I
Sueños
- "La maldición que te dejó Fineas… un muerte muy dolorosa para ti y tu amiguita…" - Percy se despertó sobresaltado, mirando a todos lados en busca de la fuente de aquella horrible voz en la oscuridad y respiró de alivio al ver que estaba en su cama, junto a Annabeth que dormía plácidamente dándole la espalda. Poco a poco fue relajándose y mientras se repetía a si mismo que solo fue un sueño bajó de la cama y caminó en la oscuridad hacia el patio. Al pasar por fuera de la habitación de sus hijos miró instintivamente dentro para ver que estaban bien y convencerse una vez más de que fue solo un sueño, que él y su familia estaban a salvo.
Todas las noches le pasaba lo mismo: soñaba con el Tártaro. No podía sacar de su cabeza todo lo que pasaron ella y Annabeth ahí. El calor, los monstruos, los sollozos de todas las almas que clamaban piedad y, lo peor de todo, las arai, esas abuelas diabólicas parecidas a las furias que tenían como deber hacer caer sobe el todas las maldiciones que le dejaron las criatura que él mató. Una y otra vez ese horrible sueño con la maldición de Fineas, que según las arai, era la peor de todas. Podría soportar una muerte dolorosa, pero no podría soportar que también Annabeth cayera con él, era lo mejor que le había pasado en la vida y no permitiría que nada le haga daño. Claro que le había contado de estos sueños a sus amigos, pero todos padecían de lo mismo. Soñaban con sus peores momentos una y otra vez, como si los dioses se estuvieran vengando por haber sobrevivido a tantas cosas, a fin de cuentas, cualquier persona habría muerto si hubiera pasado por todo lo que ellos pasaron.
La noche era fresca y la Nueva Roma aún tenía olor a humo y carne por la parrillada que hicieron antes de dormir, celebrando el aniversario de bodas número 10 de Piper y Jason. Las estrellas bañaban el cielo y había un silencio sepulcral, pero tranquilizador. Percy estaba apoyado en la puerta abierta que daba al patio sintiendo una suave brisa que entraba cuando oyó unos pasos tras el. Se dio la vuelta y vió a un niño caminando hacia él con cara de sueño.
- ¿Papá? ¿Qué haces? – preguntó el niño mirándolo con sus enormes ojos verdes
- No puedo dormir – Percy se acercó a su hijo con rostro cansado y se sentó en el sillón, Luke lo siguió, se sentó en sus piernas y se apoyó sobre su pecho
- Yo tampoco… Te escuché caminar y pensé que quizás tenías hambre, como siempre – su padre sonrió y negó con la cabeza mirándolo con ternura – entonces quizás estás asustado de los monstruos – Luke enfatizó sus palabras mostrando los dientes y haciendo que su padre riera
- ¿Y tu no?
- No. Así que no te preocupes, no te van a hacer nada porque si algún día aparece uno yo lo voy a matar para que tú y mamá estén a salvo.
- ¿Enserio harías eso? – dijo Percy con tono divertido
- Pues claro, tu te ríes ahora porque piensas que soy muy pequeño pero cuando sea grande, y tu y mamá sean viejos como el abuelo Paul, yo voy a matar a tantos monstruos que ya no van a existir. – Percy le revolvió el pelo, rubio como el oro, y le sonrió - Ahora anda a dormir y no tengas miedo de los monstruos porque voy a estar mirando por si viene alguno.
- Está bien, buenas noches Luke, y gracias – el chico le dio un beso en la mejilla a su padre y se fue, intentando no hacer ruido, a su habitación.
El pequeño Luke, a sus siete años, era muy valiente y osado, siempre intentando cuidar a sus padres y hermanas. Amaba que Percy le contara historias de los titanes y los dioses, del Campamento Mestizo y de los siete de la profecía, que eran sus héroes. Su padre siempre le hablaba de las hazañas que hizo con sus seis amigos y Luke le pedía al "Tío Leo" o al "Tío Jason" que se las contaran de nuevo para después jugar con sus amigos e imaginar que las repetían.
Percy se quedó sentado hasta que escuchó los suaves ronquidos de Luke. Volvió a la cama, se acostó, Annabeth se abrazó a su torso y apoyó cabeza en su hombro. Su calor y la paz con que respiraba lo reconfortaba así que en unos minutos se quedó dormido, abrazado a su amada Annabeth.
