percy jackson y la maldicion del titan capitulo 1 "libro original" esta historia no me pertenece todos los derecheson son de rick riordad creador del libro
El viernes antes de las vacaciones de invierno, mi madre me preparó una bolsa
de viaje y unas cuantas armas letales y me llevó a un nuevo internado. Por el
camino recogimos a mis amigas Annabeth y Thalia.
Desde Nueva York a Bar Harbor, en Maine, había un trayecto de ocho horas
en coche. El aguanieve caía sobre la autopista. Hacía meses que no veía a
aquellas amigas, pero entre aquella ventisca y lo que nos esperaba, estábamos
demasiado nerviosos para decirnos gran cosa. Salvo mi madre, claro. Ella, si está
nerviosa, todavía habla más. Cuando llegamos finalmente a Westover Hall estaba
oscureciendo y mi madre y a les había contado las anécdotas más embarazosas
de mi historial infantil, sin dejarse una sola.
Thalia limpió los cristales empañados del coche y escudriñó el panorama con
los ojos entornados.
—¡Uf! Esto promete ser divertido.
Westover Hall parecía un castillo maldito: todo de piedra negra, con torres y
troneras y unas puertas de madera imponentes. Se alzaba sobre un risco nevado,
dominando por un lado un gran bosque helado y, por el otro, el océano gris y
rugiente.
—¿Seguro que no quieres que os espere? —preguntó mi madre.
—No, gracias, mamá. No sé cuánto tiempo nos va a llevar esto. Pero no te
preocupes por nosotros.
—Claro que me preocupo, Percy. ¿Y cómo pensáis volver?
Rogué no haberme ruborizado. Bastante incómodo era ya tener que recurrir a
ella para que me llevase en coche a mis batallas.
—Todo irá bien, señora Jackson —terció con una sonrisa Annabeth, que
llevaba el pelo rubio recogido bajo una gorra. Sus ojos brillaban con el mismo
tono gris del mar revuelto—. Nosotras nos encargaremos de mantenerlo a salvo.
Mi madre pareció calmarse un poco. Annabeth es para ella la semidiosa más
sensata que ha llegado jamás a octavo curso. Está convencida de que, si no me
han matado, más de una vez ha sido gracias a Annabeth. Lo cual es cierto, pero
eso no significa que me guste reconocerlo.
—Muy bien, queridos —dijo mi madre—. ¿Tenéis todo lo que necesitáis?
—Sí, señora Jackson —respondió Thalia—. Y gracias por el viaje.
—¿Jerséis suficientes? ¿Mi número de móvil?
—Mamá…
—¿Néctar y ambrosía, Percy? ¿Un dracma de oro por si tenéis que contactar
con el campamento?
—¡Mamá, por favor! Todo va a ir bien. Vamos, chicas.Pareció algo dolida por mi respuesta, lo cual me sentó mal, pero ya tenía
ganas de bajarme del coche. Antes que oír otra historia sobre lo mono que estaba
en la bañera a los tres años, prefería excavar una madriguera en la nieve y morir
congelado.
Annabeth y Thalia me siguieron. El viento me atravesaba el abrigo con sus
dagas heladas.
—Tu madre es estupenda, Percy —dijo Thalia en cuanto el coche se perdió
de vista.
—Pse, bastante pasable —reconocí—. ¿Qué me dices de ti? ¿Tú estás en
contacto con tu madre?
Me arrepentí en cuanto lo dije. A Thalia se le dan muy bien las miradas
fulminantes. Cómo se le iban a dar mal con toda esa ropa punk que lleva —
chaqueta del ejército rota, pantalones de cuero negro, cadenas plateadas—, y
sobre todo con esos ojos azules maquillados con una gruesa raya negra. La
mirada que me lanzó esta vez fue tremebunda.
—Eso no es asunto tuy o, Percy…
—Será mejor que entremos ya —la interrumpió Annabeth—. Grover debe
de estar esperándonos.
Thalia echó un vistazo al castillo y se estremeció.
—Tienes razón. Me pregunto qué habrá encontrado aquí para verse obligado
a pedir socorro.
Yo alcé la vista hacia las negras torres de Westover Hall.
—Nada bueno, me temo.
Las puertas de roble se abrieron con un siniestro chirrido y entramos en el
vestíbulo entre un remolino de nieve.
—Uau —fue lo único que logré decir.
Aquello era inmenso. En los muros se alineaban estandartes y colecciones de
armas, con trabucos, hachas y demás. Yo sabía que Westover era una escuela
militar, pero quizá se habían pasado con la decoración.
