Disclaimer: Evidentemente, ni los personajes de Arrow ni los de The Flash me pertenecen.


Capítulo 1

La desaparición

Era un día como cualquier otro en Starling City.

Mejor dicho, creía que era un día como cualquier otro cuando me desperté, me duché y me vestí a toda prisa porque, para variar, llegaba tarde a la cita que tenía para desayunar con mi socio. Sin embargo, no podía estar más equivocado, pues sería aquella mañana en la que comenzaría todo, en la que mi vida daría un vuelco de ciento ochenta grados.

Mi nombre, por cierto, es Barry Allen y soy detective privado.

Tras engullir los huevos revueltos con panceta de la cafetería de la esquina, mi socio, Cisco Ramon, y yo nos dirigimos hacia nuestro despacho. Cisco, también para variar, había dejado de reñirme por mi tardanza para comentarme la última novela de ciencia-ficción que había caído en sus manos. Muchas veces me parecía que mi socio debería haberse dedicado a inventar aparatos en vez de perseguir a criminales de la justicia o investigar infidelidades conmigo.

–Te lo aseguro, Barry, tienes que leértelo –insistió, mientras entrábamos en el despacho, sin dejar de agitar la novela en el aire.

Le sonreí, quitándome la gabardina para tirarla en el respaldo de mi silla; distraídamente me giré hacia el tablón que había en una esquina y que no mostraba nada, pues en aquel momento no teníamos ni un caso ni medio. En una semana nadie había acudido a contratarnos, lo que me preocupaba. En parte, porque eso significaba que el dinero había dejado de entrar, pero sobre todo porque me conocía y lo que menos quería en aquel momento era obsesionarme con el caso de mi madre.

Eso no traía nada bueno.

Cuando era niño mi madre fue asesinada. Lo contemplé todo salvo la cara del asesino, sólo recuerdo que era un hombre elegantemente ataviado y alto. O, bueno, al menos desde mi perspectiva se me antojaba un gigante. Lo único que sabía era que el asesino no era mi padre, sobre todo porque llegó a casa poco después de que el asesino se marchara, mientras yo seguía encogido detrás de un sillón, oculto a sus ojos. Mi padre, al encontrar a mi madre tumbada en un charco de su propia sangre, se dejó caer sobre ella con desesperación para agitarla como si se hubiera quedado dormida.

La policía no lo compró. Se empeñó en que mi padre la había asesinado. Una disputa doméstica como tantas otras. Nadie me creyó, todos consideraron que sólo era un niño traumatizado que no quería perder también a su padre. Por eso, él acabó en prisión y yo viviendo bajo la tutela de su mejor amigo, el inspector de policía Joe West.

Nunca olvidé la injusticia, ni la impotencia de Joe al no poder demostrar que mi padre era inocente, seguramente por eso acabé dedicándome a lo que me dedico. No tengo que seguir las normas de la policía, no tengo que aguantar a nadie mangoneándome y podía dedicarme a investigar el caso de mis padres. Sin embargo, la obsesión que fui desarrollando con los años no es que me haya ayudado mucho: ni he resuelto el misterio, ni he salvado a mi padre... ni he podido conservar a la mujer de mi vida.

–¿Otra vez pensando en ella? –Cisco siempre parecía saber en lo que pensaba.

–No –mentí.

Cisco agitó la cabeza, dejando perfectamente claro que no me creía, mientras se aflojaba la corbata. Era de un color chillón. Siempre me he preguntando de dónde diantres saca Cisco sus corbatas, pues en ninguna tienda he visto esos estampados tan curiosos.

–Han pasado seis meses, Barry.

–Ya casi no pienso en ella.

Tampoco era mentira. Hacía seis meses mi prometida, Iris, había roto nuestro compromiso al argüir que estaba más centrado en mi trabajo y en mi difunta madre que en nuestro presente. En aquel momento me había parecido el reproche más injusto del mundo. Me había criado con Iris, ella conocía mejor que nadie por lo que había pasado y no era como si le hubiera ocultado por qué había terminado dedicándome a la investigación privada. Por eso, no comprendí que a esas alturas me viniera con semejantes razones para dejarme: no quiero estar con alguien que vive en el pasado, bastante tengo con esperar que nadie mate a mi padre, a veces creo que no me quieres...

