Padmé Amidala ejerce como reina, pero su trabajo no le resulta fácil, y menos aún cuando el general Skywalker aparece en su vida. Desconcertándola con su humor, privándola de toda racionalidad o atormentándola con su furia, Padmé luchará contra la atracción indeseada que le despierta el joven, mientras intenta reconstruir su planeta, enfrentándose a aquellos que ansían derrocarla.

Los crímenes la reconcomían, y su conducción era desprestigiada por amplios sectores de poder. Pero Padmé Amidala nunca se había sentido tan expuesta hasta que el general Anakin Skywalker aparece en su vida. Amantes a la distancia, imposibilitados de tocarse por hondos resquemores, ambos presas del odio que guardan sus pasados, son conducidos a ensortijarse en un minucioso plan para asegurar la seguridad del reinado, en el que Anakin, para alejar de la presuntuosa Padmé Amidala cualquier tipo de amenaza, debe obligarse a rondar cerca de ella, montando un espectáculo en la corte en el que los dos finjan ser víctimas de un amor desenfrenado. Pero Anakin nada quiere saber acerca de la impasible reina, cuya indiferencia le crispa y el odio que siente hacia ella lo atormenta, porque no hay otra cosa que el joven desee más que tenerla entre sus brazos. Y Padmé, consumida por los cambios de humor de su falso amante, quiere alejarse completamente de él, porque sabe que su vida no es la misma desde que Anakin se hizo parte de ella, desde que se hizo con el control de sus pensamientos. Y por eso mismo lo odia. Porque su carácter imperturbable, su soberbia irreprochable y su férrea determinación, esa personificación intocable en la que se esconde, se ven amenazadas con resquebrajarse por la simple presencia de aquél joven impertinente.

Esta es una historia de amor que nace, se disturba y se ensciende en medio de un bloqueo separatista, de levantamientos, de un clima político inestable. Los secretos de la corona estancan el progreso de Naboo, y Padmé deberá lidiar con ellos, además de consigo misma, para hacer frente a los infortunios heredados del reinado de su padre. Es una historia de decisiones, de personalidades, de ideologías, pero sobre todo de amor. Porque un momento de amor puede cambiar toda una historia.

*Algunos personajes y el universo pertenecen a George Lucas.

Aclaración: soy una fanática empedernida del género histórico-romántico, por lo que la historia presentará un tinte de la época romántica. Las vestiduras, los títulos de los nobles, la misma corte, las costumbres, todos presentan aspectos de esta índole, tanto que aveces me olvido de que estoy escribiendo una historia futurista. Por ello me parece necesario clarificar que Padmé es una reina por dinastía monárquica, algo que difiere de la realidad, puesto el carácter democrático de la monarquía.


Encuentro.

Las piernas me escocían cuando las ramas las azotaban, pero no importaba, yo seguía corriendo. Estaba demasiado lejos, y el camino parecía alargarse mientras el bosque se esclarecía con los primeros retazos de la mañana. Mis pasos resultaban atronadores con el crujir de las ramas y me pregunté si sería propicia mi actitud, sino resultaba demasiado temeraria. No importaba, seguí corriendo, porque si en el palacio se enteraban de los escapes nocturnos de su reina se cuestionarían su cordura y encontrarían un motivo para declararla en desgracia. Atisbé la peligrosa luminiscencia del horizonte y aceleré el paso. No podían reconocerme.

A lo lejos, el estruendo de algún arma hizo que perdiera el equilibrio y que casi me cayera de bruces a la tierra. Busqué soporte en un tronco y respiré agitadamente. Miré a lo alto, y descubrí que los ataques se reanudaban. Mierda. No podría llegar al palacio en medio de la contienda, podrían matarme, o peor aún, reconocerme y sacar provecho de mi secuestro. La idea de quedarme tirada ahí mismo cruzó como un sueño por mi cabeza, un sueño demasiado imposible. Me encontraba a pocos metros de la batalla y supe que quedarme era un suicidio. Giré en redondo y me sumergí en la espesura negra del bosque, bajo la cubierta de los altos árboles y de la oscuridad, la cual los débiles rayos solares todavía no lograban encenderla.

