Hola chicas aquí les dejo una nueva adaptación, espero que les guste tanto como a mi.
aclaro que es una adaptaciónnuevamente por tanto nada me pertenece sino a Anne McAllister
La portada de esta historia la hizo una de las diseñadoras de Ffadition Paola Vanessa Valbuena Gonzalez
Nessa
Quería que aquel niño fuera suyo… y que ella se convirtiera en su esposa
Había sido una sola noche, tan apasionada como sólo podía serlo un amor de juventud. Pero después se habían separado. Edward debía conquistar el mundo… solo. La vida de Bella cambió tres meses después cuando descubrió que estaba embarazada de Edward.
Edward había ocupado el lugar que le correspondía como conde de Dunmorey y tenía obligaciones que cumplir. Pero ahora que había descubierto que tenía un heredero, sabía que ese niño tenía que ser suyo. Con sólo mirar a Bella a los ojos los años de desaparición se borraron de golpe y la pasión renació…
Capítulo 1
La carta apareció como caída del cielo.
—No sé qué es, milord —la señora Cope la olisqueó, luego sujetó el manchado y medio roto sobre celeste entre dos dedos con claro gesto de desaprobación—. Está muy… sucio.
Había depositado el resto de la correspondencia en el escritorio de Edward, perfectamente separada como hacía siempre. Asuntos de la propiedad: el montón más grande. La correspondencia de admiradores y de asuntos editoriales: el montón mediano. Las cartas personales de su madre o hermano, ya que ninguno de los dos parecía creer en los teléfonos o los correos electrónicos, en el tercero.
Todo muy organizado, como si ella pudiera hacer lo mismo con su vida.
«Buena suerte», pensó.
Como su vida en ese momento transcurría en Dunmorey, un húmedo y destartalado castillo de quinientos años de antigüedad, lleno de retratos de antepasados reprobatorios que miraban con desdén los esfuerzos que realizaba Edward para mantener literalmente un techo sobre ellos, las granjas circundantes, las tierras y arrendatarios, al igual que sobre su hermano, Jazz, fanático de los caballos, con grandes planes para revivir la cuadra de Dunmorey y nada de dinero para lograrlo, y sobre su madre, cuyo mantra desde el fallecimiento de su padre siete meses atrás había sido: «Necesitamos encontrarte una novia», Edward no creyó que a la señora Cope le resultara divertido.
El único gozo que podría brindarle a ella sería decirle que la tirara.
Desde luego, su padre lo habría hecho. El difunto octavo conde de Dunmorey no tenía paciencia para nada que no fuera apropiado y tradicional. En una ocasión, había tirado una carta que Edward había garabateado en un trozo de una bolsa de papel cuando había estado trabajando en una zona de guerra.
—Si no puedes molestarte en escribir una carta apropiada, yo no puedo molestarme en leerla —le había informado su padre más adelante.
Edward pasaba casi todos los días tratando de afrontar las exigencias de Dunmorey mientras en el interior de su cabeza oía la letanía incesante del fallecido conde diciendo: «Sabía que no podías hacerlo».
Se refería a salvar el castillo. Ser un buen conde. Dedicado y responsable. Estar a la altura.
—¿Milord? —persistió la señora Cope. Con la mandíbula tensa, alzó la vista. Necesitaba repasar esos números otra vez, comprobar sí, de alguna manera, había suficiente para poner el tejado nuevo y tener los establos bien cuando Jazz llegara con su nuevo semental desde Dubai. No habría dinero.
Tenía más posibilidades de entrar en la lista de libros más vendidos del New York Times con el libro nuevo que saldría a la venta en los Estados Unidos el mes siguiente. Al menos poseía talento para las entrevistas impactantes, para las historias agudas y penetrantes, para la palabra escrita.
Era a lo que se había dedicado, en lo que sobresalía, antes de que el título de conde hubiera cambiado su vida.
Pero no pensaba abandonar Dunmorey, a pesar de que la batalla de evitar que el lóbrego castillo irlandés se cayera a pedazos fuera intensa. Era su obligación, no su vocación. Y con franqueza, al no ser el primogénito, jamás había esperado tener que hacerlo.
Pero como todo lo demás en su vida en esos tiempos, lo había heredado mientras trazaba otros planes.
Su difunto padre habría dicho que le estaba merecido.