No había vuelto a verla desde entonces. No me apetecía. Sobre todo porque, en vez de enfadarme, lo que hice fue deprimirme. Si no hubiera sido por Cisco, seguramente a estas alturas me habría convertido en un cliché: un detective alcohólico y soltero al borde de la quiebra.

Bueno, ni bebo ni mi situación económica es tan desesperada... de momento.

La cuestión era que poco a poco había dejado de pensar en Iris. Al principio la echaba tanto de menos que hasta dolía. Era como si, de pronto, me hubieran amputado un brazo y no lograra acostumbrarme. Pero, como solían decir, el tiempo acaba curando todas las heridas y había aplacado el dolor por la ausencia de Iris. Apenas pensaba ya en ella, aunque Iris se las acababa apañando para volver a mi memoria... lo que solía impedir que volviera al caso de mis padres. Quizás sí que había tenido razón en aquello, en que vivía más en el pasado que en el presente.

–Necesitamos un caso –suspiró Cisco.

–Un caso enorme, de los que hacen época.

–¡Y que nos traiga la fama! –mi socio curvó sus labios en aquella sonrisa de niño que tenía y que delataba su emoción–. Porque la fama atrae a las mujeres y el dinero, algo que necesitamos desesperadamente.

–Yo tampoco diría desesperadamente.

–Tú llevas seis meses de duelo por Iris y yo llevo mucho más sin ni siquiera alguien por quien llorar. Menos mal que siempre me quedará mi amada Marilyn –se giró sobre sí mismo, reclinándose en la silla, para sonreírle a una imagen en blanco y negro donde la hermosa Marilyn Monroe le devolvió el gesto como siempre hacía. Todavía no sé de dónde sacó aquel póster, seguramente lo robaría de algún cine, como el de la película Los caballeros las prefieren rubias que tenía en el recibidor de su diminuto apartamento.

En ese momento, como si fuera el destino el que llamara a nuestra puerta, escuchamos unos golpecitos. Ambos nos volvimos hacia la entrada, donde, a través del cristal opaco, descubrimos la figura de, quien esperábamos, fuera un cliente.

–Un caso, un caso, que sea un caso interesante –murmuró Cisco.

Como él ya estaba apoltronado en su asiento y yo sencillamente me había apoyado en mi escritorio, fui yo quien acudí a abrir. Al otro lado, había una mujer.

Siempre todo comienza con una mujer.

Y qué mujer en este caso.

Su larga melena dorada caía en ondas por su pecho, aumentando la luminosidad que emanaba de toda ella. Era una mujer preciosa, femenina, que llevaba un discreto pero bonito vestido de color rosa que hacía juego con sus gafas.

–¿Bartholomew Allen?

–Barry –la corrigió educadamente, haciéndose a un lado para que la mujer pudiera entrar. Ella lo hizo, recorriendo la estancia con la mirada. Su despacho era el ático del edificio, por lo que era medianamente grande y disponía de una cristalera que les ofrecía mucha luz. Le indicó con una seña que se acomodara en una silla, mientras añadía con tono ligeramente nervioso–: O señor Allen. No use mi nombre completo, por favor, señorita...

–Smoak. Felicity Smoak.

–¿En qué podemos ayudarla, señorita Smoak?

Rodeé el escritorio para colocarme al lado de Cisco, mientras me llevaba la mano al bolsillo interior de la chaqueta del traje para sacar una pequeña libreta. Puede parecer una tontería, pero he aprendido que la separación que ofrece algo como un escritorio ayuda a los clientes a abrirse.

–Antes de explicarles qué me ha traído aquí, me gustaría saber si son discretos. Necesito que lo que hablemos aquí no salga de aquí.

–Por supuesto, señorita Smoak –le confirmé.

–¡Somos los más discretos de la ciudad!

–Trabajo para Industrias Queen –tuve que contenerme para no soltar un silbido, algo que Cisco sí que hizo. Le di un ligero pisotón para que se controlara, sin dejar de mirar a la mujer que seguía explicándose–. Soy la secretaria del señor Queen, en realidad.

–¿De Oliver Queen?

