Bajo todas las banderas
Si alguna vez te dieran a elegir entre la peor de las muertes o convivir con tu peor enemigo ¿cual elegirías? Yo no tuve tiempo para plantearme esa cuestión hasta este momento, justo cuando más tiempo tengo para hacerlo. Soy Arthur Kirkland y soy un naufrago de la Real Marina de su majestad Jorge. Por favor. Salvadme. No quiero seguir aquí.
Os preguntaréis a qué ha venido el anterior párrafo, pues es fácil y sencillo. Hace ya siete días que llevó abandonado en esta isla, a unos, aproximadamente, si no me equivoco, mil millas náuticas de La Habana. Por suerte y por desgracia no fui el único en acabar en esta pequeña isla. El comandante español corrió la misma suerte que yo y creedme, las mismas ganas tengo de llevarlo al fondo del océano como irme yo por mi propio pie. En fin, os contaré como he llegado hasta aquí, por si acaso esta pequeña carta es mi última voluntad.
Empezaré por la tormenta...
-¡Capitán! Se aproxima una tormenta y de las feas. -Gritó uno de los marineros, agarrado a las cuerdas de babor.
-Agarrad con fuerza las velas, tenemos que resistir a la ira de la naturaleza. -Gritó el oficial de cubierta, en vez del propio capitán. O sea, él.
-¡Capitán, se aproxima un navío español! ¡Van a embestir!
En ese momento en que escuchó aquello su mente abandonó las nubes para volver a aquella tormenta. Los españoles siempre tan osados y locos, quién en su sano juicio decide dar guerra en pleno vendaval. Sacó el catalejo del pequeño zurrón que llevaba encima, al mirar por este, confirmó todas sus sospechas.
-Fernández... -Casi de la rabia estampó el artilugio, al saber que era el castellano quien le daba guerra. Por fin algo le alegraba el viaje y no solo agua y agua.- ¡Muy bien, perros de agua dulce, enseñadles a esos come-tomates de qué estamos hechos! -Al momento dijo aquello se escuchó al unísono un grito de guerra. Todos los hombres fueron a sus puestos, preparados para el mismísimo infierno.
La batalla transcurría a una velocidad desmcomunal. La marea, brava como ella sola, atizaba los cascos de ambas fragatas. El viento amenazaba con llevarse por delante tanto velas como hombres. Y el fuego, se lo comía todo sin piedad. Si aquello no era suficiente los cañonazos bailaban al compás que los rayos y truenos, adornando la madera de ambos navíos. Cuando ya la distancia se recortaba al roce del sable fue entonces cuando ellos dos se vieron. Ambas miradas de esmeralda, llenas de rabia, llenas de ira, se juntaron. Ambos estaban preparados para la lucha, para la victoria y para la muerte. Ellos, fueron los que dieron el pistoletazo de salida, para que soldados y marineros de ambos bandos se deslizaran de cuerda en cuerda y saltaran de una cubierta a otra.
La pelea se mantuvo en el barco inglés, ya que el español ardía como un infierno. Los cuerpos muertos se apilaban y muchos otros se iban por la borda por el vaivén de las gigantes olas. Cada vez quedaban menos en pie y los gritos se habían sustituido por el traqueteo de la botas contra la madera mojada y el golpeo de ambas hojas una y otra vez.
-Volvemos a vernos, cejotas. -Dijo el español con aire de superioridad.
-Los perros siempre vuelven para recibir otra paliza. -Respondió furioso el británico.
-¿Lo dices por ti, verdad? -Bromeó, justo cuando ambos quedaron cara a cara intentando ganar la pelea, cuando sus sables se juntaron.
-Muere ya perro de estercolero. -El rubio retiró su sable, con el fin de coger más impulso y acabar de una vez por todas con aquella farsa. Los sables estuvieron a punto de hacer contacto cuando un barril perdido de pólvora voló en mil pedazos haciendo que todo el polvorín tuviera el mismo destino. La explosión de fragata española solo significaba una cosa: a la inglesa le quedaban segundos para que ocurriera lo mismo.
