícara.
- ¡Cállate! –respondes, sonrojada.
- Venga, ves a ver tu panadero… –ríe el chico.
Tú niegas con la cabeza, poniendo los ojos en blanco y andas dándole la espalda a Jake. Sigues la calle que da a los patios traseros de las casas y llamas a la puerta de una de ellas. Un hombre con las manos enharinadas y un delantal manchado te abre la puerta. Te saluda con una sonrisa dejándote pasar.
- Ya te he dicho mil veces que puedes entrar por la puerta delantera –te dice, como cada vez que vas a su casa.
- Ya… –ríes, pero siempre has entrado por la parte trasera. Además, así estás segura de no encontrarte con la panadera.
- ¡Eh, hola! –te saluda alguien en lo alto de las escaleras que quedan a tu izquierda.
- Hola, Peeta –respondes, devolviéndole la sonrisa. El chico baja y te abraza afectuosamente, tú le devuelves el abrazo, cariñosa. Peeta y tú sois amigos desde que tenéis memoria, y él es como un hermano para ti.
- Bueno, voy a cambiarme –dice el panadero–. Recuerda que tenemos que estar ahí a las 12.
- Sí, papá –responde Peeta, aburrido.
- Espere, señor Mellark –detienes al hombre y le das algunos huevos, los que habías separado para no darle a Sae la Grasienta. Realmente es una excusa para ir a ver a Peeta, pero también te permite vender más huevos, y el padre de Peeta es bastante generoso en eso. El hombre acepta los huevos, agradecido y te tiende una pequeña bolsa de tela que tintinea con las monedas que contiene.
- ¿Vamos fuera? –pregunta Peeta. Tú asientes y salís de la casa, despidiéndoos del señor Mellark. Os acercáis a un árbol que da a la Pradera y los bosques, y os sentáis apoyados en su corteza.
- Te vas a ensuciar –dices, al fijarte en que Peeta lleva un elegante pantalón marrón claro y una camisa blanca: su ropa para la cosecha.
- Bah, tranquila –responde él, sin darle importancia, luego se sienta a tu lado–, ¿Cómo estás?
- Mal, la verdad… –dices finalmente– No dejo de pensar en Jake. Él tiene como 40 papeles con su nombre en la urna.
- Pero, sabes que no es culpa tuya.
- ¡Sí que es culpa mía! –Exclamas alarmada, mirándole a los ojos– Él tuvo que comprar teselas por mi culpa –desvías la mirada hacía los bosques y las montañas–. Si yo no hubiera nacido, él solo habría podido sobrevivir con lo que papá gana en la mina.
- ¿Tú crees que él no te hubiera querido como hermana? –pregunta Peeta, pausadamente.
- Claro que no, -respondes, con la voz tomada. Él empieza a acariciarte el pelo suavemente con la punta de los dedos. Al principio te provoca un escalofrío, pero el gesto te relaja bastante. Es algo que él siempre ha sabido hacer muy bien. Relajarte, ayudarte. Comprenderte–. O sea, yo le quiero mucho… pero no dejo de pensar que tendría que haberme dejado comprar alguna tesela, así él no tendría tantas veces su nombre… –dices finalmente.
Y es que, realmente, las elecciones de los tributos para los Juegos están algo amañadas. Cuando cumples 12 años, tu nombre es introducido una vez, al cumplir 13, tu nombre está dos veces,… y así hasta los 18, cuando quitan por fin tu nombre de la urna. Pero si eres pobre y te estás muriendo de hambre, puedes comprar una tesela una vez al mes, que te da la opción de conseguir una bolsa de grano y aceite. A cambio, tu nombre es introducido una vez más por cada tesela comprada. Y Jake había tenido que comprar muchas para vosotros. Se había prometido que tú nunca tendrías que comprar una.
- Seguro que tu hermano te quiere más que a nada y no cree que seas una carga para él –dice Peeta. Tú le miras por encima de tu hombro. Finalmente acabas sonriendo y asientes. Peeta tiene el don de saber siempre qué decir.
- ¿Sabes? Hoy he soñado contigo –comentas como quien no quiere la cosa, intentando eliminar el tema de la Cosecha.
- ¿Conmigo? –pregunta extrañado, arqueando una ceja. Tú ríes de la expresión que se le ha dibujado en la cara.
- Sí, cuando empecé a enseñarte a dibujar –sonríes. Él también sonríe y parece que… ¿se ha sonrojado?
- Y lo cierto es que me enseñaste muy bien –añade él.
- Cierto… después usaste lo que te enseñé para decorar tus pasteles ¡eh! –sonríes, dándole un ligero codazo, divertida.
- Sí, bueno, me ayudaste bastante –añade él.
- Peeta, venga, que nos vamos –se oye desde la puerta trasera de su casa. La señora Mellark llama a su hijo para que se vayan a la cosecha. Peeta se levanta y se sacude el polvo de los pantalones.
- Sí, yo también tengo que empezar a irme –comentas, mirando el reloj–. He de cambiarme –Te levantas, imitando al chico.
- Ya sabes… Ponte algo bonito –comenta Peeta, con una sonrisa, andando hacia la panadería.
- Sí –respondes aburrida.
- ¡Suerte! –despide
- ¡Suerte! –devuelves el despido.
- ¡Mira como te has puesto! –Oyes que grita la madre de Peeta, con voz severa – Te tengo dicho que no vayas con esa chica… mira siempre como acabas –comenta la mujer.
Tú te giras y ves como Peeta entra cabizbajo en casa, sin decir palabra. Pero sabes que a él no le importa lo que diga su madre sobre ti, aunque es mejor no llevar la contraria a esa mujer…
