Jane Fairfax, bella, inteligente y talentosa; con una familia, que aunque no suya, la adoraba y un buen carácter, parecía reunir en su persona los mejores dones de la existencia; y había vivido cerca de veintiún años sin que casi nada la afligiera o la enojase aunque con el conocimiento de que aquello habría de acabarse algún día.
Jane había sido la única hija del matrimonio Fairfax, un matrimonio que si bien parecía destinado a ser feliz y a ayudar a la familia de la esposa (que estaba pasando por un gran bache económico desde la muerte del vicario Bates) se había revelado como infortunado al morir el teniente Fairfax en el extranjero por acción de la guerra, a la cual siguió su joven esposa, consumida por el dolor y la tisis… Único recuerdo de aquel matrimonio desdichado quedó la joven Jane, quien a la vista de la falta de recursos de la señora y señorita Bates, parecía destinada a vivir allí el resto de su vida, a recibir una educación proporcionada a los escasos medios de su familia, y a crecer sin frecuentar la buena sociedad y sin poder perfeccionar los dotes que la naturaleza le había proporcionado: encanto personal, viveza de ingenio, un corazón sensible y un trato agradable.
Pero los compasivos sentimientos de un amigo de su padre le dieron la oportunidad de cambiar su destino. Ese amigo era el coronel Campbell, que había tenido en gran estima al teniente Fairfax, considerándolo como un excelente oficial y como un joven de grandes méritos. El señor Campbell estaba casado y tenía una hija, de aproximadamente su misma edad y Jane se convirtió en huésped habitual de su casa, en la que pasaba largas temporadas, siendo muy querida por todos; y antes de que cumpliera los nueve años, el gran cariño que su hija sentía por ella y su propio deseo de dispensarle su protección, movieron al coronel Campbell a ofrecerse para correr con todos los gastos de su educación. La oferta fue aceptada; y desde entonces Jane había pertenecido a la familia del coronel Campbell y había vivido siempre con ellos, sin visitar a su abuela más que de vez en cuando.
Sin embargo, y aunque vivía sin apuros, el matrimonio Campbell no podía permitirse dar una posición económica independiente a Jane, pues su fortuna debía ser íntegra para su hija. Se decidió que se preparara para la enseñanza, dado su carácter afable y sus grandes conocimientos. A los dieciocho o diecinueve años era ya una joven de facultades admirables, pero ¡oh!, mucho habían subestimado los Campbell el alcance de su afecto y viendo imposible padres e hija una separación tan temprana, decidieron aplazar el día fatal y Jane siguió viviendo entre personas distinguidas, alternando en una sociedad elegante hasta que se decidiese a tomar las riendas de su destino.
Sobre este destino charlaban precisamente el señor y la señora Campbell una cálida noche de finales de septiembre:
-Un día nos dejará. Tal vez no sea ni este año, ni el siguiente; pero algún día nos dejará. ¿Y todo para qué? ¡Para convertirse en una institutriz! ¡En institutriz! Una muchacha de tan grandes dotes… ¡convertida en una vulgar institutriz!- se lamentaba Mrs. Campbell con apasionado calor.
-Lo sé, querida. Te comprendo perfectamente, los sentimientos que expresas no me son desconocidos y, sin embargo, ¿qué puedo hacer que no haya pensado antes? Bien sabes que tras la boda de Georgiana apenas nos quedará para vivir nosotros holgadamente. Jane ha sabido siempre cual iba a ser su destino y su futuro, y en el fondo creo que prefiere valérselas por si misma aunque sea como institutriz que tener que vivir a expensas de nosotros, aunque la consideremos como una hija nuestra. Una joven de tan rectos principios como siempre he creído a Jane consideraría este proceder indigno.
-Es cierto, es cierto. Y sin embargo… Creo que no me importaría tanto si fuese una joven vulgar y corriente. Y nuestra Jane es todo menos eso… Es una chica guapísima, tan lista y con tanto talento, pero al mismo tiempo tan poco vanidosa… y tan dulce… Me pregunto…
En este punto la señora Campbell se quedó callada unos minutos y cuando volvió a hablar el señor Campbell comprobó, asombrado, que le brillaban los ojos.
-¡Querido! ¡Oh, querido!- dijo con la incoherencia que suele dominar a las naturalezas apasionadas cuando poseen de una idea que consideran magnífica. Tras unos segundos en los que logró enfriar parcialmente su entusiasmo exclamó triunfante- ¡George, creo que tengo la solución perfecta! Una solución maravillosa que liberará a la pobre Jane del tormento de ser una institutriz. Una muchacha tan encantadora… Tiene todo lo que se puede considerar deseable en una mujer, excepto riqueza… Creo que si la llevásemos al lugar apropiado en el momento apropiado, tal vez Jane podría conocer a un buen hombre con el cual poder casarse y así volverse independiente.
-Rebecca-dijo Mr. Campbell, mirándola a los ojos- Me parece que infravaloras el atractivo que tiene para la mayoría de los hombres la posibilidad de una buena dote. Es cierto que además de riqueza se suele buscar belleza, dulzura y talento; pero no puedo asegurarte que esto último sea normalmente lo principal, ni siquiera a veces imprescindible. Un hombre de pocos recursos difícilmente accederá a una mala boda (económicamente hablando, por supuesto) por muy enamorado que esté, y uno que tenga fortuna también mirará por sus intereses. No digo que sea imposible, pero sí más difícil de lo que crees; incluso tratándose de una chica tan admirable como Jane.
Sin embargo Mrs. Campbell no estaba dispuesta a dejarse amilanar y declaró resuelta:
-No dudo en que tengas razón, pero me parece que tú también has caído en el error de subestimar, al hacerlo sobre las locuras (si a esto se le puede llamar así) que puede cometer un enamorado. Algunos se echarán atrás pero muchos se quedaran prendados y aunque les cause algún perjuicio estoy seguro que accederán a casarse con ella. Y puede que peque de confianza en Jane, pero creo que el hombre que sea capaz de enamorarla, será tan admirable, que dudo que le preocupe un asunto tan nimio como su fortuna.
El señor Campbell sonrió aunque no dijo nada. Pasaron unos minutos en silencio, tras los cuales Mrs. Campbell susurró:
-Y aunque Jane no conozca a nadie… y aunque todo sea en vano… No creo que sea mala idea hacer un pequeño viaje. Georgiana está algo agobiada con los preparativos de la boda y Jane necesita algo de aire fresco. Y debe aprovechar todas las oportunidades que tenga para viajar, ahora que todavía puede.
Aquella noche, los señores Campbell decidieron que a comienzos de octubre viajarían a Weymouth; el lugar que habían escogido para, tal vez, cambiar el destino de Jane. Ésta, sumida en un apacible sueño, estaba lejos de sospechar este plan, al igual que no sospechaba que, a bastantes millas de allí, Frank Churchill –nacido Frank Weston- les anunciaba a su tío y, más concretamente, a su tía que si no se oponían pensaba ir a Weymouth una temporada, para relajarse y visitar a algunos amigos.