Mi pregunta, quizás, era un poco estúpida, pero era mejor asegurarse. Hacía tres meses que el patriarca de la famosa familia Queen había fallecido en un accidente marítimo, lo que había supuesto un golpe para sus allegados. Desde entonces, su hija Thea protagonizaba la mayoría de los periódicos sensacionalistas y su hijo, Oliver, se había visto obligado a abandonar su vida de playboy para centrarse en la empresa. Por suerte, el cambio de dirección no parecía haber afectado al buen funcionamiento de Industrias Queen, aunque imaginaba que otro escándalo podría ser mortal para la empresa.

–Empecé trabajando para su padre, pero durante los últimos meses he ayudado a su hijo con la empresa. Incluso me ha ascendido a secretaria de dirección.

Apunté mentalmente que Oliver Queen me gustaba.

La mayoría de la sociedad americana se empeñaba en considerar a la mujer un mero florero, como si lo único para lo que sirvieran fuera para ser amas de casa. No era mi caso. No sólo porque mis padres me habían enseñado que el sexo de una persona no tenía nada que ver con su valía, sino porque había crecido junto a Iris y sabía lo buena periodista que era, aunque no la dejaban avanzar en su carrera, relegándola a tareas de secretariado y mecanografía.

–Ajá –asentí, animándola a continuar.

–Iré directa al grano –suspiró la señorita Smoak, colocándose bien las gafas–. El señor Queen ha desaparecido. Hace dos días que no sé nada de él. Ya sé lo que me van a decir, que es lo habitual en él, que no me preocupe... Su familia ya me ha dicho todo eso, pero yo sé que es mentira. Algo le ha ocurrido al señor Queen.

Compartí una mirada con Cisco.

No conocíamos personalmente al señor Queen, pero sí que sabíamos qué clase de persona era. Durante años las idas y venidas de su tortuosa vida habían copado las portadas de las revistas, también de las páginas de sociedad. Oliver Queen llevaba tres años casado con la hermana de la que había sido su novia de juventud, la ahora llamada Sara Queen, pero eso no había impedido que le vieran acompañado de todo tipo de mujeres. También solía ser un personaje frecuente en la noche de Starling City, siendo un habitual de todo tipo de locales.

Había visto más fotografías de Oliver Queen resacoso tras una fiesta que de cualquier otra persona que conocía. Incluso se rumoreaba que el señor Queen se había codeado de la forma más íntima posible con estrellas del celuloide como Rita Hayword, Veronica Lake o la amada de mi socio, Marilyn Monroe.

Por eso, que llevara dos días sin dar señales de vida no se me antojaba un problema, sino más bien una costumbre. No era la primera vez que Oliver Queen desaparecía para llegar al aeropuerto de Starling City una semana después tras haber pasado los siete días en una playa exótica en compañía de una hermosa joven.

–Usted no entiende nada –al parecer, la señorita Smoak podía leerme el pensamiento.

–Entonces explíquemelo.

–En primer lugar, ¿no cree que es demasiada casualidad que hace tres meses el señor Queen padre muera en un accidente de barco y que ahora, de repente, el hijo desaparezca? Le recuerdo que desde la muerte de su padre, el señor Queen se ha centrado: trabaja en la empresa familiar, cuida de su familia, ya no sale por la noche salvo para cenas de negocio... –enumeró la señorita Smoak y no me quedó otra que asentir, porque cualquier habitante de Starling City sabía que era verdad–. Además, Oliver no es lo que todo el mundo cree.

Me sorprendió que usar el nombre de pila, aunque no tanto como lo que noté en su voz. Cariño. Genuino cariño. De hecho, si me fijaba en la hermosa señorita Smoak podía percatarme de lo sumamente preocupada que estaba. Fue entonces cuando comprendí que Felicity Smoak no sólo era una diligente secretaria, era algo más, aunque lo dejé correr para centrarnos en el caso.

–¿A qué se refiere?

–Oliver es una persona extraordinaria.

–Nunca lo he puesto en duda.

–No, no, no me refiero a que tenga buen corazón. Aunque lo tiene, desde luego –la señorita Smoak sonrió un poco, la noté muy cansada–. Oliver Queen no es sólo una buena persona, es un héroe.

Fruncí el ceño. Hacía ya ocho años desde que terminara la Segunda Guerra Mundial, por lo que aquel escándalo se había olvidado, aunque no para mí. Oliver Queen había sido llamado a filas durante 1944, pero se había librado de su responsabilidad mediante alguna excusa barata de niño rico. En aquella época tenía dieciocho años, pero la sociedad había juzgado con dureza su comportamiento. Ocho años después, las aguas habían vuelto a su cauce, Oliver Queen era algo parecido a una estrella de cine, mas seguramente nadie se referiría a él como héroe.

