Prólogo

Ese mayordomo, solo.

La carreta arrastrada por dos fuertes corceles desfilaba al margen del enorme precipicio. Dentro, en el hermoso y elegante carruaje negro, se distinguían dos recias figuras masculinas, la de un precioso joven, y las de su —también precioso— Mayordomo.

—Joven Amo—llamó con sosiego el servidor. — ¿Cómo se encuentra?, ¿Está cansado?—. El señorito parpadeó dos veces con la mirada fija en el acantilado antes de voltear el delicado rostro de arrogante expresión. Sostuvo la mirada a su sirviente, con un suspiro delicado volvió a mirar hacia afuera.

—No, estoy bien. —agregó con noble parsimonia. Su Mayordomo lo miró por un momento, contemplando en dulce aquiescencia el nostálgico perfil de su Amo.

De una precisión aberrante estaba hecha aquella cara angelical tras el gallardo temple que dominaba la expresión, resuelto, expectante, confiado y a la ves —quizá un poco— resignado. Adoró entonces, aquel carácter tan lleno de determinación y orgullo. Se descubrió pensando en el futuro que les esperaba juntos, ahora y siempre, y se preguntaba cómo había terminado un simple juego en un encarcelamiento de por vida.

Pronto el paisaje cambió, volviéndose oscuro y neblinoso. Ciel alejó el rostro de la ventanilla, jugueteó con su anillo en silencio. Posteriormente, las tinieblas se dividieron a ambos lados del carruaje dando paso a la luz suave y cálida del ocaso. Un verde valle se extendió en su horizonte, a lo lejos a su izquierda, dos grandes montes de ancha base, entre ellos se formaba un cenit invertido desde donde descendía una amplia cascada. A la derecha, campos verdes llenos de flores blancas hasta terminar en hermosos páramos color miel, y más allá, una cadena montañosa compuesta por cuatro grandes elevaciones, en donde la segunda de izquierda a derecha perdía su cumbre entre las nubes rosadas. El muchacho observó con calma la hermosa visión. Entonces el carro se detuvo, rápidamente el Mayordomo descendió y alargó el esbelto pero firme brazo, con la mano suavemente extendida hacia él.

—Joven Amo—llamó. Ciel volvió a suspirar y tomando la mano de Sebastian, descendió del coche. Apoyó un pie afuera, pisando las flores, dio el segundo paso y junto a su bastón se encaminó al lado de su sirviente.

Miró nuevamente al suelo. Las flores se contorneaban evitando ser pisadas, doblándose en una reverencia a sus pies.

— Incluso —comentó el sirviente—. Estas vidas inútiles luchan por sobrevivir— .Ciel alzó la vista y se encontró con los profundos ojos rojizos de su Mayordomo Negro.

—Es nuestra naturaleza como seres vivientes— .El fámulo sonrió, su rostro sombrío y ceniciento contrastaba con el fondo de suave tonos rosados, las comisuras de sus labios se alargaron y cerrando los ojos en una sensual sonrisa de gato preguntó:

— ¿Vivientes?—. Casi rió, parecía lleno de gozo, pero no lo estaba, dentro de sí palpitaba una furia voraz. Su Joven Amo le observó.

—Mi corazón aún late—dijo con dureza en la voz. — Tú también puedes escucharlo, ¿No es así?.. Aunque no sea humano—. El Mayordomo abrió los ojos y observó con excitación el semblante de su Amo, firme, arrogante y —al igual que él— furioso. Dobló su rodilla izquierda, apoyándola en el pasto y con su mano derecha sobre su pecho, exclamó:

—Yes, my Lord—.

Continuaron en silencio, caminando entres las flores blancas que despedían un olor calinoso y dulce. Ciel alzó la vista frente a una enorme mansión de blanca fachada. Perfecta, elegante, idéntica.

—Joven Amo, déjeme mostrarle su nuevo hogar—musitó con premura el Mayordomo al ver la expresión taciturna del muchacho.

—Este-. Dijo él, con lóbrega mirada. —No es mi hogar, no es más que una simple imitación de la real, al igual que yo— .Comenzó el asenso por las escaleras seguido por su sirviente, quién se adelantó un par de pasos para abrir la puerta a su Señor. El joven ingresó a la residencia y sin detenerse continuó hasta la próxima escalera, dirigiéndose a la que sabía que era su habitación.