Y quizá así fuera.
No era lo que él habría elegido, pero estaba decidido a demostrarle a su padre, a pesar de estar muerto, que podía hacerlo bien.
—Todo lo que necesita está aquí, milord —dijo la señora Cope—. Entonces, ¿me desprendo de esto?
Edward gruñó y volvió a empezar por la parte superior de la columna.
—¿Le traigo una taza de té, milord? A su padre siempre le gustaba tomar un té con su correo.
Edward apretó los dientes.
—No, gracias, señora Cope. No me hace falta nada.
Había aprendido que así como a los ojos de la señora Cope jamás sería como su padre, algo que francamente agradecía, sí poseía su propia versión de la Voz de Autoridad.
Siempre que la empleaba, la señora Cope lo entendía.
—Muy bien, milord —asintió y retrocedió hasta salir de la habitación.
Bien podría haber sido el rey de Inglaterra.
Volvió a repasar los números. Pero siguieron sin darle el total que quería. Suspiró y se reclinó en el sillón; se frotó los ojos y movió los hombros. En una hora tenía una cita con un contratista en los establos para estudiar qué más había que hacer antes de que Jazz trajera el semental en quince días.
Como el caballo era un ganador contrastado y, por ende, una propuesta para hacer dinero, los establos eran una prioridad absoluta. Las tarifas por cubrición y los derechos de autor no parecían suficientes para mantener Dunmorey a flote.
El castillo llevaba en la familia más de trescientos años. Había visto tiempos mejores y, aunque costaba creerlo, también peores. Para Edward representaba la encarnación física del lema familiar: Eireoidh Linn, que de sus tiempos de estudiante de irlandés sabía que significaba, aproximDemetriente, «Triunfaremos a pesar de la adversidad».
Su padre siempre le había contado a los invitados de habla inglesa que quería decir «¡Sobreviviremos!».
Hasta el momento, así había sido; pero como el castillo estaba sin deudas, se podía vender.
Hasta el momento no se habían visto obligados a ello, y Edward no pensaba ser quien perdiera la lucha.
En cuanto los servicios del semental funcionaran y, si su libro iba bien, mejorarían. Mientras tanto…
Echó el sillón para atrás y se puso a caminar por el despacho. Fue al regresar al escritorio cuando sus ojos se vieron atraídos hacia el sobre celeste en el fondo de la papelera.
Estaba tan sucio y era tan poco atractivo como había manifestado la señora Cope. Sin embargo, le intrigó.
Pudo ver que estaba dirigido a él media docena de veces. Una llamada de su antigua vida.
Se agachó y lo sacó de la papelera. La dirección original era la revista Incite, de Nueva York.
Enarcó las cejas. Hacía tiempo había realizado algunas entrevistas y artículos ligeros para ellos. Pero hacía años que no había escrito nada para Incite.
Su padre siempre había considerado que esos artículos eran banalidades y lamentado que no hubiera sido lo bastante bueno como para escribir sobre noticias de verdad de temas que realmente importaran.
De hecho, sí había sido bueno. La sucesión de direcciones tachadas en el sobre indicaban en qué lugares lo había demostrado: África, las Indias Orientales, Asia central, Sudamérica y Oriente Medio.
Uno detrás del otro, cada punto más caliente que el anterior.
Miró el sobre, sorprendido por la titilante cascada de recuerdos… de entusiasmo, de desafío, de vida.
Estudió otra vez la caligrafía firme pero femenina que había debajo de las otras. No la reconoció. Le asombraba que la carta le hubiera llegado. El único sello nacional de Estados Unidos había sido franqueado por primera vez hacía cinco años.
¿Cinco años?
En ese tiempo había estado en el corazón de una selva sudamericana, escribiendo una «historia real» de guerra tribal en el siglo XXI.
Por ese entonces poco le había importado el peligro en el que se metiera. Su hermano mayor, Anthony, al que su padre siempre había llamado «el heredero», había muerto hacía unos meses. Y dependiendo de cómo se observara, y si se lo miraba tal como había hecho el conde, la muerte de Anthony había sido culpa suya.
—¡Iba al aeropuerto a recogerte! —había espetado el conde, sintiendo únicamente su propio dolor, sin reconocer jamás el de Edward—. ¡Eras tú quien venía a casa a recuperarte! ¡Eras tú quien había recibido un disparo!
