Dos años...
Dos años que parecían una eternidad. Dos años cuyos días habían transcurrido lentamente, dolorosamente, en silenciosa espera.
Candy contempló con desgano el jardín lateral. Los arbustos no parecían estar muy felices con sus esfuerzos, y sin duda ese nuevo jardinero que era tan quisquilloso la retaría por no saber algo tan básico como arrancar malas hierbas. Había estado demasiado inmersa en sus pensamientos como para notar que no estaba trabajando correctamente.
Dos años.
Veinticuatro meses de angustia silenciosa, de fingir que todo estaba muy bien, de ignorar las miradas de lástima y asegurar a todos que nada le hacía falta cuando, en realidad, lo único que realmente necesitaba no estaba a su alcance.
Dos años de soledad infinita, de vacío inexplicable, de sozobra, de llanto gritado en lo secreto y de nostalgia fuera de proporción... de silencio.
Dos años desde que Albert había decidido viajar a Inglaterra y de ahí a Escocia; sin una explicación, una despedida o un mensaje que indicara cuál había sido la causa de tan impetuosa decisión. Nada, ni un atisbo de esperanza, ningún signo que le permitiera mantener el ánimo en alto y libre de sombras. Tan sólo esporádicas postales y notas enviadas a George o Archibald e incluso a la tía Aloy. Noticias impersonales que no explicaban lo inexplicable y no podían tranquilizarla en absoluto.
Dos años.
Era demasiado tiempo para conservar la paz. Demasiado tiempo para no darse cuenta de que algo grave ocurría con Albert. Nada como la distancia y la soledad para dejar las cosas tan claras como las palabras jamás podrían hacerlo.
¿Había sido una ilusa? ¿Era demasiado ingenua al creer en lo imposible? Quizás. Pero resultaba difícil desterrar la esperanza que aún permanecía en su corazón. Las dudas herían, lacerando su alma como afilados cuchillos, exponiendo ante su conciencia errores que no creía tales, atormentándola con el veneno siempre lento de los "¿Y si...?".
Interrogantes sin respuesta. Heridas abiertas que continuaban sangrando... y, sin embargo, dentro de todo ello, inmersa en el claroscuro en que se había convertido su vida, yacía, regada por la abundante e inestinguible luz del amor, la bendición de la comprensión más absoluta sobre el ineludible destino que había sido trazado para ella.
Destino.
Más de una ocasión habría estado dispuesta a jurar que tal cosa no existía; pero ahora, ante los despiadados ires y venires de la cotidianeidad, estaba dispuesta a invocarlo ¿Cómo negar su existencia, si ella parecía su más acabado logro? ¿Como rehuir cualquier posibilidad de obtener la felicidad que tanto la había esquivado? ¿Cómo, en el nombre del buen Dios, aniquilar el último vestigio de ilusión y optimismo que conservaba?
Sin percatarse de lo que hacía, llevó sus manos al pendiente, donde reposaban, para siempre unidas, la Cruz de la señorita Pony y el águila de los Ardley. Sus manos recorrieron ansiosa y dulcemente los metálicos perfiles del amuleto, como si al acariciarlo acariciase también al dueño original.
Fue entonces que su corazón desesperado formuló el deseo más intenso de su existencia:
¡Por favor! ¡Tan sólo quiero verlo una vez más!