–Si pudiera explicarse mejor.

La señorita Smoak se retiró un mechón de pelo tras la oreja. De pronto, parecía nerviosa, incluso miraba en derredor como si temiera que algún tipo de amenaza fuera a surgir de pronto.

–No conozco todos los detalles, pero sé que el señor Queen sí que participó en el conflicto –la mujer exhaló un suspiro–. Mire, Oliver es... Oliver. Es muy, pero que muy, hermético. Es la clase de hombre que nunca dice lo que piensa, que siempre carga con todo él solo y nunca, jamás, accede a compartirlo contigo. Pero sé que estuvo en la guerra, por mucho que entonces se comentara que estaba en su mansión, a salvo, mientras el resto de soldados se jugaba la vida luchando por la libertad. He oído como grita en sueños –quizás fue porque tanto Cisco como yo enarcamos una ceja o, quizás, porque ella misma comprendió el significado de sus palabras, pero la cuestión es que la señorita Smoak se sonrojo–. ¡No estoy diciendo que haya dormido con él! Ni que lo desee. Qué mal ha sonado eso. ¿Por qué he dicho eso? L-lo que pasa es que... Bueno, viajamos juntos, le he visto dormirse en aviones y... grita en sueños... Gritar de terror, de pesadilla, no de... placer.

La mujer frunció el ceño, ligeramente avergonzada, como si no pudiera creerse que su boca la hubiera traicionado de tal manera. La verdad es que lo consideré adorable, así que sonreí un poco, intentando no violentarla más.

–De acuerdo –asentí con un gesto–. Así que Oliver Queen tiene una vida secreta.

–Más bien diría paralela y secreta, pero así lo creo, señor Allen.

–¿Qué puede decirme de su desaparición?

–Lleva dos días sin acudir a Industrias Queen. Créanme, es muy raro –aseguró la señorita Smoak con tanta seguridad que ya estaba más que convencido de que ahí había un caso. Podía parecer que la mujer exageraba o que un enamoramiento por el famoso playboy había nublado su juicio, pero sinceramente lo dudaba. Felicity Smoak no parecía sino una mujer muy inteligente, brillante, con los pies firmemente aferrados al suelo. Por algún motivo, confiaba en su criterio–. Verá, señor Allen, desde que su padre murió, el señor Queen se dedicó en cuerpo y alma a su empresa. Pero lleva dos días sin venir, ni su esposa ni su madre ni su hermana saben nada de él. Y sé bien que ahora mismo no se veía con ninguna mujer. Soy su ayudante, ¿sabe? Sé perfectamente dónde está a cada momento –la mujer volvió a fruncir el ceño–. Dios, ha sonado como si fuera una acosadora, pero no lo soy. De verdad.

–¿Cuándo fue la última vez que vio al señor Queen?

–La noche antes de su desaparición. Habíamos tenido una reunión con Ray Palmer, el director de Tecnología Palmer. Es una compañía nueva, pero las ideas del señor Palmer son muy innovadoras y al señor Queen le interesaba colaborar para desarrollarlas. La reunión se alargó hasta tarde, así que el señor Queen me acompañó hasta casa y después se marchó con su coche. No he vuelto a verlo desde entonces.

–¿No sabrá qué pudo hacer después?

–Yo no, pero si aceptan el caso, puedo darles algo por lo que empezar. Mejor dicho: alguien –me tendió una tarjeta, donde pude leer:

JOHN DIGGLE

Guardaespaldas, protección personal

–Dig es el guardaespaldas del señor Queen –me explicó la señorita Smoak. Me pregunté por qué alguien como Oliver Queen, un niño rico sin preocupaciones adorado por la ciudad, necesitaría protección personal–. Si me va a preguntar por qué el señor Queen contrató sus servicios, no lo sé. Sin embargo, quizás Dig sí que se lo diga a usted. Es un hombre amable, pero también muy profesional, así que nunca he logrado sonsacarle nada.

–¿Qué dice el señor Diggle sobre la desaparición del señor Queen?

–Nada. Le quitó importancia, pero supe que mentía.

