CHAPTER 1: LA PRIMERA MANZANA.
Las calles apestaban a putrefacción y a hambruna. Pero no ella.
Caminaba lentamente entre los mendigos y los vendedores, todos sucios y con mirada lasciva. Se tapaba la boca con un pañuelo rojo, la peste bubónica se deslizaba como la niebla entre los habitantes de esa pequeña ciudad de la isla de Lemnos y lo teñía todo de negro, menos a ella.
Llevaba un fino vestido de lino blanco que con el paso del tiempo y los lavados se había vuelto de un color más parecido a el crema, y un abrigo que le iba dos tallas más grande. Tenía el pelo largo y ondulado, del color del chocolate y los reflejos de la miel, con enredos en las puntas y sin brilo, al igual que los ojos, de un color verde suave que hipnotizaban y que transmitían más dolor del que alguien de su edad tendría que haber sufrido.
La vio acercarse a un vendedor y distraerle con sus encantos mientras sacaba una fina mano de un bolsillo para coger una manzana del mostrador, la guardó y se despidió del vendedor con una sonrisa.
Estiró la nariz con disgusto al borrar la falsa sonrisa encantadora de su rostro, como si odiara fingir o representara un gran esfuerzo relacionarse con esa clase de personas, como si las odiara.
Ese día descubrió que se llamaba Sulpicia.
La contempló durante muchos días. La sua Sulpicia. Vio como se comía la manzana y el jugo se esparcía por sus carnosos labios, vio como dormía en un rincón envuelta por el abrigo en una habitación pequeña y desierta, vio como era fría con los desconocidos que se acercaban a ella cuando salía, vio como despreciaba la suciedad y su especie, como lloraba en soledad, como pedía en susurros y en sueños que alguien la salvara. La contempló con paciencia, analizando todo lo que hacía y enamorándose más de ella con cada movimiento y suspiro.
Hasta que se acercó a ella…
Fue una tarde cuando ya oscurecía, una señora le había dado una moneda para que pudiera comprar algo de comer y Sulpicia fue corriendo a por un tazón de sopa caliente; salió del hostal con las manos calientes todavía. Para entonces la noche ya había caído. Él se mantuvo distante, para que los instintos de supervivencia de Sulpicia no se percataran de su presencia y echara a correr.
Sus pasos resonaban por la calle ya desierta, las pocas casas iluminaban solo la distancia y todo parecía oscuridad.
Oyó un ruido, un ruido humano. Y un grito. El de ella.
Un hombre la había agarrado por la cintura, atrayéndola a él, anhelando carne fresca. Reaccionó en menos de un segundo, lo cogió de la nuca y sin esfuerzo alguno lo estampó contra la pared. Perdió la racionalidad cuando olió la sangre. Se agachó, movido por su naturaleza, y succionó llenándose la boca con el cálido y anhelado líquido. Una vida por otra, quid pro quo.
Cuando estuvo saciado se lamió los labios y se dio la vuelta. Sulpicia estaba a cierta distancia, mirando, quieta como una estatua. Cuando se acercó se dio cuenta de que tenía los ojos cerrados y las manos apretadas.
La cogió en brazos y la llevó a su casa sin que ella opusiera resistencia. La sentó donde estaba su abrigo que le hacía de cama y encendió una vela.
Iluminó tenuemente la estancia y a ellos dos a falta de muebles en la habitación.
Entonces la contempló bajo la luz de la vela.
Tenía los ojos muy abiertos y perdidos, mirando a ningún punto en particular, y la boca entreabierta, sin comprender lo que había pasado o demasiado asustada para reaccionar.
Se acercó y le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y ella pareció recobrar el conocimiento al notar el frío contacto de su mano.
-No tengas miedo, no voy a hacerte daño.
Era mucho más bella a esa distancia, se le hizo un nudo en la garganta al poder contemplarla tan de cerca, sintiendo sus latidos, sus emociones.
Nunca se había sentido así, tan indefenso, tan feliz; había buscado ese sentimiento al largo de los años y de los lugares que había visitado, y por fin, en esa recóndita isla de Grecia, cerca de su patria, lo había encontrado.
Ella le miró a los ojos y cogió aire, intentado colocar la sucesión de hechos en su mente.
-Gracias por… eso.
-No hay de que- sonrió él. Su voz era cálida y pausada, como calculando cada palabra que usaba y la reacción que causaba en ella.
Sulpicia le contempló atentamente, recorriendo su rostro con la mirada. La vela solo le iluminaba media cara al desconocido dejando la otra mitad en penumbra. Tenía el pelo negro y liso, limpio, y la tez blanca como el papel. Olía a jabón y una mezcla de flores. Unos grandes ojos rojos la miraban sonrientes y cautelosos. En ese momento, al mirarle fijamente, no le parecieron extraños ni la hicieron sentir temerosa como seguro se hubiese sentido de no estar en ese estado de shock, se sentía extrañamente hipnotizada y relajada a su lado, como si por fin hubiese encontrado su lugar en el mundo. Sus labios se tiñeron de rojo con el movimiento de la vela al soplar la brisa del mar, se preguntó a que debían saber.
-¿Quién eres?- escaparon las palabras de su boca.
-¡Que descortés soy!- dijo- Mi nombre es Aro Vulturi.
Tomó aire y le miró fijamente a los ojos, sin miedo, realizando la pregunta que llevaba tiempo rondando en su mente.
- ¿Qué eres?
No se andaba con rodeos, eso le gustaba, podría ser una muy buena reina pero aún era pronto para tomar esa decisión.
Aro se levantó y se dirigió a la ventana. Contempló como la luna bañaba la playa con rayos plateados y como las olas acariciaban la cálida arena, podía oír como las olas susurraban nombres en lenguas arcaicas y poderosas. Cuando se giró su piel brillaba como el mar al ser acariciado por los rayos de la luna.
-Eso no puedo decírtelo aún- se acercó y susurró cerca de ella y muy lentamente- Sulpicia.
A Sulpicia se le erizó el pelo con el susurró de su voz y cerró los ojos. Cuando los abrió Aro sonreía. Se metió una mano en el bolsillo y extrajo una gran manzana roja.
-Es para ti- dijo mirándose los zapatos como un niño avergonzado mientras se la tendía.
Sulpicia sonrió con placer al verla. Le encantaban.
Alzó una mano y acarició el dorso de la mano de Aro notando su gélido contacto antes de cogerla fuertemente.
Se la llevó a la nariz y cerró los ojos, dejando que el olor la llevara lejos de esa isla.
-Gracias, otra vez.
-Eres tan bella como esta manzana- susurró.
Le acarició la mejilla notando como ésta se ruborizaba y se levantó antes de que sus instintos se focalizaran en su dulce y apetitosa sangre.
En un segundo había desaparecido. La vela tintineó con el aire y se apagó.
La habitación se quedó a oscuras.
