Advertencia: Las constelaciones que aparecen pertenecen al hemisferio norte.

Ja'far estaba preocupado, ¿Dónde se había metido Sinbad esta vez?

El pobre secretario siguió su frenética búsqueda, había mandado a Sharkan y a Pisti a los burdeles, a Yamraiha y Spartos a las tabernas, Drakon y él estaban buscando por el palacio, Masrur había ido a buscarlo al bosque, Hinahoho estaba en el puerto…

No quería preocupar a sus invitados, no era correcto, aparte de que ellos tendrían que salir por la mañana temprano para ir a Zagan. Estaba loco de preocupación y frustrado por no poder encontrar al idiota de su rey, solo esperaba que no se encontrase efectivamente en los burdeles o las tabernas. Lo último que necesitaban era que la gente supiera que su rey estaba maldito, aunque solo fuera temporalmente, y cundiera el pánico.

Siguió corriendo de sombra en sombra, más por costumbre que por no querer ser visto, buscando al mayor mujeriego de los siete mares.

Masrur no tenía prisa, ninguna en realidad, al principio había sido difícil pero ya había captado el olor de su rey. Una mezcla única de fragancias, podría distinguirla en cualquier lugar, que había llegado a asociar con seguridad y hogar, por más extraño que pareciera.

Al borde de un acantilado, en un celador de mármol blanco, lo encontró con una copa en la mano y varias botellas a sus pies. No llevaba más contenedor de metal que Focalor y una sencilla túnica como la que usó mientras estuvieron en Balbadd la última vez.

Miraba distraído a luna y sus ojos vagaban por las estrellas, creando patrones que había aprendido de memoria durante sus viajes por tierra y mar. La cruz del norte, la osa mayor, Orión el cazador, Tauro y sus Híades y Pléyades… decía la leyenda que eran las hermosas hijas de un gigante que existió milenios atrás.

Suspiró mientras miraba al cielo nocturno; no podía divisar todas las constelaciones que hubiera deseado por el intenso resplandor de la luna que colgaba del cielo, regalándole contornos de plata al negro mar que chocaba estruendosamente contra el acantilado; intentando hacer mella.

Masrur se acercó cautelosamente a su rey, quien le oyó aproximarse. Su siempre silencioso Masrur, el chiquillo que una vez le venció en la arena, que cuidó de él y le ayudó a volver a sus sentidos siendo esclavo; su segundo al mando cuando provocó una rebelión en la isla de Ria Venus.

—¿No está hermoso hoy el cielo? —. Le preguntó, giró la cabeza suavemente, mirando por encima de su hombro. La luz plateada paliaba el efecto visual que la maldición de Ithnan ejercía sobre su piel.

Siguió silencioso como siempre y el mayor se encogió de hombros mientras volvía a jugar con las estrellas, recordando historias que les habían dado nombre.