Una vieja, vieja viñeta. Fue traducida al inglés, pero no subiré esa versión.
Ningún personaje me pertenece.
Amanecía nevando ese sábado de invierno. La escarcha forraba con su blanco gélido las ramas desnudas de los árboles y obstruía la belleza de los colores que poseían aquellas plantas que resistían la estación. El frío destruía cualquier chispa de calidez del ambiente, entrometiéndose casi de manera descarada por debajo de su hasta ahora impenetrable frazada, congelándole las puntas de los dedos de los pies y volviéndolos insensibles a todo tacto.
Se removió sobre el colchón, detectando cada rincón de helado lienzo. Gruñó, todavía preso de la modorra, cuando descubrió la pieza faltante de ese lugar, quien se había ido dejando un templado rastro en la zona que había ocupado entre sus brazos, ahora ya siendo víctima del lento proceso de enfriamiento matutino.
Enfurruñado por la incapacidad de volver a su letargo, hundió en la almohada su nariz (quien también había corrido la misma suerte que sus pobres pies) y cerró los ojos por un momento. Recordaba con precisión fotográfica eventos, momentos en su vida con un significado menor, pero que abarcaban tal espacio en su mente como para que ésta no dejara de procesarlos, reproducirlos de manera nostálgica y después soltarlos, como si se los llevara una inmensa corriente de aire, similar a la que entraba por una pequeña rendija en la ventana. Él, obviamente, no tenía el honor de sentir ningún calor, ni tampoco ninguna frescura en su propia piel, por más que supiera del entumecimiento que sufría la punta de su nariz así como otras terminaciones de su cuerpo.
Sin embargo, todo se sentía tan helado.
Los sábados de invierno por la mañana solían tener su propia esencia, que comenzaba por la tela de su cama raspándole suavemente la dermis al abalanzarse sobre ella en busca de confort merecido luego de una pesada jornada salvando unas vidas y lamentando otras.
Después de unas horas empezaba a develarse su sabor. Escuchando variadas melodías originarias de la planta baja, murmullos ahogados con distintos significados, o simplemente su respiración. Oliendo menta, flores, musgo y hasta café. Encerrando aún más a su acompañante entre sus brazos, deseando ser suficientemente fuerte como para no dejar de sentir ese calor contra su cuerpo.
Ahora no eran nada. No eran música, ni café absurdo, ni calidez, no tenían sentido. Sólo eran mañanas frías y crudas, de narices y pies frígidos por seguir brindándole más frazada a un sitio vacío, de enterrar el rostro en un almohadón plumoso esperando a ser azotado por recuerdos. Abrir los ojos y enfrentar la situación: una habitación, para dos, amargamente ocupada por uno.
Para entonces, Carlisle se incorporaba hasta quedar sentado en su cama, y pensaba en que tal vez, pensando en él, lo haría volver si podía escucharlo. Observando sus manos, en algún tiempo cálidas ante el contacto con otras, se quedaba un rato, hasta levantarse pesadamente y caminar hacia la ducha.
Empezaba un nuevo día, sin Edward.
Nada más que agregar.
