Prólogo

El Colegio François-Dupoint era uno de los más distinguidos, no sólo en París sino en todo el país galo. Sus catedráticos eran reconocidos y los alumnos debían esperar una larga lista para ser admitidos.

Incluso el actual alcalde de la ciudad lo sabía y por eso había inscrito a su hija desde antes que ella naciera, aunque apenas pudo ingresar hasta que la pequeña tenía once años. El colegio se guardaba el derecho de admisión, a veces no era sólo que sus padres otorgaran innumerables donativos, no, los alumnos debían ser expertos en alguna rama.

Todos tenían un don que era bien explotado por el Colegio para que su fama siguiera creciendo.

Sin embargo, la constante participación de los padres era necesaria. Muchos, eran obligados a suspender algunas citas en su apretada agenda para asistir a la reunión semestral. No importaba a que empresario, dignatario, político o socialité debían ver, nada era más importante que la educación de sus hijos, de lo contrario los jóvenes iban a regresar a lista de espera.

Así era François-Dupoint, su fama lo precedía y podía darse ciertos lujos y obligar a las personas a hacer cosas que no quería, aunque… algunos esperaban la cita.

Muchos de los padres veían esa oportunidad de reunión como una reunión de negocios. Se podían conocer entre ellos y muchas de esas conversaciones solían terminar como un negocio que atraía ganancias a ambas partes.

Otros tantos, solo querían conocer a los padres de los chicos que estaban alrededor de sus vástagos, así sabrían de qué familia provenían y si eran buena influencia para sus hijos. Ese año, la profesora encargada de toda esa reunión, fue la profesora asesora de la clase 2, salón 1: Mademoiselle Bustier. Era la primera vez que estaba encargada de todo y quería mostrar sus aptitudes a los presentes. Para su buena fortuna los padres de cuatro de sus alumnos le habían ayudado de buena gana: El alcalde había dispuesto el mejor salón de eventos de la ciudad y la seguridad más férrea liderada por otro de los padres de los alumnos, el oficial Raincomprix. Los bocadillos habían sido hechos por la célebre chef del Grand Hotel de París y la mesa de postres por el matrimonio de pâtissière reconocidos en toda la ciudad.

—Señores Dupain-Cheng, agradezco su apoyo de todo corazón. —Admitió la profesora que estaba hecha un manojo de nervios al ver como los padres ingresaban al salón ataviados con sus mejores galas.

—Fue todo un placer, Miss Bustier. Nada es tan pequeño o tan grande cuando se trata de mi Marinette. —Admitió en modo risueño Tom Dupain estrechando la mano de la profesora.

—Gracias, de verdad gracias por la mesa de postres. Es hermosa y se ve de mucha calidad además que lucen deliciosos.

—Oh, profesora. Hacemos lo que podemos y es con mucho cariño. —Admitió Sabine Cheng en tono tranquilo.

La profesora se despidió de ellos invitándolos a pasar mientras daba la bienvenida a otros padres. Era como si la crema y nata de la sociedad estaba en ese salón. Joyas, esencias, trajes y vestidos de diseñador, bebidas de la más alta calidad y la música más exquisita era lo que rondaba el lugar.

Los grupos fueron formándose y las risas así como las bebidas circularon entre los presentes.

Era una noche tardía que el calor no permitía disfrutar del todo. Cerca de los campos Elíseos, un auto estaba atascado en la avenida, el tráfico era pesado y no daba muestras de avanzar. La pareja que estaba dentro del auto estaba molesta, cada uno viendo al lado contrario para evitar ver a su interlocutor.

—Te dije que esto es una completa estupidez. —gruñó el hombre. —No es más que perder mi tiempo, tuve que cancelar varias cit-

—No mientas. —interrumpió la mujer. —Nathalie me dijo que estabas libre.

—Puedo perder mi tiempo de mejores formas.

—Gabriel, es por nuestro hijo; por una vez en tu vida, deja de pensar en ti y puedes pensar en él. —gritó la bella mujer que trataba de acomodarse el adorno de su vestido.

