Edward es un hombre sumamente herido por los golpes de la vida y está en busca de una respuesta divina o simplemente una venganza a Dios y toda la humanidad... Por su parte Bella no es una chica estúpida, tonta ni nada de eso, sino que es una chica que está buscando cualquier excusa que la haga salir de Forks, y que pueda cambiar su suerte de una simple mesera de bar/ y recepcionista, (QUIEN SERÁ EL VILLANO DE ESTA HISTORIA LLENA DE SUSPENSO, UNA DECISIÓN ENTRE HACER EL BIEN O EL MAL). Espero que les guste!

Hacía casi quince años que la vieja Esme se sentaba todos los días delante de su puerta. Los habitantes de Forks sabían que los ancianos suelen comportarse así: sueñan con el pasado y la juventud, contemplan un mundo del que ya no forman parte, buscan temas de conversación para hablar con los vecinos…

Pero Esme tenía un motivo para estar allí. Y su espera terminó aquella mañana, cuando vio al forastero (Edward) subir por la escarpada cuesta y dirigirse lentamente en dirección al único hotel de la aldea. No era tal como se lo había imaginado tantas veces; sus ropas estaban gastadas por el uso, tenía el cabello más largo de lo normal e iba sin afeitar.

Pero llegaba con su acompañante: el Demonio.

«Mi marido tiene razón —se dijo a sí misma—. Si yo no estuviera aquí, nadie se habría dado cuenta.»

Era pésima para calcular edades, por eso estimó que tendría entre cuarenta y cincuenta años. «Un joven», pensó, utilizando ese baremo que sólo entienden los viejos. Se preguntó en silencio por cuánto tiempo se quedaría pero no llegó a ninguna conclusión; quizá poco tiempo, ya que sólo llevaba una pequeña mochila. Lo más probable era que sólo se quedase una noche, antes de seguir adelante, hacia un destino que ella no conocía ni le interesaba.

A pesar de ello, habían valido la pena todos los años que pasó sentada a la puerta de su casa esperando su llegada, porque le habían enseñado a contemplar la belleza de las montañas (nunca antes se fijó en ello, por el simple hecho de que había nacido allí y estaba acostumbrada al paisaje).

El hombre (Edward) entró en el hotel, tal como era de esperar. Esme consideró la posibilidad de hablar con el cura (Emmett) acerca de aquella presencia indeseable, pero seguro que el sacerdote no le haría caso y pensaría que eran manías de viejos.

Bien, ahora sólo faltaba esperar los acontecimientos. Un demonio no necesita tiempo para causar estragos, igual que las tempestades, los huracanes y las avalanchas que, en pocas horas consiguen destruir árboles que fueron plantados doscientos años antes. De repente, se dio cuenta de que el simple conocimiento de que el Mal acababa de entrar en Forks no cambiaba en nada la situación; los demonios llegan y se van siempre, sin que, necesariamente, nada se vea afectado por su presencia. Caminan por el mundo constantemente, unas veces para poner a prueba alguna alma, pero son inconstantes y cambian de objetivo sin ninguna lógica, sólo los guía el placer de librar una batalla que valga la pena. Esme estaba convencida de que en Forks no había nada interesante ni especial que pudiera atraer la atención de nadie por más de un día, y mucho menos de un personaje tan importante y ocupado como un mensajero de las tinieblas.

Intentó concentrarse en otra cosa, pero no podía quitarse de la cabeza la imagen del forastero (Edward). El cielo, antes soleado, empezó a cubrirse de nubes.

«Eso es normal en esta época de año —pensó—. No tiene ninguna relación con la llegada del forastero (Edward), es pura coincidencia.»

Entonces oyó el lejano estrépito de un trueno, seguido de otros tres. Por una parte, eso significaba que pronto llovería; por otra, si decidía creer en las antiguas tradiciones del pueblo, podía interpretar aquel sonido como la voz de un Dios airado que se quejaba de que los hombres se habían vuelto indiferentes a Su presencia.

«Tal vez debería hacer algo. Al fin y al cabo, acaba de llegar lo que yo estaba esperando.»

