Capítulo 1: 7 días (parte I)
Estaban allí. Estaban todos allí. No podía creerme lo que estaba pasándome. Bueno, lo cierto es que hacía algo más de un año que mi vida era bastante poco creíble. Al fin y al cabo, llevaba una semana en Palawan disfrutando de la vida con el cerebro del asalto a la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, atraco del cual tuve que encargarme yo misma como inspectora. Había que reconocer que, en general, nuestra historia no era muy normal. No obstante, creo que he conseguido asimilar esa parte. Ya ves, el amor es capaz de justificar hasta los actos más locos. El amor consiguió que me concediese a mí misma la absolución moral por el hecho de haber dejado mi trabajo, con todo lo que me había costado llegar a ser inspectora. No es fácil ser mujer y llegar a puestos de responsabilidad. Bien lo sé yo, y menos en un cuerpo de seguridad. Pensándolo bien, el desprestigio que sufrí tras el atraco me había empujado a tomar la decisión de dejarlo. Desprestigio profesional pero también personal, y éste último fue el peor. Que mi madre y mi hija tuvieran que escuchar insultos y mentiras cuando todo acabó. El odio que se desató hacia mí por parte de la opinión pública. La inspectora, la que había dejado escapar a los atracadores porque colaboraba con ellos, la compañera a la que habían arrestado en una habitación de hospital por estar conspirando contra la policía. Ni en la opinión pública ni en el cuerpo de policía había podido encontrar refugio, calma. Estuve sola.
Después, asuntos internos y todos los interrogatorios. Todos esos momentos me habían destrozado por dentro, dejándome con serias dudas sobre si era posible sentirme más herida, más miserable. Pero, sin duda, la lucha por la custodia de mi hija había sido lo más doloroso. ¿Qué juez iba a dejar que una niña fuera cuidada por una persona inestable que era capaz de colaborar con los mayores villanos del país? Todo se volvía aún peor si la otra parte, es decir, el cabrón de mi ex-marido, se había consagrado como el único policía capaz de desvelar la identidad del líder de la banda y de desbloquear la situación. Y ella llevaba una semana follándose al líder de la banda. Sin saberlo, claro. Pero no fue fácil demostrarlo. Por supuesto, perdí la custodia de Paula frente a Alberto. En el instante en que la policía llegó al hangar y Sergio y los suyos ya no estaban, supe que mi batalla estaba perdida. Ni malos tratos, ni humillaciones, ni el peligro que suponía ese tipo para mi hija. Solo contaba la traición hacia la policía, mi demora al desvelar el escondite que les servía de salida, mi cara de satisfacción cuando no les encontraron. Ahora solo podía ver a mi hija unas horas cada par de semanas. Migajas. El resto del tiempo, lo ocupaba en mi nuevo trabajo como psicóloga en un centro de cuidado de mayores donde, además, estaba interna mi madre.
No me cuesta reconocer que la vida no me había tratado bien este último año, no. Tampoco los anteriores. Por eso, cuando descubrí las coordenadas que Sergio me había dejado en las postales, decidí no pensarlo y seguir la corazonada de buscarle. No tenía muy claro qué quería decirle al verle. No sabía si me desmoronaría y le gritaría, culpándole por haberme arruinado la vida entera y haberme dejado sola sin saber qué hacer con todos esos pedazos. Bien es cierto que él no podía hacer otra cosa más que huir. Comprendía eso, entendía que Sergio no tenía la opción de quedarse conmigo cuando consiguió escapar, pero esa comprensión no sanaba la herida de la soledad. No calmaba las noches sola, llorando, pensando en el desastre en el que se había convertido todo. Pensé que quizás cuando le viera, en vez de gritos, me saldría abrazarle, sentiría alivio porque él estuviera a salvo, me alegraría que, al menos uno de los dos saliera íntegro de la vorágine que desató el atraco. Del caos de que nuestras vidas se cruzasen, de la destrucción que nos engulló después de aquella primera noche en el Hanoi.
Lo que realmente pasó cuando nos encontramos en esa terraza, con vistas al mar, en el lugar más parecido al paraíso en el que había estado nunca, fue inesperado. La ira, la añoranza, el alivio e incluso la atracción eran sensaciones para las que estaba preparada. Las casi 24 horas de viaje hasta allí habían dado mucho de sí. Pero sentir certeza fue desconcertante. Tuve la absoluta certeza de no haberme equivocado cuando me posicioné de su lado. La tranquilidad de haber hecho lo correcto cuando le dije que estaba con él.