Me llevé la mano al bolsillo, donde siempre guardo mi bolígrafo letal,
Contracorriente. Percibía algo extraño en aquel lugar. Algo peligroso. Thalia se
había puesto a frotar su pulsera de plata, su objeto mágico favorito. Los dos
estábamos pensando lo mismo: se avecinaba una pelea.
—Me pregunto dónde… —empezó Annabeth.
Las puertas se cerraron con estruendo a nuestra espalda.
—Bueeeno —murmuré—. Me parece que vamos a quedarnos aquí un rato.
Me llegaban los ecos de una música desde el otro extremo del vestíbulo.
Parecía música de baile.Escondimos nuestras bolsas tras una columna y empezamos a cruzar la
estancia. No habíamos llegado muy lejos cuando oí pasos en el suelo de piedra y
un hombre y una mujer surgieron de las sombras.
Los dos llevaban el pelo gris muy corto y uniformes negros de estilo militar
con ribetes rojos. La mujer tenía un ralo bigote, mientras que el tipo iba
perfectamente rasurado, lo cual resultaba algo anómalo. Avanzaban muy rígidos,
como si se hubiesen tragado el palo de una escoba.
—¿Y bien? —preguntó la mujer—. ¿Qué hacéis aquí?
—Pues… —Caí en la cuenta de que no tenía nada previsto. Sólo había
pensado en reunirme cuanto antes con Grover para averiguar qué sucedía, ni
siquiera se me había ocurrido que tres chicos colándose de noche en un colegio
podían despertar sospechas. Durante el viaje tampoco habíamos planeado nada.
Así que farfullé—: Mire, señora, sólo estamos…
—¡Ja! —soltó el hombre. Di un respingo—. ¡No se admiten visitantes en el
baile! ¡Seréis expulsados!
Hablaba con acento; francés, tal vez. Decía « seguéis» o algo así. Era un tipo
muy alto y de aspecto duro. Se le ensanchaban los orificios de la nariz cuando
hablaba, lo que hacía difícil apartar la vista de allí. Y tenía los ojos de dos colores:
uno castaño y otro azul, como un gato callejero.
Supuse que nos iba a arrojar a la nieve sin contemplaciones, pero entonces
Thalia dio un paso al frente.
Chasqueó los dedos una sola vez y le salió un sonido agudo y muy alto. A lo
mejor fue cosa de mi imaginación, pero incluso sentí una ráfaga de viento que
salía de su mano y cruzaba el vestíbulo, haciendo ondear los estandartes de la
pared.
—Es que nosotros no somos visitantes, señor —dijo—. Nosotros estudiamos
aquí. Acuérdese. Yo soy Thalia, y ellos, Annabeth y Percy. Cursamos octavo.
El profesor entornó sus ojos bicolores. Yo no sabía qué pretendía Thalia.
Ahora seguramente nos castigaría por mentir y nos echaría a patadas. Pero el
hombre parecía indeciso.
Miró a su colega.
—Señorita Latiza, ¿conoce usted a estos alumnos?
Pese al peligro que corríamos, me mordí la lengua para no reírme. ¿Una
profesora llamada Latiza? El tipo tenía que estar de broma.
La mujer pestañeó, como si acabara de despertar de un trance.
—Sí… creo que sí, señor —dijo arrugando el ceño—. Annabeth. Thalia.
Percy. ¿Cómo es que no estáis en el gimnasio?
Antes de que pudiésemos responder, oí más pasos y apareció Grover
jadeando.
—¡Habéis venido…! —se detuvo en seco al ver a los profesores—. Ah,
señorita Latiza. ¡Doctor Espino! Yo…—¿Qué ocurre, señor Underwood? —dijo el profesor. Era evidente que
Grover le caía fatal—. ¿Y qué significa eso de que han venido? Estos alumnos
viven aquí.
Grover tragó saliva.
—Claro, doctor Espino. Iba a decirles que han venido… de perlas sus
consejos para hacer el ponche. ¡La receta es suy a!
Espino nos observó atentamente. Llegué a la conclusión de que uno de los dos
ojos tenía que ser postizo. ¿El castaño? ¿El azul? Daba la impresión de querer
despeñarnos desde la torre más alta del castillo, pero la señorita Latiza dijo
entonces con aspecto de funámbula:
—Cierto. El ponche es excelente. Y ahora, andando todos. No volváis a salir
del gimnasio.