Me acaricié la barbilla distraídamente. La lógica dictaba que no había caso, que Oliver Queen se habría fugado al Caribe con su amante de turno para tostarse en la playa y disfrutar de los placeres de la carne. Sin embargo, algo me decía que la señorita Smoak tenía razón. Ahí había un caso.

–Imagino que desea que encuentre a Oliver Queen.

–Alguien tiene que buscarle, traerle de vuelta.

–No le prometo nada, pero sí que investigaré.

Al oír mis palabras, la señorita Smoak pareció realmente aliviada. De hecho, por primera vez desde que nos habíamos conocido, me sonrió de verdad. No de esa forma un tanto falsa que todos utilizamos por mera cortesía, sino con esa honestidad luminosa que, de algún modo, supe que era muy propia de ella.

–Muchas gracias, señor Allen.

La mujer me entregó otra tarjeta, en este caso una que pertenecía a Oliver Queen, aunque la señorita Smoak había escrito tanto su nombre como un número de teléfono en la parte de atrás. Tras explicarme que era el número que correspondía a su casa y que si no la encontraba en la oficina, podría localizarla ahí, se marchó no sin antes dedicarme otra de aquellas sonrisas. Al despedirla, me quedé un momento rezagado en la puerta, observando como se marchaba con naturalidad. Me gustaba como se movía, era femenina, pero no de un modo excesivo, pues no agitaba sus caderas ni hacía repiquetear sus tacones como intentando toda la atención del mundo.

En ese momento, no puedo negarlo, envidié a Oliver Queen. Por mucho que tuviera experiencia averiguando las motivaciones de mis clientes, no me hacía falta para saber que Felicity Smoak estaba enamorada de Oliver Queen.

Cuando regresé al interior del despacho, me topé con la sonrisilla maliciosa y divertida de Cisco. Intenté ignorarla, pero algo en mi persona me impedía hacerlo. Siempre había sido superior para mí y no podía resistirme a poner los ojos en blanco e interrogarlo. Por supuesto, en aquella ocasión no fue diferente. Tras sentarme tras mi escritorio, le miré con aire hastiado, mientras me rendía a la evidencia:

–¿Qué?

–¿De verdad vamos a investigar la desaparición de Oliver Queen? ¿Has decidido caer en la tentación del dinero fácil y que nos convirtamos en paparazzi? Porque eso, Barry, sería caer muy bajo.

–Creo que la señorita Smoak tiene razón.

–Y yo creo que te has enamorado de la señorita Smoak.

–¿Qué? ¡Eso no es verdad! –admito que mi voz sonó más aguda de lo que debería, también que me sonrojé ligeramente y me sentí incómodo. Pero no, no me enamoré de Felicity Smoak, aunque sabía que era algo muy sencillo de hacer, pues aunque la había conocido poco, aquella mujer me había parecido excepcional. Sin embargo, como conocía a Cisco, sabía que la mejor arma para cortar aquello de raíz era emplear la fría lógica–. Admitirás que es un poco extraño que el padre muera y meses después el hijo, aparentemente reformado, desaparezca.

–Casualidad.

–La casualidad no existe en nuestro empleo. ¿Y las pesadillas?

–Interpretaciones románticas de una secretaria enamorada.

–No lo creo.

–Si fuera un secuestro, habrían llamado a la familia pidiendo un rescate.

–Entonces también habrían aclarado que nada de policía y los Queen estarían encargándose del caso por su cuenta y riesgo –sonreí con aire triunfal, pues aquel argumento no podía derribármelo. Al ver que Cisco se pasaba la mano por el pelo, echando la cabeza ligeramente hacia atrás, decidí darle el golpe de gracia–. Además, no es como si tengamos algo que hacer.

–Cierto –mi socio apretó los labios con aire pensativo, aunque no tardó en relajarlos para sonreír alegremente–. Además, he oído que Sara Queen es tan hermosa como una estrella de cine. No creo que vaya a suponerme un trauma tener que hablar con ella.

–Desde luego que no.


La mansión de los Queen era sencillamente impresionante. Tanto Cisco como yo nos quedamos impresionados, conteniendo un silbido en nuestros labios a duras penas. De hecho, nos costó encaminarnos por el camino empedrado hasta la puerta de la mansión y eso que el mayordomo había sido muy amable de abrirnos, gracias a una ingeniosa mentira de Cisco. Yo era horrible con las mentiras, me ponía nervioso y acababa diciendo tonterías que únicamente me ponían en peor lugar.

