¡Hola, harrypottérfilos!

Me llamo Quique Castillo y tengo 18 años. Éste es el segundo "fic" que me atrevo a publicar, y espero que tenga tanta repercusión o aceptación como el primero: MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO. Grosso modo, este relato pretende dar a conocer las vicisitudes del engendramiento de Rubeus Hagrid, pues no sé si Rowling estuvo muy coherente cuando pensó en el nacimiento de un semigigante. ¿Cómo una persona normal va a poder tener relaciones sexuales con una criatura que mide de siete a ocho metros? Espero que os riáis con esta historieta cómica.

También quiero advertir que soy consciente de los numerosos fallos que tiene este "fic", pero que como me gustan así, no me veo en el propósito de enmendarlos: en primer lugar, soy consciente de que Voldemort (o Tom Ryddle por aquellos entonces) sólo tenía dos o tres años más que Hagrid; en segundo lugar, soy consciente también de que el padre de Hagrid debía de ser un mago, pues ¿cómo si no iba a serlo Hagrid? Pero me pareció mucho más simpático pintándolo como un muggle... Bueno, el relato tiene sentido dentro de su sin sentido. Pensad que nació únicamente con el deseo de mover a la risa.

En último lugar, se lo quisiera dedicar este relato a todos mis lectores de MDUL, que tanto me están ayudando a integrarme en este portal y a sentirme un autor querido. Sabed que os aprecio un montón y que siempre os tendré en el pensamiento. ¡Ah! Muy especialmente se lo quiero dedicar a Joanne Distte, quien me motivó a colgarlo. Por ti, Laura.

UNA GIGANTA Y UN MUGGLE: ¡LA ODISEA DEL SEXO!

CAPÍTULO I (UNA GIGANTA Y UN MUGGLE)

Voldemort... Un triste nombre, ¿cierto? Un nombre que temerían pronunciar todos los magos de su tiempo, sí, eso fue lo que pensó.

A partir del momento en el que Voldemort estampó en el estrellado firmamento su primera marca tenebrosa, con la que confirmaba su primer asesinato, su nombre comenzó a ser temido por todos los magos a lo largo de todo el mundo. A aquel primer homicidio siguieron otros muchos, y Voldemort obtuvo lo que siempre había ansiado: convertirse en el Señor Tenebroso más temido de todos los tiempos.

A su pérfida sombra se le unieron muchas criaturas mágicas, ansiosas de recoger la sangre que se derramaba, gota a gota, por sus largos dedos: dementores, arpías, gigantes... Todas estas criaturas, que en vano el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas, y todo el Ministerio en general, había intentado frenar, obedecían a Voldemort con sumisión completa, ya que éste les otorgaba tantas víctimas como quisiesen para saciar su sed de sangre. La mayoría eran muggles, y grandes matanzas, "mugglecidios", se llevaron a cabo durante este tiempo.

Los más agresivos, sin duda alguna, fueron los gigantes, de brutal naturaleza, que con sus siete metros de altura propiciaban el terror en las casas muggles cuando, sin previo aviso, los que vivían en ellas se asomaban a una ventana, incrédulos, observando que un ojo inmenso los observaba del otro lado, instantes antes de que el techo entero se viniese abajo.

Los brujos del mencionado departamento nada podían hacer. Los gigantes actuaban en masa, derribando pueblos enteros bajo sus gruesas botas de piel humana, tan rápido que parecía como si un viento huracanado, levantado de la más absoluta nada, hubiese desolado y matado a todo el que se hubiese encontrado a su paso.

La malicia de estas criaturas nunca era saciada. Cuando un pueblo ya había sido completamente derribado y no quedaban sino los rastrojos, momento en el que, atónitos, comenzaban a hacer acto de aparición los primeros magos, que usándose de maleficios intentaban reducir a aquellas bestias, en vano, porque las que aún permanecían conscientes se abalanzaban sobre los magos y los mataban o dejaban malheridos a puñetazos, los gigantes entonces recorrían las calles y hurgaban entre las ruinas; si encontraban a alguien escondido, se lo metían en sus bolsillos, vaciándolos más tarde en la secreta fortaleza de su señor, a fin de que los dementores pudieran darles un frío beso de muerte.

En este horroroso marco, se sitúa este increíble relato, que juro que es completamente cierto, ya que lo encontré entre los anales de los gigantes, que, aplicados en este asunto, reunían todos los acontecimientos importantes que se producían en su comunidad para conocimiento de las venideras generaciones.

Fridwulfa, una giganta que había trabajado en las filas de Voldemort desde que éste, solícito, le rogó que ella, y el resto de su especie, se unieran a su causa, se enamoró, de improviso, de uno de los muggles a los que tenía que torturar, de nombre Tom Hagrid. Voldemort se rió de la giganta cuando ésta le mostró sus intenciones: enamorada, pensaba abandonarlo, y vivir el resto de sus días al lado de aquel muggle; ella, sin embargo, no creía que fuese cosa como para tomar a risa su enamoramiento y amenazó con su mirada gris al malvado hechicero. Voldemort, tembloroso, sacó su varita: a las únicas criaturas que temía eran aquellos gigantes, que no podía mantener a raya tal y como hubiese deseado.