No tuvo que repetirlo. Nos retiramos con mucho « sí, señora» y « sí, señor»
y saludándolos al estilo militar. Nos pareció lo más adecuado allí.
Grover nos arrastró hacia el extremo del vestíbulo donde sonaba la música.
Notaba los ojos de los profesores clavados en mi espalda, pero me acerqué a
Thalia y le pregunté en voz baja:
—Eso que has hecho chasqueando los dedos, ¿dónde lo aprendiste?
—¿La Niebla? ¿Quirón no te lo ha enseñado?
Se me hizo un nudo en la garganta. Quirón era el director de actividades del
campamento, pero nunca me había enseñado nada parecido. ¿Por qué a Thalia
sí?
Grover nos condujo deprisa hasta una puerta que tenía tres letras en el vidrio:
GIM. Incluso un disléxico como yo podía leerlo.
—¡Por los pelos! —dijo—. ¡Gracias a los dioses habéis llegado!
Annabeth y Thalia lo abrazaron. Yo le choqué esos cinco.
Me alegraba verlo después de tantos meses. Estaba algo más alto y le habían
salido unos cuantos pelos más en la barbita, pero, aparte de eso, tenía el aspecto
que tiene siempre cuando se hace pasar por humano: una gorra roja sobre el pelo
castaño y ensortijado para tapar sus cuernos de cabra, y unos téjanos holgados y
unas zapatillas con relleno para disimular sus pezuñas y sus peludos cuartos
traseros. Llevaba una camiseta negra que me costó unos instantes leer. Ponía:
« Westover Hall - Novato» .
—Bueno, ¿y qué era esa cosa tan urgente? —le pregunté.
Grover respiró hondo.
—He encontrado dos.
—¿Dos mestizos? —dijo Thalia, sorprendida—. ¿Aquí?
Grover asintió.
Encontrar un solo mestizo ya era bastante raro. Aquel año Quirón había
obligado a los sátiros a hacer horas extras, mandándolos por todo el país a hacer
batidas en las escuelas (desde cuarto curso hasta secundaria) en busca de posiblesreclutas. Corrían tiempos difíciles, por no decir desesperados. Estábamos
perdiendo campistas y necesitábamos a todos los nuevos guerreros que
pudiésemos encontrar. El problema era que tampoco había por ahí tantos
semidioses sueltos.
—Dos hermanos: un chico y una chica —aclaró—. De diez y doce años.
Desconozco su ascendencia, pero son muy fuertes. Además, se nos acaba el
tiempo. Necesito ayuda.
—¿Hay monstruos?
—Uno —dijo Grover, nervioso—. Y creo que y a sospecha algo. Aún no está
seguro de que sean mestizos, pero hoy es el último día del trimestre y no los
dejará salir del campus sin averiguarlo. ¡Quizá sea nuestra última oportunidad!
Cada vez que trato de acercarme a ellos, él se pone en medio, cerrándome el
paso. ¡Ya no sé qué hacer!
Grover miró a Thalia, ansioso. Yo procuré no ofenderme. Él recurría a mí
normalmente, pero Thalia era más veterana y eso le daba ciertas prerrogativas.
No sólo por ser hija de Zeus, sino también porque tenía más experiencia que
nadie a la hora de combatir con monstruos.
—Muy bien —dijo ella—. ¿Esos presuntos mestizos están en el baile?
Grover asintió.
—Pues a bailar —dijo Thalia—. ¿Quién es el monstruo?
—Oh —respondió Grover, inquieto, mirando alrededor—. Acabas de
conocerlo. Es el subdirector: el doctor Espino.
Una cosa curiosa de las escuelas militares: los chicos se vuelven
completamente locos cuando un acontecimiento especial les permite ir sin
uniforme. Supongo que, como todo es tan estricto el resto del tiempo, tienen la
sensación de que han de compensar o recuperar el tiempo perdido.
El suelo del gimnasio estaba salpicado de globos negros y rojos, y los chicos
se los lanzaban a patadas, o trataban de estrangularse unos a otros con las
serpentinas que colgaban de las paredes. Las chicas se movían en corrillos, como
siempre; llevaban bastante maquillaje, blusas con tirantes finos, pantalones
llamativos y zapatos que más bien parecían instrumentos de tortura. De vez en
cuando rodeaban a algún pobre infeliz como un banco de pirañas, soltando risitas
y chillidos, y cuando por fin lo dejaban en paz, el tipo tenía cintas por todo el pelo
y la cara llena de graf itis a base de pintalabios. Algunos de los mayores hacían
como y o. Deambulaban incómodos por los rincones, tratando de ocultarse, como
si su integridad corriese peligro… Claro que, en mi caso, era cierto.
