Carne de Embrujo

En los confines del mundo conocido se encuentra un extenso territorio regido por los espíritus y la naturaleza, donde es común que la mala suerte quiera golpear a tu ventana, y seres mágicos de aspecto atroz perturben tu sueño. Allí, al sur de la Gran Metrópolis, lo que fuera antes una enorme nación llena de conflictos y diferencias internas, se divide actualmente en los llamados Reinos Libres, pequeños reinos y provincias delimitadas por la geografía y separados en algunas partes por las Tierras Infranqueables, extensos bosques y cerros donde nadie puede entrar sin el permiso de las entidades de la tierra. Las tradiciones varían según la zona, sin embargo, el traspaso casi ritual de sus costumbres y el respeto por los ancestros es algo que todas aquellas culturas comparten por igual. Los monstruos que las acosan también los comparten.

Los Reinos Libres, tierra mística y fascinante que nunca ha podido ser entendida por la ruidosa, cambiante, cerrada pero moderna Gran Metrópolis, centro de la sabiduría, la caballería y la innovación de los países a su alrededor; pequeño imperio compartido donde todos tienen cabida pero nadie externo puede regir. Siempre atenta a la vanguardia de las otras Metrópolis del globo, es un antro de culturas que hace centenares de años perdió su etnia propia, y resultaba ser perfecta para acoger a cualquiera, de cualquier lugar, que estuviera buscando algo que en su tierra natal no se le pudiera ofrecer. En todo sentido.

Como organizadora imparcial de las patrias cercanas, quiso imponer orden y ayudar a la nación inestable que eran los Reinos Libres, pero ante el fracaso, y sabiamente evitando un terrible conflicto sin futuro, coordinó una asamblea que duró una década, donde se definieron desde las condiciones hasta los límites y permisos de cada pequeño reino. Pese a ello, estos miran con recelo y cierta distancia a la Gran Metrópolis, debido a que cortó el tronco que la unía con sus raíces, algo imperdonable por los dioses. Son incapaces de hacerle frente, pero nada les impide mostrar desprecio y mal hablar de ella y todo lo que salga de ahí a pisar sus tierras, incluso si se trata de ayuda, materiales vitales o soldados que cuidan sus ciudades y caminos.

Incluso si se trata de sus propios hermanos, que por necesidad, curiosidad u otros motivos, se mudan a la Gran Metrópolis y después de algunos años vuelven a su hogar. Se les acusa de estar enfermos de cuerpo y alma, y a veces los someten a largos rituales de limpieza. En el mejor de los casos la familia lo acepta y tras una reintegración, todo vuelve a la normalidad. En el peor, se rechaza a aquél individuo, se le desconoce, afectando su posición en la sociedad: una persona "arrancada" del núcleo familiar pierde la protección de los antepasados, quienes son los únicos que mantienen a raya a los malos espíritus y entes malignos. "Carne de embrujo", solían llamar de forma mundana a estos desligados sociales, y no vivían muchos años estando por su cuenta entre las tierras infranqueables.

Ese era el destino que Koyam no quería encarar llegando a su hogar. Anhelaba en lo profundo de su ser que no sería así, pero temía, porque era una posibilidad.

Por un extenso camino rodeado de bosques y campo, con el sol a punto de ponerse en un atardecer anaranjado, iban dos jóvenes a caballo, con las monturas cargadas de equipaje que se repartía a ambos costados de cada equino. Uno era alto y de tez clara, cabello cobrizo y ojos grises; vestía la armadura de la caballería de la Gran Metrópolis, la Guardia Plateada, cuyos soldados eran llamados "los centinelas de plata", y su arma era una espada larga enfundada sobre su espalda. Hablaba despreocupada y animadamente con su compañero de viaje, quien era menos corpulento y notorio, e iba sin armadura, cubierto por un manto ceñido a modo de capa. Moreno, de cabello negro azabache y facciones más rudas que las del soldado, resultaba de todos modos encantador por el aire pícaro y misterioso que lo rodeaba. Ambos formaban un dúo variopinto que siempre atraía a las doncellas.

