Un destino de llamas y desolación


Ni la carencia de ojos ni el renegrido vendaje que tapaba las cavidades donde estos habían estado impedían de forma alguna contemplar a Illidan lo que se hallaba ante él, el artefacto que con tanto anhelo había buscado y por el que había luchado tras su breve confrontación y revelación con el príncipe caído. Cuan irónico resultaba, que un poder tan grande como el que él mismo había soñado poseer se hallara ahora ante la palma de su mano, cerca de la misma tierra que lo vio nacer y que lo vería...renacer.

La Calavera de Gul'dan.

El pérfido artilugio demoníaco que estaba corrompiendo estos bosques, y que, de no ser destruido, los profanaría más allá de cualquier redención, nisiquiera el inmenso poder de sanación de los druidas podría otorgar vida de nuevo a aquellos parajes, sólo fuego. Era su deber, como cazador de demonios y como elfo nocturno, poner fin a dicha amenaza, antes de que se extendiera por las tierras que otrora había jurado defender. Su gente lo había repudiado y abandonado, pero aquella seguía y seguiría siendo por siempre, su tierra y su gente.

El perverso elemento refulgía con una luz glauca, cegadora a la vista del cazador del demonios, la cual era capaz de avistar las emanaciones arcanas de todo lo mágico con una facilidad pasmosa, de hecho, aquello era lo único que podía ver, pues la visión maldita de Sargeras no concedía otro don más que aquel.

-Tanto poder...¿por qué limitarse a destruirlo cuando podía absorber su magia? Sería más poderoso que cualquiera de los tenientes de Archimonde. - Pensó Illidan, deleitándose en los innumerables demonios que caerían ante sus hojas y sus nuevos poderes, no sólo podría fin a la profanación de aquellos bosques, sino que podría ayudar en gran medida a detener la invasión de Archimonde y sus secuaces.

-¡Sí, el poder debería ser mío!- Exclamó finalmente mientras destruía el objeto y se impregnaba de las diabólicas energías que contenía.

Al instante se produjo la transformación, una oscura bruma envolvió todo su cuerpo y este se estremeció por entero mientras asimilaba como podía este nuevo e impío poder. De su frente brotaron dos cuernos curvos cual carnero, sus pies se tornaron pezuñas y de sus anchas espaldas surgieron dos estropeadas alas.

Había alcanzado el pináculo de la evolución, se había convertido... en un demonio. Irónicamente, se había convertido en aquello a lo que daba caza, pero poco le importaba, ¿qué mejor para matar un demonio que otro? Usaría sus propias armas contra ellos y los haría pedazos, no tendría piedad con ellos ni con quien osara enfrentarle.

Lo primero era lo primero,destruiría al Señor del Terror, salvando así a los bosques de Kalimdor y pronto, muy pronto, miles de demonios compartirían su mismo destino, no estaba dispuesto a permitir a ni uno solo de su sucia estirpe en Azeroth. Los odiaba, con una intensidad que sólo se comparaba con la de una gran explosión.

-Mi hermano estaba errado al considerar que los demonios ejercían algún poder sobre mí.- Pensó lúgubremente, pues iba a demostrárselo.

Sin más preámbulos se dirigió a la guardia de Tichondrius, donde el perverso ser aguardaba incautamente. Se trataba un pequeño asentamiento situado en el corazón del bosque, apenas estaba defendido y ni siquiera las dos portales demoníacos que vigilaban la entrada pudieron detener a Illidan de completar su venganza.

-¿Qué? ¿Quién o qué eres?- Preguntó el vil demonio, el miedo casi palpable en su grave voz, al ver a la siniestra figura que antes había sido Illidan, acechando entre las sombras.

-Veamos como te enfrentas a un igual, Señor del Terror.- Contestó Illidan con una voz aún más siniestra que la del propio Nathrezim. No tenía intención de darle más conversación que aquella, su muerte llegaría pronta.

Tras un breve intercambio de golpes Illidan liquidó fácilmente a su víctima y niquiera necesitó más que sus fieles hojas para darle muerte. No había duda alguna de que ahora era poseedor de un terrible poder, y pese a su gran hazaña, no sintió regocijo alguno. Abatido por dentro, quiso disfrutar de un descanso antes de proseguir pero no iba a ser posible, pues había llegado allí nada menos que su hermano Malfurion y su amada Tyrande.

-¡Demonio insensato! ¿¡Qué has hecho con mi hermano!? - Gritó Malfurion, furioso ante el demonio al que contemplaba, pues aquella criatura mancillaba el mismo suelo que pisaba.

-Soy yo Malfurion, me he convertido en esto.- Se limitó a decir, mirando al suelo, avergonzado, pues Tyrande, el amor de su vida, también se hallaba allí.

-¡No! Illidan, ¿cómo has podido?- Exclamó Tyrande, interrumpiéndoles. Apenas podía creer que aquel demonio fuera en verdad Illidan, después de todo ella conocía al hermano de Malfurion casi tanto como él mismo y no le creía capaz de algo así. ¡Por Elune, era un cazador de demonios!

-El líder de los no-muertos ha caído y los bosques sanarán con el tiempo.- Prosiguió Illidan, explicando el motivo de sus actos, aunque ambos hermanos conocían la razón subyacente.

-¿A costa de tu alma? ¡Tú no eres mi hermano! ¡Fuera de este lugar! Y no vuelvas a poner los pies en nuestras tierras...jamás.- Sentenció iracundo.

-Así...será...hermano.- Respondió Illidan abatido mientras asía fuertemente su único memento de Tyrande, una flor del color del fuego.

Por ella aceptaría su destierro.

Y así se marchó, exiliado y solo, con la venda húmeda.