Las piernas amenazaban con ceder, y me mentalicé para que no sucediera. Los ojos se me cerraban, y el cansancio parecía ir ganando terreno. Hace horas que no dormía, tal vez un día o dos. Lo único que me mantenía en pie era el repiqueteo furioso de mi corazón, y el ansia desquiciada que me producía estar haciendo algo prohibido, algo que sólo yo sabía. Tal vez no me encontraba bien de la cabeza, entonces cuando me condenaran en el juicio público no habría argumento que lo refute, y sería recordada como Padmé, la reina loca o algún que otro proverbio similar con los que apodaban los hombres de historia a sus reyes. Alejé ese pensamiento errático de mi mente y me concentré en mi carrera. Traté de alcanzar esa férrea determinación de antes, y la ilusión me hizo avanzar más rápido. Llegué a un claro, y me paré en seco. Mis piernas se entumecieron y el dolor de mis heridas me cortó la respiración. Parecía como si mil dagas se me hubieran clavado en la piel. Un fulgor violáceo surtió el cielo y el suelo se movió bajo mis pies. Mis manos buscaron desesperadamente una superficie, pero lo único que encontré fueron los húmedos yuyos de la tierra. El bosque empezó a emborronarse mientras la tierra me zarandeaba de un lado a otro. Un súbito ventarrón me apostilló en el suelo. La cabeza me dio vueltas mientras intentaba pensar, pero aquel acto sublime me pareció inalcanzable. Los músculos me agarrotaban mientras intentaban llevarme a la inconsciencia. Y me rendí ante ellos cuando supe que mi mente no estaba de mi lado.

Sentí frío, como si me hubieran sumergido en nieve. Había leído de gente que había perdido miembros por el frío, que sus dedos se habían podrido y puestos negros, con riesgo de partirse, condenados a la inutilidad. No quería perder mis dedos. Debía encontrar una manta para taparme antes de que fuera tarde. Mis párpados estaban entumecidos y no querían abrirse. Probé mover mis dedos y tampoco reaccionaban. Tal vez todas mis extremidades se estén muriendo. Respiré profundamente, no era propicio perder los estribos. El aire olía a metal quemado mezclado con la esencia del bosque. Bosque.

— Oh, no — solté, y mi voz sonó como un quejido rasposo. De pronto veía cercano el juicio, la sentencia, la gente en las calles, el reproche en los rostros de mis consejeros, el caos, la desestabilización que los separatistas tanto ansiaban…

— Así que por fin hablas, eh — dijo una voz y mi corazón se disparó en vilo. — Estaba esperando que despiertes, ya era hora.


Un tubo se posó en mis labios y un líquido corrió dentro. La sensación abrasadora me hizo querer escupirlo pero una mano me cubrió la boca, obligándome a tragar. La quemazón me dejó sin aliento y de mis ojos se dispararon lágrimas.

— Tranquila, ya pasará. — La voz era masculina, pero su compasión no me conmovió. Me reprendí mentalmente por no haberme resistido a tragar el líquido. Me insté en vomitarlo, pero el fuego se extendía ya por las venas de mi cuerpo hasta las puntas de mis dedos. Era un líquido de acción inmediata, y no cualquiera lo conseguía. Me planteé la posibilidad de que aquél hombre no fuera un simple soldado, y mi respiración se entrecortó. Mis posibilidades de sobrevivir a mis aventuras nocturnas habían acabado. Abrí mis ojos lentamente, tratando de que mis ojos se enfocaran en el conocido rostro de alguno de los generales del Ejército, pero no fue a uno de ellos a los que me encontré.

— ¿Quién eres? — pregunté, y mi voz sonó brusca. Automáticamente mi mano se posó sobre el lugar donde la pistola láser había estado antes de que me haya desmayado. El muchacho, porque no era más que eso, rompió en carcajadas. Fruncí el ceño, no le encontraba gracia a la situación.