—¿Me estás escuchando? —Preguntó el soldado tras reírse y no haber escuchado ruido alguno por parte de su acompañante. Había desempolvado una buena anécdota, era imposible que no dijera nada al respecto.

—Sí, te escucho —dijo Koyam, con sus ojos café como corteza de roble clavados en el bosque a su izquierda. Buscaban ver algo que no aparecía.

—No, no lo haces —jalando las riendas de su caballo para acercarse a él y así darle un golpetazo en la espalda que sonó como una caja hueca, coreada por el caballo que relinchó sorprendido por el ruido—. ¿Qué buscas tanto en el bosque? ¿Ves a alguien? —Insinuando con ello que si se trataba de posibles ladrones que los emboscarían, él se haría cargo de ellos antes de que salieran al camino.

—¡Au! —Exclamó cuando le sacó el aire. Al menos ahora sí le prestaba atención, mirándolo enojado—. No soy uno de tus colegas de cuartel, Quiel. No, no he visto a nadie en particular, pero… Siento como si algo fuera a salir del bosque, en cualquier momento.

—Estamos algo molidos, pero si galopamos llegaremos en pocos minutos a la ciudad, allá se ven las torres de la entrada. —Cortado por la mirada severa del joven tostado—. ¿Qué? Koyam, hemos vivido los últimos doce años en la Gran Metrópolis, sabemos que los espectros y monstruos que nos asustaban de pequeños no son reales. Sólo son historias que los Reinos Libres cuentan para que haya algo de orden dentro de ellos, recurriendo a la superstición y temor de las personas. Como no les gusta que la Guardia Plateada se adentre mucho…

—Entiendo lo que quieres decir, lo hemos discutido y he estado de acuerdo contigo. ¿Pero cómo explicas que tras tantos años vuelva a tener esta sensación de algo sobrenatural rondándonos? Es el mismo presentimiento, el mismo peso en la coronilla…

—Estás ansioso —replicó Quiel—. Sé que temes que tu familia no te acepte, pero créeme que no pasará así. Y si ocurriera, no serás un "desligado", por mi parte siempre se te acogerá y tendrás algo de qué vivir.

Koyam bajó la vista hasta el sendero de tierra. Aunque él era un joven hábil e inteligente, dispuesto a hacer lo que fuera por su pueblo, si a los ojos de su gente era un traidor por haber pasado tantos años en la "ciudad profana", no le quedaba mucho por hacer.

Contrario a su caso estaba Quiel, que no era autóctono de la zona y cuya situación resultaba bastante más relajada. Su padre fue exiliado de la Gran Metrópolis hace más de dos décadas, refugiándose con su familia en uno de los Reinos Libres, donde los acogieron por ser "desligados de la ciudad profana". Se asentaron cerca de la familia de Koyam y así ambos se conocieron antes de que fueran capaces de recordar, y desde entonces eran inseparables. Tras varios años el padre de Quiel fue perdonado y volvió a la gran ciudad, mientras que su mujer prefirió quedarse en el tranquilo entorno de los Reinos Libres, más austeros y menos ajetreados que la pomposa ciudad del norte. No era una igual, pero la valoraban en la ciudad por haber reconocido los encantos del pueblo que la acogió. Así, el joven soldado tenía un hogar en cada parte, además de todas las posadas de la Guardia Plateada que había a lo largo de la región.

Fue en esa oportunidad que Koyam decidió ir a la gran ciudad junto a ellos, para aprender muchas cosas que intuía se les ocultaba a los Reinos Libres, pero también era empujado por una crisis que estaba azotando al reino, quitándole de esa forma un peso a su familia. Tenía once años, y junto a sus seis hermanos y hermanas estaban por ser enviados con unos parientes al oeste, cerca de la frontera. Entre ir a un lugar extraño con su mejor amigo que lo acompañaría en cada desafío, a ir a un sitio con gente desconocida a causar molestias, claramente permanecer con Quiel era mucho más atractivo.