—Allí están. —Grover señaló con la barbilla a dos jóvenes que discutían en
las gradas—. Bianca y Nico di Angelo.La chica llevaba una gorra verde tan holgada que parecía querer taparse la
cara. El chico era obviamente su hermano. Ambos tenían el pelo oscuro y sedoso
y una tez olivácea, y gesticulaban aparatosamente al hablar. Él barajaba unos
cromos; ella parecía regañarlo por algún motivo, pero no paraba de mirar
alrededor con inquietud.
—¿Ellos ya…? O sea, ¿se lo has dicho? —preguntó Annabeth.
Grover negó con la cabeza.
—Ya sabes lo que sucede. Correrían más peligro. En cuanto sepan quiénes
son, el olor se volverá más fuerte.
Me miró. Yo asentí, aunque en realidad nunca he sabido cómo huelen los
mestizos para un monstruo o un sátiro. Pero sí sé que ese olor peculiar puede
acabar contigo. A medida que te conviertes en un semidiós más poderoso, hueles
cada vez más al almuerzo ideal de un monstruo.
—Vamos por ellos y saquémoslos de aquí —dije.
Eché a andar, pero Thalia me puso una mano en el hombro. El subdirector, el
doctor Espino, acababa de deslizarse por una puerta aledaña a las gradas y se
había plantado muy cerca de los hermanos Di Angelo. Movía la cabeza hacia
nosotros y su ojo azul parecía resplandecer.
Deduje por su expresión que Espino, a fin de cuentas, no se había dejado
engañar por el truco de la Niebla. Debía de sospechar quiénes éramos. Ahora
estaba aguardando para ver cuál era el motivo de nuestra presencia allí.
—No miréis a los críos —ordenó Thalia—. Hemos de esperar una ocasión
propicia para llevárnoslos. Entretanto hemos de fingir que no tenemos ningún
interés en ellos. Hay que despistarlo.
—¿Cómo?
—Somos tres poderosos mestizos. Nuestra presencia debe de haberlo
confundido. Mezclaos con el resto de la gente, actuad con naturalidad y bailad un
poco. Pero sin perder de vista a esos chicos.
—¿Bailar? —preguntó Annabeth.
Thalia asintió; ladeó la cabeza, como identificando la música, y enseguida
hizo una mueca de asco.
—¡Ag! ¿Quién ha elegido a Jesse McCartney?
Grover pareció ofendido.
—Yo.
—Por todos los dioses, Grover. ¡Es malísimo! ¿No podías poner Green Day o
algo así?
—¿Green qué?
—No importa. Vamos a bailar.
—¡Pero si yo no sé bailar!
—¡Claro que sí! Yo te llevo —dijo Thalia—. Venga, niño cabra.
Grover soltó un gañido mientras ella lo tomaba de la mano y lo guiaba haciala pista.
Annabeth esbozó una sonrisa.
—¿Qué? —le pregunté.
—Nada. Es guay tener otra vez a Thalia con nosotros.
En aquellos meses Annabeth se había vuelto más alta que yo, lo cual me
resultaba incómodo. Antes no llevaba joy as, salvo su collar de cuentas del
Campamento Mestizo, pero ahora tenía puestos unos pequeños pendientes de
plata con forma de lechuza: el símbolo de su madre, Atenea. En silencio, se quitó
la gorra y su largo pelo rubio se derramó sobre hombros y espalda. La hacía
parecer may or, no sé por qué.
—Bueno… —me devané los sesos buscando algo que decir. « Actuad con
naturalidad» , había dicho Thalia. Ya, claro, pero si eres un mestizo metido en una
misión peligrosa, ¿qué narices significa « natural» ?—. Y… ¿has diseñado algún
edificio interesante últimamente?
Sus ojos se iluminaron, como siempre que tocaba hablar de arquitectura.
—¡Uy, no sabes, Percy ! En mi nueva escuela tengo Diseño Tridimensional
como asignatura optativa, y hay un programa informático que es una verdadera
pasada…
Empezó a explicarme que había diseñado un monumento colosal que le
gustaría construir en la Zona Cero de Manhattan. Hablaba de resistencia
estructural, de fachadas y demás, y yo trataba de seguirla. Ya sabía que de
mayor quería ser una gran arquitecta —a ella le encantan las mates y los
edificios históricos, todo ese rollo—, pero yo apenas entendía lo que me estaba
diciendo.