Ambos enemigos se miraron y miraron el fuego que se acercaba como la muerte misma llamándoles. No se dijeron nada, no se desearon nada, solo saltaron por la borda con la inminente explosión detrás. Todo acabó.
Este podría haber sido su final o el final de su enemigo, pero no fue así. Quizás fueron horas, o días o semanas, pero se despertó cuando dos gaviotas discutían si rostro era comida o no. En cuanto estuvo despierto se encargó de espantarlas junto a un grito de susto.
-Dios... ¿Dónde estoy? -Se levantó, dolorido. En cuanto estuvo de pie una punzada de dolor le recorrió todo el cuerpo. Buscó con la mirada el origen de su agonía, descubriendo que tenía un trozo de madera que le atravesaba el bíceps derecho de lado a lado.- Joder... Tengo que quitarme esto. -Aguantando el dolor como podía, rompió un lado de la madera para poder sacarlo mejor por el otro lado. Sin duda no estaba curado, ni mucho menos. Podía pensar en el lado bueno y esperar que no hubiera astillas en el interior del brazo o mirar el lado malo y esperar a morir por una infección en aquella isla. Isla, no se había percatado aún ni donde estaba.
Aquel primer vistazo que dio, le sirvió para comprobar que había. Vale, de momento reconocía trozos de naufragio, un hombre en la playa, algunos baúles, una selva que se adentraba en la isla, una bandera mojada, algunas cajas de suministros y armas en mal estado. Espera. ¿¡Había un hombre en la playa?! Corrió hasta él, pero se detuvo tarde al darse cuenta de quién era.
-¿¡Por qué tú!? Deja de perseguirme maldita escoria sureña. Agh.
Aunque gritaba todo tipo de veneno, parecía que el castaño no reaccionaba. Quizás estaba muerto. Algo en su interior esperaba que no fuese así, aunque todo el resto de su cuerpo esperaba que sí. Se acercó lo justo y necesario para colocarle la oreja en el pecho. Escuchaba latir aunque a duras penas y con dificultad.
-Oh, venga allá. Es que ni siquiera morirte sabes. Vamos. Despierta idiota. I-D-I-O-T-A despierta. Zopenco, como te mueras y me dejes solo, te mato antes. -Todo muy coherente siempre. Al ver que seguía sin mover ni un dedo, pensó muy bien las opciones que tenia. Si no se equivocaba mal, al menos pasaría un mes hasta que le encontraran si no más. Quedarse solo en una isla desierta significaba locura y muerte. Uhg, no. Por lo que, podía salvar al castaño, que le debería un gran favor, tenerlo como prisionero y que le salvara de la locura... Siempre y cuando él no fuera el culpable de la locura. Optó por la segunda, estar mal de la olla no era lo suyo.
Se crujió los dedos antes de colocar las manos sobre su pecho, no sin antes haberle despojado de la ropa para tener mejor acceso a su piel. Empezó a reanimarle, pero vio que aquello no conseguía nada importante. Si quería salvarle iba a tener que hacerle el boca a boca. Él, a el español. Él. Dios. ¿Por qué tanta agonía para un solo hombre? En una bocanada de aire cogió valentía, orgullo y empatía y le hizo aquella técnica al castaño. El aire entró en los pulmones del herido y consiguió que tosiera gran parte del agua casi de inmediato. Había sido un héroe.
-Por fin revives... Ya era hora.
-... ¿qué? -Volvió a toser repetidamente. Había tragado más que agua con el naufragio.- ¿Dónde...? Espera. ¡Tú! -Se levantó de golpe al ver a su enemigo inglés frente a él. Fue a desenvainar la espada de su funda, pero no había ni funda ni espada. Mierda.
-Cálmate ¿quieres? Te he salvado la vida, al menos un gracias o algo quedaría de puta madre. Estamos en una isla desierta y por lo visto solo sobrevivimos tú y yo.
-Oh no...
-Oh sí.
-Dios no, por favor...
-Cállate. Pronto nos recogerán. Esto es solo el principio. –O eso es lo que creía el rubio, ya que aquella aventura en el Caribe, no había hecho más que empezar.