Pero no quien había muerto.
Había sido Anthony, el firme, sensato y responsable Anthony, que había parado de camino al aeropuerto para ayudar a un motorista a cambiar una rueda y había sido atropellado por un coche.
Costaba decidir quién había quedado más consternado, si Edward o su padre.
Desde luego, al recuperarse del disparo recibido mientras perseguía una de esas «noticias de verdad que realmente importaban», nadie, y menos su padre, había puesto objeción alguna cuando decidió marcharse a cubrir la guerra intertribal en Sudamérica.
Nadie había puesto objeción cada vez que había elegido un encargo más peligroso que el otro después de aquello.
Pero sin importar lo peligrosos que fueran, los disparos que recibiera, no había muerto. Aún había sido el heredero cuando su padre había muerto por un ataque al corazón el último mes de julio.
En ese momento, él era el conde. Ya no viajaba por el mundo. Estaba anclado en el castillo Dunmorey.
Y una carta de cinco años de antigüedad que lo había perseguido por todo el mundo, finalmente lo había encontrado.
La abrió. Dentro había una hoja blanca. La desplegó. La carta era breve.
Edward, esta es la tercera carta que te escribo. No te preocupes, ya no te escribiré más. No espero nada de ti. No quiero nada. Sólo pensé que tenías derecho a saberlo.
El bebé nació esta mañana a las ocho. Ha pesado tres kilos, ciento cincuenta gramos. Fuerte y sano. Le voy a poner el nombre de mi padre. Desde luego, me lo voy a quedar.
Bella.
Edward miró las palabras, trató de entenderlas, de situarlas en un contexto en el que tuvieran sentido.
No espero… nada… derecho a saberlo… bebé. Bella.
El papel tembló en sus dedos. El corazón se le disparó. Empezó otra vez, en esa ocasión por la firma. Bella.
Una imagen de intensos ojos castaños, inmaculada piel de marfil y un cabello corto y oscuro. Una visión de suave piel y el sabor de labios que hablaban de canela se expandieron por su mente.
Bella Swan.
La deslumbrante y deliciosa Bella, de Montana.
Santo cielo.
Miró la carta como si su significado se hubiera aclarado.
Bella había estado embarazada. Bella había tenido un bebé.
Un niño…
Su hijo.
Era el día de San Valentín.
Bella lo sabía porque la noche anterior había ayudado a Thony, de cinco años, a escribir su nombre en veintiuna tarjetas de San Valentín, con motivos de criaturas mutantes que decían «Sé Mía» y «Soy Para Ti».
Y porque había preparado galletas de chocolate con azúcar glasé para que Thony las llevara a la fiesta que iban a celebrar en su clase del jardín de infancia.
Y también lo sabía, porque, por primera vez desde que Thony había nacido, tenía una cita de verdad.
Demetri Vulturi la había invitado a cenar. Era el capataz en el rancho de Lyle Dunlop. Había llegado al valle hacía unos meses procedente de Arizona. Viudo con un pasado del que rara vez hablaba, al menos era sincero cuando manifestaba «intento dejar atrás mis demonios». Se habían conocido porque ella llevaba la contabilidad de su rancho.
—No puedes aislarte para siempre —le había comentado su madre, Renné, en más de una ocasión—. Por haber tenido una mala experiencia…
Bella dejó que su madre hablara, porque eso era lo que hacía Renné. Mucho. Y probablemente tenía razón en el asunto de estar aislada.
Pero no había sido una mala experiencia. Al menos no mientras duró. Durante ese tiempo, habían sido los tres días más asombrosos de su vida. Y entonces… Nada.
Esa era la mala parte. Esa era la parte que la hacía apretar los puños cada vez que pensaba en ella, la que hacía que vacilara en volver a abrirse a un hombre.
Pero al final había dicho que sí. Había decidido volver a intentarlo con Demetri. Una cita para cenar. Un primer paso.
—Ya era hora —había comentado Renné al oír el plan de Bella—. Me alegro. Necesitas desterrar algunos fantasmas.
Sólo uno.
Uno que veía en miniatura cada vez que miraba a su hijo. El niño tenía los mismos ojos verde jade y el pelo negro de su padre.