La verdad es que me defraudaba un poco saber que su nueva escuela le
gustaba tanto. Era el primer año que ella estudiaba en Nueva York, y yo había
confiado en que nos veríamos más a menudo. Su escuela —donde también
estaba internada Thalia— se hallaba en la zona de Brooklyn, es decir, lo bastante
cerca del Campamento Mestizo como para que Quirón pudiese intervenir si se
metían en un lío. Pero como era una escuela sólo para chicas y y o iba a un
centro de enseñanza media en Manhattan, apenas había tenido ocasión de verlas.
—Sí, qué guay —le dije—. ¿O sea, que vas a seguir allí el resto del curso?
Su rostro se ensombreció.
—Bueno, quizá. Si es que no…
—¡Eh!
Thalia nos llamaba. Estaba bailando un tema lento con Grover, que tropezaba
todo el rato, le daba patadas en las espinillas y parecía muerto de vergüenza.
Pero él tenía unos pies de relleno en sus zapatillas; contaba con una buena excusa
para ser tan torpe. No como y o.
—¡Bailad, chicos! —ordenó Thalia—. Tenéis un aspecto ridículo ahí de pie.
Miré a Annabeth, nervioso, y luego a los grupos de chicas que deambulabanpor el gimnasio.
—¿Y bien? —me dijo.
—Eh… ¿a quién se lo pido?
Me dio un golpe en el estómago.
—Amí, sesos de alga.
—Ah. Sí, claro.
Nos acercamos a la pista de baile; y o miré a Thalia y Grover para ver cómo
lo hacían. Le puse una mano en la cadera a Annabeth y ella asió mi otra mano
como si fuese a hacerme una llave de judo.
—No voy a morderte —me dijo—. ¡Desde luego, Percy!, ¿es que no
organizáis bailes en tu colegio?
No respondí. La verdad era que sí. Pero nunca había bailado en ninguno. Yo
era de los que se ponían a jugar a baloncesto en un rincón.
Dimos una cuantas vueltas arrastrando los pies. Yo intentaba distraerme
mirando la decoración; me concentraba en las serpentinas, en el cuenco de
ponche, en cualquier cosa que no fuera: a) que Annabeth era más alta que y o; b)
que me sudaban las manos, y c) que no paraba de darle pisotones.
—¿Qué ibas a decirme antes? —le pregunté—. ¿Tienes problemas en la
escuela?
Ella frunció los labios.
—No es eso. Es mi padre.
—Ajá. —Yo sabía que Annabeth tenía una relación algo difícil con él—.
Creía que las cosas habían mejorado entre vosotros. ¿O se trata de tu madrastra?
Ella soltó un suspiro.
—Papá ha decidido mudarse. Justo ahora, cuando y a había empezado a
acostumbrarme a Nueva York, él ha aceptado un absurdo trabajo de
investigación para un libro sobre la Primera Guerra Mundial… ¡En San
Francisco!
Lo dijo con el mismo tono que si hubiera dicho en los Campos de Castigo del
Hades.
—¿Y quiere que vayas con él? —pregunté.
—A la otra punta del país —respondió desconsolada—. Y un mestizo no puede
vivir en San Francisco. Él debería saberlo.
—¿Por qué no?
Ella puso los ojos en blanco. Quizá creía que bromeaba.
—Ya lo sabes. Porque está ahí mismo…
—Ah —dije. No entendía de qué hablaba, pero no quería parecer estúpido—.
Entonces… ¿volverás a vivir en el campamento?
—Es mucho más grave que eso, Percy. Yo… Supongo que debería contarte
una cosa.
Y de pronto se quedó rígida.—Se han ido.
—¿Qué?
Seguí su mirada. Las gradas. Los dos mestizos, Bianca y Nico, ya no estaban
allí. La puerta junto a las gradas había quedado abierta de par en par. Y ni rastro
del doctor Espino.
—¡Tenemos que avisar a Thalia y Grover! —Annabeth se puso a mirar
frenéticamente por todos lados—. ¿Dónde demonios se han metido esos dos?
Vamos.
Echó a correr entre la gente. Yo me disponía a seguirla, pero un grupo de
chicas me cerró el paso. Las esquivé con un rodeo para ahorrarme el tratamiento
de belleza de cintas y pintalabios, pero cuando me libré Annabeth había
desaparecido. Giré sobre los talones, buscando a Thalia y Grover. Pero lo que vi
entonces me heló la sangre.