Entró entonces a su dormitorio, lanzó el bastón rompiéndolo contra la mesa que se encontraba allí. Bufaba por la nariz, miró a través de la inmensa ventana el hermoso paisaje, tan perfecto y falso cual flor plástica. Antes de darse cuenta ya había volcado la mesa y pateado las sillas rompiendo una de ellas.

Mordió su labio hasta hacerse sangrar, sus pensamientos iban y venían turbulentos, asediados por los deseos y recuerdos mortales, casi los perdía… casi se borraban y la locura se evocaba en consumir su consciencia todavía humana, ahora tan distinta a su naturaleza. Las lágrimas de desesperación e ira se apresuraron a sus ojos, sus manos sostuvieron su cabeza, aferradas a sus negros cabellos, tapando sus oídos, mientras miraba fijamente al suelo. Se había sentado en la cama, en completo silencio, mordiendo aún su labio. Podía escuchar perfectamente su corazón latir, tronaba contra su pecho y parecía sincronizarse con los pasos que se acercaban por el corredor.

Golpearon a su puerta, el sonido traspaso su ser ampliándose en su cerebro. Jadeó en busca de aire. La puerta se abrió un ápice.

— ¿Joven Amo?—. La voz de su Mayordomo le llevó a una calma ahogante, la puerta se abrió dejando ver el rostro sereno. — ¿Se encuentra usted bien?—.Ciel respiró profundamente, restituyendo su compostura de noble.

—Sí, estoy bien—. El sirviente ingresó en la sala, observó con frialdad el desastre provocado por su Amo, se acercó a un mueble, abrió un cajón.

—Me preguntaba si quizá el Joven Amo deseaba tomar un baño después de tan largo viaje—comentó apático, el deseo implícito de ejercer su voluntad gatilló en Ciel su burbujeante cólera.

—Déjalo ya—espetó, adusto y de brazos cruzados.

— ¿Señor?—dudó el sirviente dándose vuelta con la ropa blanca de dormir en sus largos brazos.

— ¿Porqué me trajiste a este lugar?—preguntó, por un instante su perfecta compostura flaqueó al fallarle la voz.

—Pensé que el Joven Amo necesitaría un lugar donde poder descansar, de seguro tiene mucho que asimilar puesto que…—

—Es tú culpa—interrumpió. Su rostro cándido se volvió truculento con la ira.

— ¿Disculpe? Joven Amo, yo…—

—Tú no cumpliste—agregó, su boca se volvía agria a cada palabra que escupían sus labios, pero no podía detenerse. —El pacto lo estipulaba muy claramente, Sebastian. —Alzó los ojos enfrentándose a su sirviente. — Yo—musitó. — Debía morir—.

La oscuridad invadió de pronto la habitación, el rostro del Mayordomo se volvió de piedra. Ciel esperó.

— ¿Crees que lo hice a propósito?, ¿Qué te perdone la vida? —.Su boca se torció con desagrado. —No juegues, ahora tengo que continuar a tu lado por el resto de tus días… ¡Infinitamente!—dijo la palabra como si maldijese.

— ¿Porqué?—.

—Eres un demonio ahora —.Se burló, pero había mal interpretado al muchacho. —Nunca morirás, mi delicia será ver como el resto de tu alma humana se consume en agonía en la vida eterna.- La sonrisa del sirviente se volvió despiadada.

— ¿Alma?—.Sonrió el Joven. — ¿Qué alma? ¿Olvidas que soy un demonio ahora? —musitó inclemente.

—Lo eres, sí, pero tu esencia en este mundo es nueva y sientes como un humano—explicó el Mayordomo entoldado.—Tendrás que ver como todos tus seres queridos mueren viejos y enfermos, y nunca más podrás volver junto a ellos, ahora que perteneces a otra estirpe, ahora serás mío hasta el final, Ciel Phantomhive.

—No—susurró el Conde.