Acalló el pensamiento. No era el momento de pensar en él.
Thony podía ser un recordatorio, pero su padre era el pasado. Por lo general, se pasaba días enteros sin pensar en él. Pero ese día, por ser San Valentín, por haber aceptado la invitación de Demetri, por estar decidida a matar dos recuerdos saliendo una noche, no dejaba de asediar sus pensamientos.
El pasado estaba muerto. Necesitaba concentrarse en el futuro… en Demetri.
¿Qué esperaría éste? Preparó té, pensó en lo que se pondría, en cómo ser encantadora y dar conversación. Una cita era como hablar un idioma extranjero que no había practicado. Era algo que apenas había hecho antes de…
¡No!
Con determinación, llevó la taza de té a la mesa y desplegó unas carpetas para poder ponerse a trabajar. Si podía acabar la contabilidad de la ferretería antes de que Thony llegase del colegio, entonces podría tomarse un descanso, quizás salir con él a levantar un muñeco de nieve o librar una batalla de bolas de nieve. Algo que la distrajera.
Thony iba a pasar la noche en la casa de su tía Rosalie, que vivía calle arriba con Emmett, su marido, y sus hijos.
—¿Por qué toda la noche? —había querido saber cuándo Rosalie se lo había ofrecido—. Sólo vamos a cenar. ¡No voy a pasar la noche con él!
—Bueno, puede que después quieras invitarlo a tomar algo en tu casa —comentó Rosalie con inocencia—. Una taza de café —añadió con una sonrisa.
Bella sabía tan bien como ella que no pensaba hacer nada después de cenar. Aún no.
¿Cómo diablos había podido dejar pasar seis años sin una cita?
Lo racionalizó diciéndose que no había tenido tiempo.
Había dedicado los primeros tres años desde el nacimiento de Thony a terminar la carrera de contable y luego a establecerse. Entre su hijo, la universidad y los trabajos que había aceptado para llegar a fin de mes, no había tenido tiempo para conocer a ningún soltero.
Ni lo había querido.
Había sido demasiado imprudente la primera vez. En esa ocasión, se lo iba a tomar con calma y eso significaba una cena y, quizá, un beso rápido y fugaz en los labios. Sí, eso podía hacerlo.
Pero primero tenía que ponerse a trabajar.
Una de las ventajas de su trabajo como contable colegiada y autónoma, era que podía establecer sus propias horas de trabajo y hacerlo desde casa. Eso facilitaba estar con Thony cuando llegaba del jardín de infancia. El inconveniente era que resultaba fácil distraerse… como ese día. No había jefe para exigir cosas. Era más tentador ir a comprobar el armario para decidir qué iba a ponerse o preparar una taza de té y hablar con Sid el gato cuando realmente necesitaba concentrarse en el trabajo.
De modo que se obligó a sentarse a la mesa de la cocina, que también servía como escritorio, y extendió los papeles de la ferretería.
La sobresaltó una llamada súbita y sonora a la puerta principal. Vertió té sobre una hoja del libro mayor.
—¡Maldita sea!
Fue al fregadero y arrancó una toalla de papel para absorber el líquido, maldiciendo al mensajero, que era el único que siempre se presentaba ante la puerta frontal. Le llevaba los suministros de oficina cuando los pedía. Pero no recordaba… ¡Bang, bang, bang!
No se trataba del mensajero, entonces. Sólo llamaba una vez, después de haber despertado a los muertos, regresaba a su furgoneta y se marchaba. Jamás llamaba dos veces. ¡Bang, bang, bang! Y menos una tercera.
—¡Aguanta! —gritó—. ¡Ya voy!
Fue a la puerta y la abrió… al fantasma de San Valentín pasado.
«Oh, Dios».
Estaba alucinando. Asustada por la idea de volver a tener una cita, lo había invocado desde los más oscuros rincones de su mente.
Y maldijo a su mente por que estuviera más atractivo que nunca. Alto, esbelto, de caderas estrechas, pero con hombros aún más anchos que los que recordaba. Incluso el cerebro había moteado el cabello negro como la noche con copos de nieve. Deberían haber suavizado su apariencia, hecho que pareciera más gentil. No era así. Parecía tan felino y letal como siempre.
—Bella.
Su boca hermosa esbozó una Devastadora media sonrisa.