A unos metros, tirada en el suelo, había una gorra verde como la de Bianca di
Angelo. Y unos cuantos cromos esparcidos aquí y allá. Entonces entreví al doctor
Espino. Corría hacia la puerta en la otra punta del gimnasio y llevaba del cogote a
los Di Angelo como si fuesen dos gatitos.
Aún no veía a Annabeth, pero estaba seguro de que se había ido hacia el otro
lado a buscar a Thalia y Grover.
Iba a salir corriendo tras ella, pero me dije: « Espera» .
Entonces recordé lo que Thalia me había dicho en el vestíbulo con aire
perplejo cuando y o le había preguntado por ese truco que hacía chasqueando los
dedos: « ¿Aún no te lo ha enseñado Quirón?» . También recordé cómo la miraba
Grover, convencido de que ella sabría salvar la situación.
No es que y o tuviera nada en contra de Thalia. Ella era una chica guay y no
tenía la culpa de ser la hija de Zeus y acaparar toda la atención, pero aun así
tampoco necesitaba correr tras ella para resolver cada problema. Además, no
había tiempo. Los Di Angelo estaban en peligro. Tal vez y a habrían desaparecido
cuando encontrase a mis amigos. Yo también sabía lo mío de monstruos. Podía
resolver aquello por mi cuenta.
Saqué el bolígrafo del bolsillo y corrí tras el doctor Espino.
La puerta daba a un pasillo sumido en la oscuridad. Oí ruidos de forcejeo
hacia el fondo y también un gemido. Destapé a Contracorriente.
El bolígrafo fue creciendo hasta convertirse en una espada griega de bronce,
de casi un metro de largo y con un mango forrado de cuero. Su hoja tenía un
leve resplandor y arrojaba una luz dorada sobre las taquillas alineadas a ambos
lados.
Crucé a toda prisa el pasillo, pero en el otro extremo no había nadie. Abrí unapuerta y me encontré de nuevo en el vestíbulo principal. Me quedé pasmado. No
veía a Espino por ninguna parte, pero sí a los hermanos Di Angelo, que
permanecían al fondo paralizados de terror.
Avancé poco a poco, bajando la espada.
—Tranquilos. No voy a haceros daño.
Ellos no respondieron. Tenían los ojos desorbitados de pánico. ¿Qué les
pasaba? ¿Dónde se había metido Espino? Tal vez había percibido la presencia de
Contracorriente y se había batido en retirada. Los monstruos aborrecen las armas
de bronce celestial.
—Me llamo Percy —dije, tratando de aparentar serenidad—. Os sacaré de
aquí y os llevaré a un lugar seguro.
Bianca abrió los ojos aún más y apretó los puños. Sólo demasiado tarde
comprendí el sentido de su mirada. No era yo quien la tenía aterrorizada. Quería
prevenirme.
Me giré en redondo y en ese mismo instante oí un silbido y sentí un agudo
dolor en el hombro. Lo que parecía una mano gigantesca me impulsó hacia atrás
hasta estrellarme contra la pared.
Lancé un mandoble con la espada, pero sólo rasgué el aire.
Una fría carcajada resonó por el vestíbulo.
—Sí, Perseus Giiiackson —dijo el doctor Espino, masacrando la J de mi
apellido—. Sé muy bien quién eres.
Intenté liberar mi hombro. Tenía el abrigo y la camisa clavados en la pared
con una especie de pincho o daga negra de unos treinta centímetros. Me había
desgarrado la piel al atravesarme la ropa y el corte me ardía de dolor. Ya había
sentido algo parecido otra vez. Era veneno.
Hice un esfuerzo para concentrarme. No iba a desmayarme.
Una silueta oscura se nos acercó. En la penumbra distinguí a Espino. Aún
parecía humano, pero tenía una expresión macabra. Sus dientes relucían y sus
ojos marrón y azul reflejaban el fulgor de mi espada.
—Gracias por salir del gimnasio —dijo—. Me horrorizan esos bailes de
colegio.
Traté de asestarle un tajo con la espada, pero estaba fuera de mi alcance.
¡Shisssss! Un segundo proy ectil salió disparado desde detrás del doctor, que
no pareció haberse movido. Era como si tuviera a alguien invisible detrás
arrojando aquellas dagas.
Bianca dio un chillido a mi lado. La segunda espina fue a clavarse en la
pared, a sólo unos centímetros de su rostro.
—Los tres vendréis conmigo —dijo Espino—. Obedientes y en silencio. Si
hacéis un solo ruidosi ,gritáis pidiendo socorro o intentáis resistiros, os demostraré mi punteria.
