Lo único que se oía aquella mañana de domingo era el sonido de unos pies descalzos golpeando la madera del suelo.
Sonidos irregulares y fuertes que despertaron a Anya.
-¿Qué cojones estás haciendo? Son las nueve de la mañana de un domingo.
Anya nunca tuvo un buen despertar.
-Algunas- patada- tenemos- salto y puñetazo- la manía- movimiento brusco de muñeca –de levantarnos- patada- antes de –patada un poco más alta- las doce.
Faith se quedó plantada, extendió las manos y casi de reojo observó sus propias manos. Casi calculando todo lo que esas manos habían matado y el entrenamiento al que debían ser sometidas para no morir en el intento.
Le debió parecer que el entrenamiento no había sido suficiente, porque se tumbó en el suelo y empezó a hacer abdominales mientras contaba en voz alta.
-Uno, dos, tres.
Anya la observaba desde la cama, ahora se había despejado y se aburría.
-Estás haciendo mucho ruido.
Faith no contestó y se limitó a dirigirle una mirada interrogante.
-No me dejas dormir.
-No necesitas dormir más.
-¿Quién está hablando de necesidades? Yo quiero dormir
-Todos queremos cosas.
-¿Ah, sí? ¿Qué quieres tú?
Y no es una buena idea provocar a Faith, y nunca lo fue.
Faith la besa en los labios con fuerza, diciéndole cállate sin decírselo, la muerde en la clavícula y no deja que los brazos de Anya se enrosquen en su cuello. Se besan sin prisa y puede que Faith cierre un poco los ojos al notar el roce del pelo de la ex-demonio contra su hombro.
Hacen el amor (aunque si a Faith alguien le pregunta dirá que follaron) lo que queda de mañana, como todas las mañanas de domingo.
Cuando el sol de mediodía se colaba entre las ventanas, a Anya le volvieron a despertar los ruidos de golpes y encontronazos contra el parquet.
-A veces me pones de los nervios- ni siquiera se molestó en abrir los ojos. Con la sábana cubriéndole el cuerpo desnudo y las manos bajo la almohada se limitó a hacer una observación.- En serio, Faith. Es domingo. ¿No puedes dejar de hacer ejercicio ni siquiera un domingo?
No esperaba respuesta, Faith casi nunca respondía a sus ataques verbales.
Un beso en el hombro y una lengua recorriendo su columna es todo lo que Anya necesita para claudicar.
-Quizás si que debas hacer ejercicio, conmigo.
La última palabra es un susurro contra la almohada, y si Faith no hubiera estado en ese momento mordiéndole el lóbulo de la oreja quizás se lo hubiera perdido.
Deja besos por su espalda y descubre la sábana. Anya se da la vuelta y la mira a los ojos.
-Te quiero.
Lo dice con esa honestidad y falta de miedo que da el saber que la otra persona también te quiere, aunque no te lo haya dicho nunca.
-Yo también te quiero, idiota.
Y para todo hay una primera vez.
Anya y Faith no tienen domingos con tostadas, ni zumo de naranja recién exprimido; no tienen periódicos que leer junto a un croissant y no tienen un perro al que pasear juntas, pero se tienen una a la otra. (Y la mayoría de veces es suficiente)
