La sutileza delirante de esas caricias abrasadoras incineraban las células descompuestas de su organismo, casi con parsimonia, casi con intención. En el primer nivel del juego, camino al infierno y sin disfrutarlo, o disfrutándolo demasiado. Al borde de perder la razón, dolorido del alma y avasallado bajo la hipnotizante desnudez del amor. El gemido desgarrador de la virilidad contenida inundó la habitación, y él, sintiéndose desesperado la penetró con fuerza, con pasión. Esperó la señal, vivió el suplicio, sufrió aquella boca como ninguna, esa boca que lo atormentaba, sin poder dar el siguiente paso, entrando y saliendo del cuerpo femenino.
Y se preguntó por la confianza perdida, por los restos desaparecidos de lo que alguna vez llamó experiencia, por los contra-argumentos inválidos que su cabeza había creado en busca de una respuesta, por las noches de vigilia que vivió luego de la primera mirada, por el dolor de su alma luego de cada beso en la mejilla, luego de cada roce, de cada sílaba, por el infierno de sus manos blancas y sus labios fríos, por la incesante necesidad de tenerla cerca. Un pavor del cielo le recorrió la espalda y el corazón.
Se levantó del asiento y atravesó decidido la estancia.
- Tú vienes conmigo.
Cargó en su hombro a la mujer atónita, frente a todos los presentes, que rieron por las excéntricas ocurrencias del muchacho.
Iba a secuestrarla, se la llevaría a alguna parte lejos de allí, le daría todo lo que tenía, todo lo que quisiera, hasta hacerla comprender que estaba perdidamente enamorada de él. Porque la única persona enferma de amor entre los presentes era ella, él sólo le haría el favor de ayudarla a entender lo evidente.
