LECHUZAS

Bullicio.

Sólo había bullicio. Como siempre, se dijo. Nunca podía desayunar a gusto. Y era comprensible, en aquel salón se juntaban las Cuatro Casas y las voces no podían dejar de llenar el aire. No podía dejar de escuchar su voz, más bien, su risa. Esa risa despiadada pero a la vez dulce que se colaba por sus oídos haciendo estragos en su mente y en su corazón.

Porque ella sabía que dentro de toda esa maldad, quitando todo ese cinismo y sarcasmo venenoso, se encontraba una calidez inesperada.

Paseó su mirada por las mesas intentando ignorar esa risa que tanto la molestaba pero que la hacía vibrar. Intentaba concentrarse en la comida que tenía delante mientras evitaba por todos los medios mirarla, porque no quería que la viera. No quería sentir cómo desnudaba su alma y cómo jugaba con sus emociones con sólo cruzar miradas. No quería ahogarse en ese océano verde y profundo.

Harry y Ron hablaban sobre Quidditch con normalidad mientras sentía la cara preocupada de su amiga. Normal, llevaba unos días actuando más rara de lo usual. No se sentía muy bien, un vacío la oprimía y estaba por saltarse el postre e ir a la biblioteca cuando una lechuza entró por la ventana y descendió delante de ella con una carta.

A las 17.00 en la biblioteca. Misma mesa de siempre. Sé puntual.

Hermione reconocería esa letra aunque le hubieran lanzado un Obliviate y le hubieran arrancado los ojos. La había visto decenas de veces en notitas de burla dirigidas a ella en clase de pociones, en frases de desprecio escritas mágicamente en las mesas de la biblioteca. Y a pesar de esos recuerdos sonrió.


La mañana pasó volando y ella como buena estudiante se dirigió solícita a la biblioteca una vez dieron las 16:50. Porque siempre iba a la biblioteca, aunque hoy tuviera distintos motivos. Como siempre, estaba desierta. Un viernes nadie se quedaba dentro del castillo. Nadie que fuera normal. Nadie que tuviera mejores cosas que hacer que perder la esperada tarde del viernes en la biblioteca. Nadie salvo ella. Salvo Hermione.

Con premura llegó a la mesa, su mesa. La que estaba cerca de la ventana para aprovechar la luz del sol. Dieron las cinco mientras ella estaba sentada leyendo, más bien, intentando leer. Desconcentrada como estaba, sólo observaba con anhelo que la puerta se abriera.

Pegó un pequeño brinco cuando unas manos taparon sus ojos y un susurro profundo y templado acariciaba su oreja. Dos palabras, sólo eso fue suficiente para que Hermione se levantara de la silla y se pegara al cuerpo de la persona que había osado asustarla. Dos palabras que hicieron que su corazón crujiera y sangrara de pura felicidad.

Y es que no todos los días la persona de la que estabas secretamente enamoraba te citaba en un lugar solitario. No todos los días resultaba que esa persona fuera tu más acérrima rival, ni siquiera que esa persona te necesitara para algo más que para ser objeto de burlas.

Porque seamos claros, no todos los días Pansy Parkinson te susurraba un ''te amo'' y posteriormente te empotraba contra las estanterías llenas de viejos libros, y Hermione lo sabía. Por eso correspondía con la misma pasión en sus besos y con el mismo amor en sus caricias.