— ¿Te acabo de salvar y así es como me tratas? — su rostro adquirió un falso matiz apesadumbrado. — Se suponía que deberías haberte tirado a mis brazos agradeciéndome, ¿no? Después de todo soy tu héroe. — Su expresión divertida se esfumó al ver que no le seguía el juego y lanzó un suspiro. — Anakin Skywalker, general del Ejército de la República y tu salvador — claudicó lanzándome un guiño. Lo miré con parsimonia. Aquel joven no era Anakin Skywalker, no podía ser.

— ¿Y, no vas a abrazarme? Por lo menos di algo, y no te quedes mirándome embobada de esa manera. — Mi ceja se levantó ligeramente y estuve preparada para replicar cuando me interrumpió. —No estoy diciendo que no me halagas, porque lo haces. — Sus ojos adquirieron un brillo divertido — Pero estoy en una misión aquí y no debo distraerme. Y no te miento cuando te digo que tú, chica, serías una terrible distracción. — Se levantó de un salto y fue caminando hacia lo que parecía una nave destartalada. — En fin, no me dijiste tu nombre ¿cómo te llamas?

— Emm… Thesse — dije con un hilo de voz, haciendo uso de mi identidad falsa, aquella con la que entraba y salía del castillo por las noches. Me aclaré la garganta. — ¿Cómo sé que eres Anakin Skywalker y no una rata separatista?

Sus cejas se dispararon hacia arriba y sonrió de lado. Nunca había visto una expresión más arrogante.

— Con que precavida ¿eh? — se carcajeó. — Los separatistas no tienen generales humanos, ni tampoco se especializan en la creación de medicamentos. — Levantó el tubo vacío con el que me había curado y lo agitó en el aire. — Tampoco tendrían por qué. Sería una gran pérdida de tiempo con el ejército de hojalata que tienen.

Por supuesto, eso ya lo sabía. Su expresión altanera no sirvió más que para hacerme sentir más estúpida. Pero aquél joven rubio, despreocupado y de un humor imprevisible no encajaba con el modelo calculador, efectivo y tenaz del héroe de la República del que tanto había escuchado.

— Deberías dejarlo.

— ¿Dejar qué?

— Esa expresión. Pareciera como si me estuvieras estudiando todo el tiempo. No te preocupes, te llevaré a casa. Creo que ya terminé de arreglar esta cosa. — Abrió la compuerta de la nave y la sostuvo abierta con una mano, mientras que con la otra señalaba dentro, invitándome a entrar. Lo miré, traté de buscar alguna expresión en su rostro que me inspirara desconfianza, pero no encontré ninguna. Miré a mi alrededor, faltaba poco, no más que minutos para el amanecer y no podía arriesgarme a entrar en el palacio a la luz del día. Solté un suspiro.

— Está bien, pero devuélveme mi pistola. — El muchacho rebuscó en su chaqueta y momentos después mi pistola láser apareció entre sus manos. Enarcó una ceja y me miró con expresión divertida. Decidí no caer en la exasperación que me producía su actitud. — Bien, dámela. — Avancé hasta estar a su altura y cuando se la quise arrebatar, la sacó de la vista en un parpadeo. — ¿Qué estás haciendo?

— Negociando — respondió, como si fuera lo más obvio.

— ¿Cuál es el punto?

— El punto es que no sé quien eres. Bien podrías ser una traficante de armas ilegal, en todo caso le estaría haciendo un favor a la reina cuando te entregue por presuntos tratos con rebeldes — me carcajeé sonoramente ante lo irónico de la situación. — Así que te ríes, ¡vaya!

— ¡Es que es tan ridículo, aquí no hay rebeldes! No desde que mataron al rey. — Aparté la mirada de sus ojos azules, y deseé que no se diera cuenta de mi expresión melancólica.