A pesar de que en mi bolsillo descansaba la tarjeta de John Diggle, el guardaespaldas de Oliver Queen, preferí que nuestra primera visita fuera la familia. En primer lugar, porque consideraba más adecuado asegurarnos que ocurría algo extraño y, en segundo lugar, porque creía que Sara Queen accedería a hablar con nosotros más fácilmente que alguien que tenía experiencia en el ejército. Porque estaba seguro de que John Diggle era militar, no era muy difícil de deducir entre el conflicto mundial y el hecho de que se dedicara a la seguridad privada: era la carrera más sencilla para un soldado licenciado.

En la puerta nos recibió un mayordomo que nos hizo sonreír a ambos. El pobre hombre no podía ser más tópico: alto, estirado, uniforme oscuro y el rictus severo de quien parece juzgar al mundo entero.

–Diez dólares a que se llama Bautista –le susurré a Cisco.

–Veinte a que tiene a Oliver Queen en el sótano. ¡Porque siempre es el mayordomo!

En cuanto llegamos, el mayordomo –que para mí siempre sería Bautista, pues parecía llevar ese nombre tatuado en la frente– enarcó una ceja con cierta arrogancia, mientras se fijaba en nuestras manos que, oh, qué error, no contenían ningún paquete para la señora Queen.

–No son recaderos.

–Bueno, en cierta manera sí que lo somos –opiné, provocando que Cisco pusiera los ojos en blanco–. Eh, no tengo la culpa de que haya cierto de eso en nuestro trabajo –luego recordé dónde me encontraba y por qué, así que intenté poner mi cara más seria y profesional, que poco tenía de ambos, pero bueno. Le tendí una mano a Bautista, aunque el hombre no se movió ni un centímetro–. Me llamo Barry Allen y me gustaría hablar con Sara Queen sobre la desaparición de su esposo.

Silencio.

–Mire, sólo soy un detective privado. No supongo ninguna amenaza... aunque, claro, me he criado con un policía. Si le doy el chivatazo de lo que ocurre, no creo que el inspector West tarde en venir a husmear. Y no quieren eso, ¿verdad? Sobre todo porque resultaría muy sospechoso que una esposa no denuncie la desaparición de su marido.

–Alfred, déjales pasar. Me reuniré con ellos.

La cristalina voz de una mujer resonó por el recibidor con cierta tirantez. Fue como si acabara de lanzar un hechizo, pues el mayordomo se hizo a un lado y, de pronto, nos trató con educación exquisita. Mientras el hombre nos conducía a través del amplio hall –que más parecía la estancia de un palacio, sobre todo con esa enorme escalera de madera que se alzaba–, me acerqué a mi socio.

–Sigo creyendo que Bautista es mejor.

–Lo sé, amigo, lo sé.

Cisco me palmeó la espalda, justo antes de que tuviéramos que entrar en el salón de los Queen. Una vez más, aquella habitación era más grande que mi apartamento y estaba tan primorosamente decorada que no parecía real. En el centro, acomodada en un elegante sofá, se encontraba Sara Queen.

Yo había visto a la señora Queen en las revistas, por lo que conocía su aspecto, pero aún así me sorprendió tenerla tan cerca. Sara Queen era hermosa, muy hermosa, con una larga melena dorada y los ojos azules. Llevaba un vestido negro que no terminaba de encajar con aquel aire de muñeca desvalida que tenía, aunque también era verdad que su mirada no lo reflejaba tampoco. De hecho, la señora Queen tenía una mirada inteligente y dura, lo que me hizo pensar que no era la joven delicada que vendían las revistas.

–Lamentamos molestarla... –empecé a decir.

–Ha sido la señorita Smoak quien les ha hecho venir, ¿me equivoco? –me quedé un poco desconcertado, aunque acerté a asentir. Sara Queen se mordió el labio inferior con aire pensativo. Curiosamente, no parecía ni enfadada, ni triste, ni siquiera molesta, algo que sería bastante lógico al tener en cuenta el historial de su esposo con las mujeres; supuse que estaba más que acostumbrada–. No es que pueda culparla –murmuró para sí antes de mirarnos directamente a los ojos. Estaba muy entera, calmada, aunque también parecía preocupada–. Si les he dejado pasar es por el respeto que le tengo a la señorita Smoak, que les quede claro.