Pasó unos minutos prestando atención a todo lo que sucedía a su alrededor; las nubes seguían descendiendo sobre la ciudad, pero no oyó ningún otro ruido. Como buena ex-católica, no creía en tradiciones ni en supersticiones, especialmente en las de Forks, que tenían sus raíces en la antigua civilización celta que había poblado aquella zona en el pasado.

«Un trueno es un fenómeno de la naturaleza. Si Dios quisiera hablar con los hombres, no utilizaría unos medios tan indirectos.»

Fue sólo pensar en ello y volver a oír el fragor de un trueno, mucho más próximo. Esme se levantó, cogió su silla y entró en la casa antes de que empezara a llover, pero ahora tenía el corazón oprimido, con un miedo que no conseguía definir.

«¿Qué debo hacer?»

Volvió a desear que el forastero (Edward) partiera inmediatamente; ya estaba demasiado vieja como para ayudarse a sí misma o a su pueblo o, muchísimo menos, a Dios Todopoderoso, quien, en caso de necesitar ayuda, a buen seguro hubiera elegido una persona más joven. Todo aquello no pasaba de un delirio; a falta de nada mejor que hacer, su marido le inventaba cosas que la ayudaran a matar el tiempo.

Pero había visto al Demonio; sí, no tenía la menor duda de ello.

En carne y hueso, vestido de peregrino.

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El hotel era, al mismo tiempo, tienda de productos regionales, restaurante de comida típica y un bar donde los habitantes de Forks acostumbraban reunirse para discutir sobre las mismas cosas, como el tiempo o la falta de interés de la juventud por la aldea. «Nueve meses de invierno y tres de infierno», solían decir, refiriéndose al hecho de que necesitaban hacer, en noventa días escasos, todas las faenas del campo: labranza, abono, siembra, espera, cosecha, almacenaje del heno, esquilar las ovejas…

Todos los que residían allí sabían perfectamente que se obstinaban en vivir en un mundo que ya había caducado. A pesar de ello, no les resultaba fácil aceptar que formaban parte de la última generación de los campesinos y pastores que habían poblado aquellas montañas desde hacía siglos. Más pronto o más tarde llegarían las máquinas, el ganado sería criado lejos de allí, con piensos especiales, y tal vez venderían la aldea a una gran empresa, con sede en el extranjero, que la convertiría en una estación de esquí.

Esto ya había sucedido en otras poblaciones de la comarca, pero Forks se resistía a ello, porque tenía una deuda con su pasado, con la fuerte tradición de los ancestros que había habitado aquella zona en la antigüedad y que les habían enseñado la importancia de luchar hasta el último momento.

El forastero (Edward) leyó cuidadosamente la ficha de inscripción del hotel, mientras decidía cómo la iba a rellenar. Por su acento, sabrían que procedía de algún país de Sudamérica, y decidió que ese país sería Argentina, porque le encantaba su selección de fútbol. También pedían el domicilio, y el hombre (Edward) escribió calle Colombia porque tenía entendido que los sudamericanos suelen homenajearse recíprocamente dando nombres de países vecinos a las avenidas importantes. Como nombre de pila, eligió el de un famoso terrorista del siglo pasado.

En menos de dos horas, los doscientos ochenta y un habitantes de Forks ya sabían que acababa de llegar al pueblo un extranjero llamado ¨Carlos (Edward), nacido en Argentina, que vivía en la bonita calle de Colombia, en Buenos Aires¨. Ésta es la ventaja de las comunidades muy pequeñas: no es necesario hacer ningún esfuerzo para que en muy poco tiempo se sepa tu vida y milagros. Y ésa, por cierto, era la intención del recién llegado.

Subió a la habitación y vació su mochila: había traído algo de ropa, una maquinilla de afeitar, un par de zapatos de repuesto, un grueso cuaderno donde hacía sus anotaciones y once lingotes de oro que pesaban dos kilos cada uno. Exhausto por la tensión, la subida y el peso que cargaba, se durmió casi inmediatamente, no sin antes atrancar la puerta con una silla, a pesar de saber que podía confiar plenamente en todos y cada uno de los habitantes de Forks.