—¡No me interesa! Esta reunión es estúpida, todos los que estarán ahí son estúpidos, alguien como yo no debería involucrarse con escorias como esas. —refunfuñó el hombre mientras limpiaba sus lentes con el pañuelo que llevaba en la bolsa del saco.

—Gabriel, yo sé que lo que menos te interesa es Adrien, pero es tu hijo… trata al menos de involucrarte un poco. —rogó en tono conciliador la mujer.

—Charlotte. —volteó el hombre. —Estas reuniones son una pérdida de tiempo, ¡qué se dediquen a instruir a Adrien y dejen de molestarme! ¡Soy un hombre ocupado!

—Gabriel. —La mujer detuvo las palabras que estaban a punto de estallar, soltó un suspiro. —Olvídalo.

Las peleas como esas eran cosa de todos los días dentro del matrimonio Agreste. Llevaban veinte años de casados y jamás habían llegado a una armonía. Creyeron que con la llegada de un hijo todo se relajaría y tal vez fueran una verdadera familia, pero cuando algo está mal desde el principio a veces se involucran a inocentes como un intento desesperado para solucionarlo.

Adrien trataba de cumplir los altos estándares que su padre ponía sobre él, tal como el padre de Gabriel lo había hecho para con él, pero jamás era suficiente, la perfección nunca era suficiente.

Para Gabriel Agreste, el magnánimo diseñador oriundo de París y una estrella en todo el mundo, su familia era una imagen para que no se viera tan inhumano como todos pensaban. La fotografía de "perfecta familia" era a veces necesaria para el negocio.

Charlotte era una historia distinta, era la imagen de la esposa perfecta: bella, inteligente, extrovertida, de familia de renombre, con una herencia lista para que cualquier pusiera sus manos sobre ella, pero, como todas las mujeres de sociedad; infeliz, muy infeliz.

Tardaron años en casarse, años en tener a Adrien y años en tratar de llevarse bien, pero nunca lo hicieron. Suspiraba más con los años, viendo como la imagen infantil del matrimonio se había esfumado entre sus manos. Lo único propio era su hijo, Adrien… él era el único que la mantenía cuerda o de lo contrario no hubiera dudado en terminar con todo eso. Sus ojos verdes ya no podían derramar lágrima alguna, ya no había. Los primeros años de su matrimonio lloraba a todas horas pero con el tiempo la resignación la convirtieron en su presa favorita.

Gabriel era otra historia, no la odiaba, tampoco le desagradaba pero de algún modo no quería pasar tiempo con ella o su hijo; Gabriel Agreste se enfrascó en su trabajo, cosechando éxitos profesionales, uno tras otro. No se dio cuenta cuando el bebé que recibió en el hospital se había convertido en un chico de dieciséis años. Nada había pasado como lo había planeado, nada había salido como pensó, nada era como lo soñó.

Anhelos, sueños, ideales… todo lo que había ideado en su juventud se había esfumado de entre sus dedos, como arena. No quería hacerles daño pero siempre terminaba haciéndolo. Quería a Adrien, pero algo en él no permitía amarlo.

Llegaron al salón casi a la mitad del evento, ambos enojados. Era la misma historia cuando debían ir juntos a algún lugar. Charlotte se adelantó, en cuanto el valet parking abrió la puerta, la mujer de cabellos rubios tomó su bolso, su abrigo y subió la escalinata a toda velocidad. Ya no quería mantener la imagen la esposa perfecta de la casa Agreste.

Gabriel se quedó en la limosina otro rato, el chofer esperaba órdenes así como el valet parking pero el hombre estaba inmóvil. El diseñador se había quitado las gafas, su perfecto peinado hacia atrás con fijador hacia que su cabello pareciera de otro color además que las canas comenzaban a adornarlo. Sus finos rasgos se habían endurecido, sin muestra de sonrisa alguna, no recordaba cómo hacerlo, había pasado mucho tiempo sin que algo lo hiciera feliz.