Y allí estaban, por fin graduados y libres de cualquier papeleo de la Gran Metrópolis, cumpliendo una de las promesas más antiguas que pactaron: volver a casa.

—Oye… —Lo llamó Quiel, cambiando el tono, dándose cuenta de que no sonó muy bien lo que dijo antes—. Te aceptarán, tenlo por seguro. Conocí a tu familia, sabes que no lo digo porque sí.

Koyam esbozó una leve sonrisa.

—Trataré de esperar a enterarme cuando lleguemos. Saben de nuestro regreso, así que no los tomaré por sorpresa. Lo que me hace pensar… —Con una mano en el mentón, mirándolo. Había levantado la cabeza y se erguía sobre la silla de montar—. Nuestras madres siempre han sido muy amigas, me pregunto si habrán decidido comprometer a una de mis hermanas contigo.

—¿Qué? No, claro que no, no tengo sangre de sureño. Es imposible que tu padre lo acepte, incluso si sigue pensando tan bien de mí como antes.

—Tan despectivo que lo dices ahora —dijo Koyam cargando el tono. En su larga estadía en la Gran Metrópolis tuvo que adaptarse a las burlas que recibía por su aspecto tan distinto.

—Con todo el acento de la gran ciudad. —Quiel sacó su mejor modulación y pronunció aquello con un ritmo diferente a como había estado hablando antes.

—No te conviene decir eso así. No por aquí.

—Lo sé, lo sé. Sólo era para cabrearte. Sé que esta armadura no basta para evitar que me maten si soy estúpido y no uso la cabeza.

—Ah, de verdad habías aprendido algo en el ejército. —Hablando con incredulidad.

Quiel se quiso acercar para atraparlo cuando los caballos se inquietaron, relinchando uno y echando coces el otro, obligando a ambos jóvenes a sujetar bien las riendas.

—Rayo, ¿qué pasa? —Preguntó Quiel a su montura café con manchas blancas.

Koyam no perdía nota del bosque, ahora sí pudo ver un leve movimiento cuando dominaba a su bestia marrón. Un intenso escalofrío subió por su espalda y le erizó el cabello de la nuca.

—Quiel… Hay que echar a correr… —dijo con la voz temblándole.

—¿Qué? —Tratando de controlar a Rayo con una mano y desenfundar la espada con la otra. No le entendió nada.

El sol se había puesto y el único viso del atardecer que los acompañaba era un cielo morado intenso en el horizonte, que todavía les otorgaba luz suficiente como para reconocer el camino y a ellos.

—¡Que a correr! —Gritó Koyam pero su caballo se puso bravío y se alzó sobre sus patas traseras, obligándolo a sujetarse para no caer, tratando de calmarlo y echarlo hacia adelante.

De pronto una luminiscencia repentina proveniente del bosque los sorprendió, en lo que seguían intentando dominar a los caballos, los que se espantaron más con el fenómeno y comenzaron a renguear por la vía.

Llamas de color rojo se prendieron a varios metros por detrás de los árboles, flotando a cierta distancia del suelo. Eran como pequeños niños, bebés, envueltos en llamas y cuya cabeza era la llamarada más grande, la que tenía un aspecto inhumano. Aparecían cinco, luego diez, veinte, en una procesión que aumentaba cada vez más en número y llenaba todo el sector con el sonido que emitían, parecido al llanto de los niños, que llegó a parecer ensordecedor.

—Anchimalenes… —susurró Quiel, atónito.

El caballo de Koyam bajó y atinó a echarse al galope, seguido inmediatamente por Rayo, a quien Quiel atosigó para que acelerara y alcanzara su máxima velocidad lo antes posible.

No aminoraron la marcha hasta llegar a la ciudad, en donde fueron incapaces de mirar hacia atrás. El eco de los llantos seguía en sus cabezas aunque quisieran olvidarlo. Ambos no mencionaron el tema ni lo conversaron, en sus miradas se habían dicho todo lo que necesitaban entender hasta que llegaran a casa, en unos cuántos días más. Era mejor no hablarlo, no querían atraer a la mala suerte.