— ¿No?—. Se mofó nuevamente el Demonio. — ¿No qué?—

—Tú hiciste un pacto…—dijo mientras cerraba los ojos y apoyaba sus pies en el suelo. —…con un humano el cual ya no existe—. Llevó lentamente su mano hasta el parche sobre su ojo derecho, tiró de él. —Ahora, ya no hay nada que te una a mi— .Abrió los ojos, dos grandes ocelos de profundo azul observaron lacerantes al Demonio.

El Mayordomo observó consternado, no había marca. Los ojos se tiñeron de un color rojo sanguinolento, una sádica mirada acompañó a la oscuridad que tomó parte en facciones del joven.

— ¿Cómo…? —demandó dando un paso hacia Ciel.

—No me someteré a una eternidad a tu lado— .Lentamente, las paredes de la habitación comenzaron a deshacerse y caer en pedazos calcinados. Dio un paso hacia Sebastian mientras todo a su alrededor se derretía como si estuviesen en el infierno. —Aquí termina nuestra unión, Sebastian Michaels—.

Y así como comenzó todo, todo desapareció. Sebastian esperó un momento, aguzando el oído, pero no había rastros de Ciel, se encontraba completamente solo en ese mundo que había creado para los dos.

Se quedó de pie, y esperó. Al cabo de una semana comprendió la seriedad de las palabras de su Joven Amo. Un demonio inexperto creado de un humano incapaz de atarse los zapatos solo, desesperó y comenzó a buscarlo, pasaron los días que se convirtieron en semanas y luego meses. Finalmente optó por volver a la mansión esperando encontrar a su Señor.

Pero nada sucedió. Ciel no regresó.

Continuó buscando largas temporadas, y esperando en la mansión otras más, sin percibir las horas, los días o semanas. Siempre era primavera, siempre había ocaso, el aire siempre era cálido y perfumado, en ese mundo nunca nada cambiaba.

Se negaba a creer que el pacto había terminado. Nunca terminaría si él no devoraba el alma de su Amo, y ahora aquello era doblemente imposible. Ciel era un demonio. Ciel no estaba.

El deseo aumentaba y se revolcaba junto a la necesidad. Esperaba observando el horizonte sobre el tejado. A veces se convertía en cuervo y acechaba desde las alturas, sin darse cuenta de cómo el tiempo transcurría para los humanos. Pero Ciel no regresó.

Por las noches, de acuerdo a su costumbre, se preparaba para dormir, aunque por naturaleza no lo requería, era un placer que se había habituado a tener. Durante muchas noches solo fingió hacerlo, en su mente repasaba lugar por lugar, intentando descubrir donde podría estar oculto su Joven Amo.

A lo largo del tiempo, descubrió que la única manera de ver a Ciel era a través de sus sueños. Y así comenzó a soñar con él. No tenía más recuerdos que de aquel Joven humano, tibio, frágil y arrogante. Las imágenes lo acosaban y en su mente Ciel dependía de él todavía, era humano, su alma le pertenecía al igual que su vida y su confianza.

Lo escogía a él, lo necesitaba a él… lo llamaba —aún dentro de la más absoluta oscuridad e inmensa desesperación— a él, sabiendo sin dudar que su Mayordomo lo salvaría.

Se preguntó una mañana si acaso su Joven Amo no habría vuelto al mundo humano. Cabalgó aún más lejos, deshaciendo sus pasos para buscar a su Señor. Pero a pesar de su cuidado al buscar, no pudo dar con Ciel y entonces supo que nunca lo encontraría.

Regresó a la mansión, llenó de furia e irritación.

—Mocoso—. Escupió al tiempo que vislumbraba la casona y se acercaba rápidamente. —Puede irse al…—. Su aliento se paralizó, observó fijamente al joven sentado en la escalinata.

Alto, apuesto, brioso, de piel blanca y tersa como el marfil, de pelo negro como el carbón. Reconoció en aquel soberbio semblante parte del seráfico rostro de su Joven Amo, los ojos rodeados de hermosas y largas pestañas se abrieron dejando ver el hermoso azul zafiro del iris. Contempló con picardía al Demonio que tenía al frente.

El joven se puso de pie, mirando aún al Mayordomo, con una suave sonrisa en los labios; descendió lentamente hasta posicionarse justo adelante.

— ¿Y bien? —.Sonrió. — ¿A dónde es que puedo irme, Sebastian?—