Salió del auto y en vez de dirigirse al auditorio, optó por dar una ligera caminata en el parque cercano. A pesar de la hora varias parejas caminaban por las veredas adoquinadas, tuvo envidia. ¿Hacia cuanto que no se sentía enamorado? ¿Hace cuánto sintió "mariposas en el estómago"? ¿Hace cuánto había sido feliz?

Se quitó la levita del smoking, se aflojó el moño que adornaba su cuello y se despeinó. Si alguien no sabía cómo era sentirse infeliz, sólo era necesario conocer a Gabriel Agreste. Se sentó en una de las bancas, dejándose caer pesadamente, levantó la vista y vio la cima de Torre Eiffel con la luna detrás. Una bella imagen, lo único que recordaba era sentirse libre cuando estaba en la cima de esa estructura… ¿cuántos años habían pasado?... Los mismos de su última sonrisa, los mismos de cuando se enamoró por primera y única vez.

Su primer amor había terminado como empezó: como un desastre. La había conocido en la entrada de la facultad de ciencias sociales en la universidad. Su cabello negro que con la luz del sol destellaba en tonos azulados, sus ojos que tintineaban como zafiros, su piel nívea y suave que se erizaba cuando entraba en contacto con sus dedos, cuando él la acariciaba; el hecho de sentir esa descarga eléctrica…

—Veinticinco años. —Murmuró el hombre enterrándose los dedos en el cabello. —Veinticinco años desde la última vez que la vi, la última vez que sonreí.

Tantos años extrañándola, tantos años cansado de la vida que no pidió, de experimentar una vida impuesta, de vivir en su miseria ¿qué le había hecho ella para que la vida que antes había aceptado resignado ahora le parecía una pesadilla? Ya no importaba llorar sobre el agua derramada.

Se levantó, se acomodó el smoking, se peinó con los dedos y volvió a poner su rostro sin emoción alguna, la seriedad le quedaba, así nadie adivinaría lo infeliz que era. Regresó al recinto, donde la música clásica se abría paso entre el silencio de la zona.

—Marinette, no coman sólo golosinas, está bien dile a Alya que su mamá le manda saludos, no se duerman tarde, yo creo que llegamos en unas dos horas, buenas noches.

Gabriel vio de reojo a una mujer de estatura pequeña que hablaba por teléfono. La fémina estaba ataviada con un vestido de corte oriental en color rojo con flores negras, el cabello negro de estilo corto y una camelia adornándolo. La mujer absorta en su teléfono chocó contra él, empujándolo ligeramente.

—Lo lamento. —Se excusó —Lo siento, estaba distraída.

—Lo que me faltaba, que alguien más echara a perder mi arruinado humor. —Bufó molesto, acomodándose el smoking.

—Me excuse con usted, sólo choqué no es como si se hubiera accidentado. —El tono de Sabine mostraba cierto enojo, era justo; no causó algo más grave.

—No me interesa, por menos he demandado a varias personas. ¿Crees que me detendría?

—¡Por el amor de Dios! —Sabine rodó los ojos en tono de fastidio. —¿Qué esperas? ¿Qué me arrodille y suplique tu perdón? Si es así te equivocaste de persona.

La mujer asiática ignoró al diseñador y regresó al auditorio guardando su celular en su bolso de mano. Dicho movimiento hizo enfurecer a Gabriel, nadie, absolutamente nadie era capaz de ignorarlo y dejarlo hablando solo.

—Puedo destruirte si-

—¿Si qué? —desafió la mujer al verlo a los ojos. —No sé qué demonios te pase pero tampoco me interesa. Si tuviste un mal día no es asunto mío, y tampoco seré la víctima que se deje amedrentar por ti.

Con un movimiento violento, se zafó del agarre el cual había disminuido, dejando a Gabriel confundido. El diseñador se sentía extraño, algo dentro de él había volcado en un cúmulo de emociones que creyó jamás volver a sentir, su corazón latía tan fuerte que se saldría del pecho, le faltaba el aire, sus piernas fallaron y cayó al suelo. Uno de los valet parking se acercó a ayudarlo, pero Gabriel no podía hablar ni siquiera podía emitir sonido alguno.

Hasta que un susurro se abrió paso entre el silencio.

—¿Bridgette?