"Sergio, estoy contigo".
Esas tres palabras me habían perseguido durante todo este año, como un mantra, como el desencadenante del desastre, del fin de la vida que tanto esfuerzo me había costado construir. Pero cuando le miré a los ojos y le encontré sonriendo, la seguridad que sentí hizo que me emocionase. Los ojos se me llenaron de lágrimas, no podía casi ver bien, y no pude más que sonreír de vuelta al hombre que me miraba desde la barra. Joder. Me temblaban las piernas, pero nunca me había sentido tan segura en la vida. Quizás algo de todo esto había merecido la pena. El dolor, la incertidumbre, la soledad. Este año luchando sola contra el mundo. Quizás durante ese tiempo no había estado tan sola como yo creía, pero eso no lo sabría hasta días después. Pese a que mi vida era un desastre, sentí en ese momento que todo estaba bien. Me encontré a mí misma pensando que, probablemente, todos tengamos una persona en el mundo que nos calma, que nos da seguridad, que hace que nuestra existencia no sea tan miserable. Si eso era así, Sergio era mi persona. Las conversaciones que mantendríamos durante esa semana que seguía me acabarían aclarando muchas cosas. Me darían motivos, pero también me harían daño. Nuestra relación se transformaría, tomaría otra dimensión. Puede que, tras esa semana, yo ya no fuera la misma Raquel que cogió un avión a Filipinas sin saber bien qué iba a encontrarse.
De lo que estaba segura en ese momento era de que no me reconocía a mí misma. Estaba perdida, en shock, sin saber qué pensar, cómo actuar o si todo esto tenía algo de sentido. Al fin y al cabo, estaban todos allí. Todos. Nairobi, Tokio, Helsinki, Denver,... Los jodidos atracadores. Delante de mí. De mí, la inspectora al mando del atraco. Acababan de llegar todos a casa del jefe de la banda que, casualmente, era mi... ¿Mi qué? ¿Mi pareja? No lo sabía y, sinceramente, medaba igual, tampoco tenía tiempo para pensarlo ahora. Era el profesor. Pero, desde luego, el profesor era bastante más que un asaltante para mí. Allí estaba yo, delante de los tíos más buscados de España, cara a cara con una panda de desgraciados que habían ejecutado, con bastante precisión, eso tenía que reconocerlo, el plan perfecto de Sergio. Y sentí que no les estaba mirando con cara de agrado, precisamente. Hacía unas horas que sabía que vendrían, unas horas que Sergio se había sentado conmigo a hablar, con esas maneras innatas tan torpes que surgían cuando algo le incomodaba. Algo le conocía ya. Se había puesto muy serio a contarle que había habido un contratiempo y que el grupo se tenía que juntar. A explicarle los motivos. Pero resulta que esas horas no habían sido suficientes para que yo procesase toda la información. Y tenía el cabreo atragantado, la rabia me salía por los poros de la piel. No obstante, y por lo que podía ver en las caras de sus antes adversarios, ellos tampoco sabían muy bien qué estaba haciendo yo, la inspectora, en casa de su amigo el Profesor.
Me sentí descolocada, como golpeada en un combate de boxeo. Me dolía el pecho y sentía que me estaba atragantando. Necesitaba respirar, pensar, aclararme. Ver si algo de lo que había pasado esta semana tenía sentido, y habían pasado muchas cosas. Muchas promesas, muchos planes. De nuevo, ellos dos hacían planes que estaban destinados a nos ser. Necesitaba entender por qué, ahora mismo, sólo quería golpear a Sergio, abofetearle como hice en su momento. Intentar causarle la mínima parte de dolor que yo sentía. Gritarle en la cara que todo eso estaba mal. Dolor. Rabia. Sentía rabia. Rabia de mí misma, rabia de la situación que me estaba haciendo vivir. De nuevo. Yo no pertenecía a ese tipo de gente. No tenía la costumbre de juntarme con ladrones, con secuestradores, con asesinos. ¿Qué cojones estaba haciendo yo compartiendo aire, espacio con esa gente? Me estaba mareando, no podía respirar y decidí irme. Ir a la playa, caminar. Me levantó de la silla del salón en la que estaba sentada, incómoda, sintiéndome juzgada, medida, odiada. Como tantas veces en este último año. Suspiré antes de salir y le miré a los ojos.
- Sergio, no me puedo creer que vayas a hacer esto. Creo que no estás pensando con claridad. No cuentes conmigo.