— ¿Así que lo mataron? Qué envidia. Hubiera deseado ser yo quien lo haya hecho. — Me giré y planteé mi mirada en su rostro, buscando algún signo de burla, descubriendo no más que una expresión impasible. Me mordí la lengua para no replicar y echar mi camuflaje a perder. — Y ahí está de nuevo, esa expresión escrutadora. Dime, Thesse, quién eres, qué estás haciendo aquí en el bosque en medio de una batalla.

— Trabajo en el castillo, soy una doncella — y rematé mi confesión con una sonrisa inocente.

— ¿Cómo acabaste aquí? — Traté de mantener mi compostura ante su mirada inquisitiva. Pero era imposible, él parecía saberlo todo. Pareció darse cuenta de mi incomodidad cuando su mirada se ablandó y su gesto se suavizó en una tenue sonrisa. El hecho de que llevara el timón en la conversación no hacía más que enfurecer a una parte de mí que pertenecía a la antigua Padmé. Pero me retuve, ahora no era la reina implacable que imponía su voluntad a diestro y siniestro, sino una simple doncella, acostumbrada a la simpleza y a la sumisión.

— Bueno… en realidad no tendría que escaparme.

— ¿Así que te escapaste? ¿por qué?

— ¿Qué te importa? — siseé. Me reprendí internamente ante mi exabrupto. Mi genio parecía revelarse a mi naturaleza recatada, y no sólo se debía a mi dolorosa condición, sino a aquél rubio impertinente, demasiado curioso, y de una chispa molesta. No estaba de ánimos para enfrentarme a su efusividad. Relajé los músculos cuando se lo tomó a la ligera, apretando sus labios para contener su risa. — Lo siento, yo… he pasado por mucho hoy, y estoy algo alterada. No fue mi intención.

— Tampoco debería preguntarte tus cosas. Sólo siento curiosidad. Mucha — y elevó la comisura derecha de su labio en una sonrisa petulante.

— Bueno, ¿me vas a dar mi pistola o no?

— ¿Fuiste a ver a tu amante?

— ¿Disculpa?

— Te escapaste al bosque, ¿no? Para qué iba a ser sino para ver a tu amante clandestino.

— Eso, no es de tu incumbencia. — Y le arrebaté la pistola mientras me subía a su nave, fingiendo indignación. Me abroché el cinturón de seguridad, lanzándole miradas por el rabillo del ojo. Una expresión cansada surcó su rostro. Se me antojó más viejo, incluso parecía un hombre. Manipulaba los controles con seguridad, como si hubiera vivido para ello, y mientras la nave se realzaba en su alzamiento sus ojos adquirieron un brillo de júbilo y chispearon por la emoción.

— Lo sabía, sabía que podrías sobrevivir a esta — vociferó. Se dio la vuelta y sonrió a mi expresión confusa. — No hay muchas naves que sobrevivan a esa caída. Pero este tanque — golpeó sonoramente el techo del vehículo dos veces — nunca me decepciona.

— ¿Caída? Pensaba que eras el mejor piloto de la galaxia.

— Y lo soy, claramente. — Sonrió dejando a la vista sus dientes blancos cuando notó mi gesto de fastidio. — Pero resulta que cuando vi de lejos a una pobre jovencita perdida en busca de su caballero de la brillante armadura — y su sonrisa pareció acentuarse — no pude evitar ir en tu rescate. Me distraje un segundo y un caza que no había visto disparó.

— Ah, entonces te referías a eso con lo de terrible distracción. — Lo miré, y él plantó sus ojos azules en los míos. Me miró por unos segundos que parecieron horas, hasta que volvió la vista al frente. La sensación de aturdimiento siguió conmigo hasta que mi respiración pareció normalizarse. Él lo sabía. Había estado burlándose de mí todo este tiempo y ahora me entregaría. Deslicé mis dedos por la pistola, dispuesta a apuntarle en la garganta con tal de que guardara el secreto de mi identidad.

— Thesse… — el sonido de su voz dejó en vilo mi arrebato — Deja eso, no quieres hacerlo.

