Sabía lo que se avecinaba. Lo sabía –incluso desde antes—, porque empezó a sentir una molestia en el pecho, porque ya no podía conciliar sueño. Contempló la Luna, y esta le gritó, confirmándolo. La Luna nunca miente. En la Luna están las respuestas: Yui estaba en peligro.
Esas noches, bajo la luz de la diosa, se perdía en sus cavilaciones, en sus recuerdos. Hasta el alba lo hacía, y luego ni siquiera podía cerrar sus ojos. Odiando más a su madre, siguió desafiando a la Luna. Odiando su triste infancia, siguieron sus ojos fijos en el satélite.
Escuchó pisadas cercanas. Divisó a Yui caminando a su cuarto. La escuchó cerrar la puerta de su habitación.
No lo pensó ni una vez.
Gracias a su poder, apareció en el cuarto de ella, y se acostó a sus espaldas. La chica se quiso voltear, pero él no lo permitió.
—¿A-Ayato—kun?— preguntó, ella extrañada, al verlo recostado; y con la cara oculta en su espalda.
—No me mires—fue la respuesta del vampiro, y la obligó a regresar a su posición con ayuda de su brazo.—No me desobedezcas— habló imperativo, como siempre. Con su brazo la rodeo, y así –por fin— pudo descansar un poco. Después de tantos días, lo hizo.
Quiso tenerla siempre así, protegiéndola con su cuerpo. Anheló tenerla así: sintiendo su calor. Ideas sádicas se presentaron en su mente, pero las descartó. No sabía él, que muy aparte de posesión, sentía algo más fuerte. Un sentimiento que estaba fuera de su compresión.
La abrazó más.
Sentía lo extraño, un sentimiento que nunca le enseñaron.