Ella conocía esa sonrisa. La recordaba demasiado bien. Había besado esos labios. Había probado sus risas, sus palabras, sus gemidos, su pasión.
El rostro se le encendió. De repente sintió en su cuerpo un calor que había tratado de olvidar.
—¿Te has quedado muda, a stór?
Su voz de barítono con un leve deje irlandés hizo que se le erizara el vello de la nuca. Era como si un fantasma le hubiera pasado un dedo por la columna.
—Vete —dijo con vehemencia, cerrando los ojos, rechazando la alucinación, los recuerdos… al hombre. Se dijo que eso estaba provocado por haber aceptado salir con Demetri. Había activado los recuerdos que había relegado al fondo de su mente.
Cerró los ojos con fuerza y contó hasta diez, pero cuando los abrió, seguía allí.
Llevaba vaqueros, un jersey negro y una cazadora verde musgo. No se había afeitado en uno o dos días. Tenía los ojos enrojecidos. Pero la miraba divertido. Y cuando sonrió un poco más ante su desconcierto, vio que tenía un diente roto. No creyó que su alucinación hubiera podido crear ese diente.
De modo que era real.
Y peor. Seis años atrás Bella había soñado con ese momento. Se había aferrado a la esperanza de que regresaría a Elmer, a ella. Durante nueve meses, había hecho planes, había albergado esperanzas y trazado planes. Y jamás se había presentado. Nunca había llamado. Nunca había escrito.
Y en ese instante, como salido de la nada, lo tenía ante su puerta.
El corazón le dio un vuelco. La embargó una furia de dolor tan intenso que tuvo que tragar saliva varias veces hasta encontrar su voz.
Y cuando al fin lo hizo, rezó para que sonara plana y desinteresada.
—Edward.
Edward Cullen. El hombre que había tomado su amor, le había dado un hijo y la había dejado sin mirar una sola vez atrás.
La culpa era suya. Lo sabía. Él jamás le había prometido quedarse. Nunca le había prometido nada… salvo que la heriría.
Y por Dios que lo había hecho. Desde luego, en aquella época no había creído que pudiera hacerlo. Tenía diecinueve años, era ingenua, necia y estaba enamorada más allá de lo que alguna vez había creído posible. Había conocido a Edward de forma inesperada cuando se había presentado en su pequeña ciudad para hacer un reportaje sobre un vaquero famoso. Había sido extraño, casual y casi como encontrar a su otra mitad.
Siempre había sido pragmática y sensata. Había tenido objetivos desde que se había hecho lo bastante mayor como para saber deletrear la palabra. Conocer a Edward y enamorarse de él los había vuelto del revés. Había llegado a su pequeña ciudad y había cambiado su mundo.
La había hecho desear cosas que nunca había soñado desear… y durante unas pocas semanas había creído que podría conseguirlas.
Pero había conocido el dolor y lo había superado. Sabía que no permitiría que le volviera a suceder. Nunca.
—Estás muy guapa —le dijo él—. Más guapa de lo que recordaba.
Ella apretó la mandíbula.
—Tú estás mayor —replicó.
Y más duro. Y casi enjuto. Seguía siendo atractivo, desde luego. Quizá aún más, de un modo más agreste. Con veintiséis años, Edward Cullen había sido sonrisas, fluidez felina y espontáneo encanto irlandés. Con treinta y dos parecía un superviviente de mil batallas, un hombre que acabara de llegar a casa de la guerra.
Había sorprendentes vetas grises en sus sienes. Y una cicatriz le marcaba una sien y desaparecía entre el cabello entrecano.
Llevar una vida como la suya debía de ser más duro que lo que ella había imaginado. Con sorna pensó que tenía que ser muy duro rastrear a celebridades por todo el mundo.
Edward se encogió de hombros.
—Ya sabes lo que dicen… no son los años, son los kilómetros.
—Y no me cabe duda de que tú has recorrido unos cuantos —comentó con tono sarcástico. Y ya podía continuar, pues no lo necesitaba allí. No necesitaba que agitara su vida, sus esperanzas, a su hijo—. ¿Qué haces aquí? —demandó.
Y como si pudiera leerle la mente del mismo modo que desestabilizar su vida de todas las demás maneras imaginables, Edward respondió:
—Quiero conocer a mi hijo.
