Naruto y sus personajes no me pertenecen.
Esta idea invadió mi mente la noche anterior, y no me dejó pensar en otra cosa hasta que decidí escribirla. El título es un verso del Soneto VII, parte de los Cien sonetos de amor de Pablo Neruda. No pregunten por qué lo usé, simplemente se me dio la gana.
Y nadie vio en mi boca la luna que sangraba
Te cuesta respirar. Con cada exhalación despides un poco de sangre, y en un recoveco de tu mente te preguntas cuándo se terminará. Seguramente cuando estés muerto. Tus ojos, tan rojos como tus labios y tu mentón, miran la figura que se encuentra a pocos metros tuyos. Yaciendo boca arriba en el suelo, sus ropas naranjas cubiertas de sangre y tu Chokutō atravesando su estómago. Sientes ganas de preguntarle si duele tanto como el Rasengan que atravesó tu pecho, pero tu voz no sale, tus labios no modulan y de todas formas dudas que te conteste.
Sus ojos están abiertos, su expresión calma, y si no fuera por la sangre manchando su semblante y cabellos dirías que está observando las nubes. Por la forma en que su pecho no se mueve sabes que está muerto o a punto de estarlo.
No sabes por qué lo haces, tampoco lo piensas mucho, mas te acercas a Naruto con lo poco de vida que te queda. Te cuesta arrastrarte hasta él, pero finalmente lo logras, y con un siseo dolorido acomodas tu cabeza en el hueco donde su hombro y cuello se unen.
Su piel está fría. No es como la recuerdas, en esos días de antaño en los que solían quedarse dormidos bajo un árbol luego de un arduo entrenamiento y al despertar te encontrabas con el Uzumaki casi completamente encima de ti. En ese entonces su piel era cálida, su respiración quemaba a través de la ropa y los mechones del color del Sol te hacían cosquillas en los labios y la nariz. Ahora lo único cálido a tu alrededor es su sangre, que se mezcla con la tuya en un charco donde ya no la puedes distinguir, cual clara ironía de los lazos inquebrantables que los unen.
Respiras con dificultad, sientes el cuerpo cada vez más entumecido. Con voz ronca y casi inaudible, te dispones a decirle eso que nunca pudiste. Eso que quedó atascado en tu garganta la vez que le protegiste en el País de las Olas y lo que te negaste a admitir en el Valle del Fin cuando le tuviste a centímetros de ti, inconsciente, y con la lluvia empapándolos a ambos.
—Te amo, dobe.
Tus ojos, ya vacíos de vida, miran fijamente su pecho, buscando signos de que aún está vivo. No encuentras ninguno. Aprietas un poco más tu mejilla contra su cuello, intentando sentir su pulso. No sientes nada.
No te sorprende que no te escuche. Nunca se ha molestado en hacerlo.