–¿Y no por su marido?

–Mi marido se encuentra perfectamente. Es cierto, no está en casa, seguramente no está en Starling City, pero eso no significa que esté en apuros –se puso en pie para acercarse a una mesa baja que había junto a la pared; se sirvió una copa, antes de volverse hacia ellos–. Mucho me temo que la señorita Smoak ha terminado por idolatrar a mi marido. No me entienda mal, señor Allen y...

–Ramon. Cisco Ramon.

–Señor Ramon, mi marido es una buena persona, pero también es un don Juan. Adora a las mujeres y las mujeres le adoran a él, lo que resulta una gran combinación para Oliver, pero no para aquellas que le queremos.

–¿Entonces su esposo se encuentra con una mujer? –pregunté.

–Es lo que suele hacer.

–No se ofenda, señora Queen, pero tengo entendido que desde la muerte de su madre, su esposo ha abandonado sus prácticas habituales.

–¿Alguna vez ha intentado abandonar una rutina, señor Allen? Es extraordinariamente difícil –la mujer se encogió de hombros, como si aquella situación fuera el pan suyo de cada día–. Desde que era adolescente, Oliver ha ido de flor en flor. ¿Sabe cómo le conocí? Era el novio de mi hermana, Laurel, pero la engañó conmigo. Yo sabía dónde me metía desde el momento en que accedí a acostarme con Oliver Queen, pero me temo que la señorita Smoak no le conoce tan bien como yo.

–¿Sabe... er... con quién podría estar?

–He oído que Helena Bertinelli ha vuelto a la ciudad. Son amigos. Seguramente esté con ella, aunque no es que lo sepa con seguridad –tras contemplar el interior del vaso, la señora Queen se engulló el contenido. Con cuidado, depositó el recipiente sobre la mesita, junto a las botellas–. ¿Necesitan algo más o he de esperar a su amigo el policía?

–Sólo una cosa más –asentí, acompañándome de un gesto–. Su esposo y usted viven con la familia de él, ¿verdad? –eché mano de mi memoria para recordar todo lo que sabía sobre los Queen–. Moira y Thea, si no me equivoco.

–Esta es su casa.

–¿Dónde están?

–Moira tenía una reunión con sus amigas. Son un grupo de mujeres poderosas que deciden ocupar su tiempo organizando lujosas fiestas de carácter benéfico –me pareció entrever desdén entre sus palabras, pero la verdad era que Sara Queen era una persona hermética. Podía parecer una bonita muñeca, una mujer florero en apariencia insulsa, pero tuve claro que esa mujer era el mejor ejemplo de que las apariencias engañan.

–¿Y Thea Queen?

–Quién sabe. Puede estar rodando, posando para un fotógrafo o ahogando sus múltiples penas en cualquier local de mala muerte –en aquella ocasión, a diferencia de la anterior, me dio la sensación de que la señora Queen se esforzó en parecer desdeñosa–. Mi cuñada no está en su mejor momento ahora mismo, no logra superar la muerte de su padre. Es joven y sensible, no la mejor de las combinaciones para afrontar una ausencia tan repentina como la de mi suegro.

–¿Cuál ha sido la máxima cantidad de tiempo que su esposo ha estado desaparecido?

–No lo sé, señor Allen, no suelo llevar la cuenta –la dureza en su rostro fue más que evidente. Sabía que estaba tentando a la suerte, que estaba agotando su paciencia, pero por algún motivo seguía sin sentirme cómodo con todo aquello. Quizás había caído rendido ante el hechizo de Felicity Smoak, mas no creía que Oliver Queen estuviera perdido con cualquier chica. La señora Queen, por su parte, añadió con irritación–: Mire, creo que he tenido suficiente paciencia con ustedes. Les he atendido por mera educación, cuando no tenía por qué y creo que ya está bien.

–Desde luego, señora. Ya nos vamos.

Cisco se despidió con un ademán, antes de indicarme con un discreto gesto que le siguiera. A pesar de no estar nada convencido, lo hice. Sabía que Sara Queen no iba a responder más, ya había acabado con nosotros y mucho me temía que en cualquier momento podría mandar a una jauría de perros malvados a por nosotros.

Lo peor era que no hubiera sido la primera vez.