Busqué las posibilidades de salir victoriosa en el encuentro, y se me antojaron nulas. Aquél hombre me doblegaba en fuerza y su destreza adquirida por años de entrenamiento me dejarían inconsciente con apenas un movimiento de su mano. Debería estar regodeándose por dentro.

— Lo siento. — Él a su vez asintió. — Has sido agradable, pero no puedo dejar que nadie se entere de esto.

— Nadie lo hará. Te lo prometo. — Me miró, y la intensidad de su mirada me hizo creerle. — Thesse...

— ¿Si?

— Hemos llegado. — Se inclinó sobre mí para quitarme el cinturón, y se volvió casi al mismo tiempo cuando se percató de mi gesto de pánico. — Yo… lo siento Thesse.

— No, no es eso. — Mi mirada se centró más allá de él, en las torres del palacio que se alzaban, sabiendo que detrás de esos muros volvería al ajetreo y parsimonia de la vida de una reina. — Debes prometerme, que pase lo que pase, veas lo que veas, nunca dirás nada a nadie de lo que pasó hoy.

Su mirada se volvió escéptica, hasta que su cara se transformó con el sonido de sus carcajadas.

— ¡Por la Fuerza, Thesse! Me muero de curiosidad por saber lo que escondes. Pero no te preocupes, lo averiguaré — y con un guiño, abrió la compuerta de la nave y se deslizó fuera.

— Y muy pronto — mascullé para mí. En pocos segundos lo tenía al lado, abriendo con una mano la puerta mientras me tendía la otra para que bajase. La acepté gustosa, aunque sabía probablemente que por mi aspecto andrajoso lo que menos parecería en ese momento era una dama. Me puse la capa rápidamente, ocultando mi rostro en la capucha.

— Eres todo un misterio ¿no? — Hice caso omiso a su burla.

— General, podría decirse que me pudo haber salvado la vida. Así que se lo agradezco. Estoy en deuda con usted.

— Primero, te salvé la vida. Y segundo, ese tono formal que usas está un poco fuera de lugar ¿no? Considéralo uno de los privilegios de la relación héroe-damisela en apuros.

— De acuerdo. — Me marché casi a la carrera, tapándome con el saco las ropas hechas jirones para que los guardias no sospecharan.

— ¡Espera! — gritó Anakin. Me alcanzó a los pocos segundos. — Debería llevarte a la enfermería ¿sabes? Tus piernas y brazos no tienen buen aspecto.

— Estoy bien, me manejaré sola a partir de ahora.

— Insisto, Thesse, tienes más cortes de los que le dejé a Dooku en nuestro último encuentro.

— Escucha, intento no llamar la atención. Y aquí, en la corte, todos esperan verte. Y si mal no recuerdo, Dooku salió ileso en tu último encuentro con él. Y tú, Héroe sin Miedo, te llevaste las de perder.

— Era demasiado joven en ese momento. — Se cruzó de brazos claramente fastidiado. — De todos modos ¿cómo lo sabes? Pensaba que era información confidencial.

— Esas noticias siempre se filtran. — Y me despedí con un gesto de la mano, esperando que no me siguiera.

Le presenté mi tarjeta de identificación al guardia, que a su vez la pasó por un dispositivo de reconocimiento sin apenas reparar en mi aspecto. Después de varios rodeos por los pasillos, me encaminé hacia "Vilorrud", un antiquísimo cuadro que sobrepasaba mi altura. Miré a mí alrededor y agucé el oído. Al saber que nadie se aproximaba moví el cuadro con esfuerzo, soltando un quejido de dolor ante mis recientes heridas, y me impulsé dentro.

Recuerdo haber llegado a mi habitación y haber corrido hacia la cama. Ni siquiera lo deplorable de mi aspecto ni las heridas que pujaban como pinchazos agudos mi piel harían flaquear mi anhelo de despatarrarme en ella. Nunca se me había antojado tan suave. El esponjoso tejido del colchón me acunó mientras las sábanas me envolvían en sus sedosas telas. El cansancio pudo conmigo, y un muchacho de ojos azules me sonrió de lado antes de que mi mente se quedara en blanco.