Al día siguiente, desayunó, dejó la ropa sucia en la recepción del hotelito para que se la lavaran, volvió a colocar los lingotes en la mochila y salió en dirección a la montaña situada al este de la aldea. Por el camino, sólo vio una vecina (Esme) de la población: una vieja que estaba sentada delante de la puerta de su casa, y que lo observaba con curiosidad.

Se internó en el bosque, y esperó a que sus oídos se acostumbraran al murmullo de los insectos, los pájaros y el viento que batía en las ramas sin hojas; sabía perfectamente que en un lugar como aquél lo podían observar sin que él lo notara, y estuvo sin hacer nada durante una hora.

Cuando tuvo la certeza de que cualquier observador eventual ya se habría cansado y se habría ido sin ninguna novedad que contar, cavó un agujero cerca de una formación rocosa en forma de Y, y allí escondió uno de los lingotes. Subió un poco más, y estuvo otra hora sin hacer nada; mientras simulaba contemplar la naturaleza en profunda meditación, descubrió otra formación rocosa —ésta en forma de águila— y allí cavó un segundo agujero, donde colocó los diez lingotes de oro restantes.

La primera persona que vio, en el camino de vuelta al pueblo, fue una chica (Bella) sentada a la vera de uno de los muchos torrentes de la comarca, formados por el deshielo de los glaciares. Ella levantó los ojos del libro que estaba leyendo, advirtió su presencia y retomó la lectura; con toda certeza, su madre le habría enseñado que jamás se debe dirigir la palabra a un forastero.

Pero los extranjeros, cuando llegan a una ciudad nueva, tienen todo el derecho a intentar entablar amistad con desconocidos, y el hombre se aproximó a ella.

—Hola —le dijo (Edward) —. Hace mucho calor para esta época del año.

Ella (Bella) asintió con la cabeza.

El extranjero (Edward) insistió:

—Me gustaría enseñarte algo.

Ella, muy educadamente, dejó el libro a un lado, le dio la mano y se presentó.

—Me llamo Isabella, pero me puedes decir ¨Bella¨, hago el turno de noche en el bar del hotel donde te hospedas, y ayer me extrañó que no bajaras a cenar, piensa que los hoteles no sólo ganan dinero por el alquiler de las habitaciones, sino por todo lo que consumen los huéspedes. Tu nombre es ¨Carlos¨, eres argentino y vives en una calle que se llama Colombia; ya lo sabe todo el pueblo, porque un hombre que llega aquí, fuera de la temporada de caza, es siempre objeto de curiosidad. Un hombre de unos cincuenta años, cabello gris, mirada de haber vivido mucho…

»Por lo que respecta a tu invitación de enseñarme algo, muchas gracias, pero conozco el paisaje de Forks desde todos los ángulos posibles e imaginables; tal vez sería mejor que fuera yo quien te enseñara lugares que no has visto nunca, pero supongo que estarás muy ocupado.

—Tengo cincuenta y dos años, no me llamo ¨Carlos¨ y todos los datos del registro son falsos.

Bella no sabía qué decir. El forastero (Edward) continuó hablando:

—No es Forks lo que te quiero enseñar, sino algo que no has visto nunca.

Ella había leído muchas historias de chicas que siguieron a un desconocido hasta el corazón del bosque y desaparecieron sin dejar rastro. Por un instante, sintió miedo; pero el miedo fue sustituido inmediatamente por una sensación de aventura, al fin y al cabo que acababa de decirle que todo el pueblo estaba enterado de su presencia, a pesar de que los datos del registro no correspondieran a la realidad.

—¿Quién eres? —le preguntó—. Si lo que me has dicho es cierto, ¿acaso no sabes que podría denunciarte a la policía por falsificar tu identidad?

—Prometo responder a todas tus preguntas, pero tienes antes que venir conmigo porque quiero mostrarte algo. Está a cinco minutos de camino.


Uff! aqui comienza la guerra entre estos dos, quien ganara