Ni Cisco ni yo intercambiamos ninguna palabra hasta que Bautista –me negaba a admitir que no se llamaba así– nos acompañó hasta la salida, cerrando tras nosotros la verja que rodeaba a la mansión. De hecho, no fue hasta que ya nos encaminábamos hacia mi coche, cuando Cisco al fin dijo lo que se moría por decir:

–Te dije que no había caso.

–No lo sé...

–Oh, vamos, Barry, admítelo. Oliver Queen está con una de sus amigas y su secretaria no quiere admitirlo. Fin de la historia –me pasó un brazo por los hombros, sonriéndome de aquella forma que indicaba que me consideraba un desastre. Estuve a punto de suspirar, quizás tenía razón; quizás todo se debía a mi manía de encontrar extrañas conspiraciones en cualquier lado... como bien había dicho la señora Queen, abandonar una rutina era muy difícil–. Esto es lo que vamos a hacer: iremos a por unas hamburguesas y unas patatas fritas y volveremos al despacho por si nos llega trabajo de verdad.

–De acuerdo –asentí.

Quizás no había caso después de todo.


Starling City nunca había sido una ciudad especialmente segura, aunque por la noche era cuando se transformaba en un auténtico peligro, sobre todo cuando alguien cruzaba esa frontera entre la parte rica y la parte pobre. Los Glades, con sus callejones oscuros y sus bandas peleándose por el territorio, era prácticamente una zona de guerra.

Y Sara Queen sabía lo que se decía cuando hablaba de guerra. La había vivido en sus propias carnes, no extrañando a su padre desde casa como si había hecho Laurel. Había protagonizado todo tipo de situaciones durante los dos últimos años del conflicto, aunque a ojos de todo el mundo sólo había sido una enfermera más. Ojalá su historia fuera tan sencilla. Mas no lo era y, por eso, recorría las tenebrosas calles de los Glades sin temor, con más urgencia por hallar lo que buscaba que por abandonarlos.

Además, le gustaba la oscuridad, una podía refugiarse en las sombras.

Alcanzó la zona más segura, la zona popular. Starling City era un lugar donde las distinciones eran importantes, donde dos barrios parecían dos universos completamente diferentes. Por eso, era como si hubiera dos noches diferentes en la ciudad: la de los ricos, llena de glamour, fiestas y bailes y después la que todo el mundo quería vivir, la de los clubes, el alcohol a raudales y la fauna propia de la farándula. Todos querían entrar en los garitos de los Glades, ahí estaba la diversión, la perversión y seguramente mucho más dinero que el de los locales pijos del centro.

El resplandor de las luces esmeralda del Verdant la calmaron, no porque temiera por su integridad, sino porque, al fin, la pesadilla acabaría. Por fin salvaría a su mejor amigo y podría dejar de preocuparse por detectives privados que hurgaban donde no debían.

En el fondo, le había hecho un favor al señor Allen, aunque él no lo supiera.

En medio de aquel tenue brillo verde, que parecía desteñir poco a poco la oscuridad de la calle trasera del Verdant, una figura surgió. Sara se puso tensa, hundiendo la mano en su bolso para colocarla sobre el revólver que llevaba en el bolso. Estaban solos los dos. Algo no iba bien, deberían estar los tres. Oliver debería estar ahí.

–Se suponía que era un intercambio –dijo con frialdad.

–He cambiado de opinión.

Sara supo en aquel preciso momento que estaba perdida. Había acudido a una trampa, tal y como había sospechado. Quiso soltar un gemido. No podía abandonar a Oliver, no tras todo lo que había hecho por ella, era su marido y su mejor amigo. Y precisamente eso le iba a costar la vida, aunque Sara también sabía lo que se hacía y esperaba salvarle la vida a Oliver.

–Es una suerte que yo también.

Sacó la pistola del bolso, dispuesta a reventarle una rodilla, pues desgraciadamente necesitaba que viviera. Debía interrogarle para conocer el paradero de Oliver. Sin embargo, estaba apretando el gatillo, cuando su oponente demostró ser tan rápido como ella. Sara notó el impacto en el estómago, lo que le arrancó varias lágrimas de pura impotencia, al mismo tiempo que se desplomaba.

Sólo esperaba haberle herido ella también.


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Próximamente: Capítulo 2 - Atrapados en secretos.

Nos vemos en el próximo capítulo =D