La giganta se fugó, con el muggle tendido en la palma de su mano, inconsciente (lo había salvado en el último segundo del horrendo beso de un dementor, que le habría librado del alma para que el cuerpo, sin rumbo, hubiese vagado hasta el fin de los tiempos: una existencia que, cuanto menos, no es nada grata). Estaba dispuesta a confesarle su amor y a cuidarlo hasta que se repusiese de las heridas infringidas, pero le costó encontrar un lugar resguardado donde ocultarse, a causa de su gran tamaño. Finalmente encontró una nave industrial abandonada de la que se apoderó, y en la que cuidó a Tom hasta que éste se encontró lo suficientemente recuperado como para ponerse en pie.

El hombre sabía que aquella giganta le había ayudado, le había salvado la vida, sin duda, aquello parecía lógico, pero no podía menos que sentir pavor ante su sola presencia, descomunal. No podía comprender cómo Fridwulfa, le había dicho que se llamaba, había podido llegarse a enamorar de él, que era cinco metros menor que ella, ni tampoco cómo podía ella esperar que él la correspondiese, pensaba insistentemente desde el instante en que ella, sin presionarle, aparentando ser una giganta honrada, le había confesado sus sentimientos y le ofrecía un ramo de árboles arrancados de raíz cada mañana.

–Yo soy un humano... –se excusaba él cuando ella le dejaba los árboles a los pies de su improvisada cama, donde Tom se recuperaba bastante bien, cosa que le agradecía.

Fridwulfa, cabizbaja, dolida sin duda alguna, abandonaba la nave por una oquedad que tuvo que hacer la primera vez en la parte de atrás para poder pasar. Volvía tarde, cuando el sol se despedía con sus últimos rayos cansados, impregnando el campo próximo con un manto dorado. Portaba algunos conejos que había atrapado Dios sabía cómo, pues las pintas eran repugnantes: aplastados, con las vísceras derramadas en torno. Tom los comía a duras penas porque, no obstante, tenía apetito, y la intención de aquella giganta, al fin y al cabo, había sido buena.

Ella se lo quedaba mirando mientras comía lo que le traía inmediatamente después de haberlo pasado por una fogata que preparaba (¡No puedo comprender por qué no los prefieres crudos!, le había dicho la giganta en más de una ocasión llevándose las manos a la cabeza). Cuando Tom la miraba, sintiéndose observado, ella rehusaba la mirada, y hacía como que miraba al intrigante fuego.

–¿Quieres? –Le ofreció un poco de conejo Tom a Fridwulfa–. ¡Traes siempre demasiado para mí solo!

La giganta negaba con la cabeza, sonrojada.

Una noche, después de marcharse por la mañana nada más darle el habitual ramo de árboles, que en aquella ocasión tenían flores abiertas, Fridwulfa no regresó. Tom quedó sumamente preocupado; aventurándose, apoyado sobre sus piernas doloridas, se aproximó a la puerta y miró en torno, esperando ver en el horizonte una figura que sobresaliese por encima de las demás, una sombra dantesca. Nada...

No regresó tampoco durante los dos días siguientes.

Tom estaba más preocupado que nunca, y no precisamente por la posibilidad de perder la fuente de obtención de alimento, ya que en eso estaba saciado: tal era la cantidad que trajo Fridwulfa durante mucho tiempo cada día, que los conejos se habían extinguido por la zona, y todos estaban aplastados y muertos en un montón en el interior de la nave industrial. Tom echaba de menos a aquella criatura de siete metros de altura...

¿Cómo podía echarla de menos?, se preguntaba. Al fin y al cabo, se argumentaba, su huraño rostro era el único que había visto en varios meses; ella lo curaba sin conseguir nada a cambio (¿se habría hartado de aquella situación?) y, lo más importante de todo, ella le había salvado la vida, abandonando aquella asesina existencia que arrastraba desde hacía tiempo. ¿Quién le traería ahora los ramos de árboles?

La tercera noche sin Fridwulfa, Tom concilió un sueño atormentado por las pesadillas.

Cuando despertó la giganta lo miraba embobada, y Tom no pudo reprimir una sonrisa al comprobar que había regresado con él.

–¡Has vuelto! –Exclamó emocionado–. Creía que...

–Lo siento –agachó la giganta la cabeza–. Me he tenido que ausentar unos días... Te lo tendría que haber dicho.

Tom asintió con la cabeza.

–¿Y mi ramo de árboles? –Preguntó Tom inquieto mirando en derredor de sí–. ¡Hoy no me has traído ninguno!

La giganta salió de nuevo y volvió al cabo de unos minutos con unas ortigas en la mano. Tom sonrió:

–Bueno, no es lo más delicado del mundo –dijo–, pero al menos puedo cogerlo con las manos. Gracias.

Los días amanecieron con nuevas ortigas, y algunos con rumores de que personas cuatro veces más altas y tres más anchas de lo normal habían irrumpido en una población próxima aplastándola y matando a todo el que se topaban en su camino. Fridwulfa se lo comentó a Tom, y ambos quedaron cabizbajos y silenciosos, recordando la parte que a ambos correspondía con experiencias similares.

–¿Los echas de menos? –Preguntó Tom.

Fridwulfa le preguntó a su vez, extrañada:

–¿A quiénes?

–A los gigantes.

–No..., no –respondió Fridwulfa no muy convencida–. Echarlos de menos sería matar, ¿lo sabes? Y yo no quiero.

–Me alegro –dijo Tom, y parecía cierto, porque sonrió de forma que se le remarcaron profundamente un par de hoyuelos en las mejillas; tras un largo silencio:– Fridwulfa, ya creo estar recuperado, ¿no? ¡Y todo te lo debo a ti! –Se apresuró a comentar–. ¿No crees que va siendo hora de que vuelva a mi casa, o a lo que queda de ella?

–¡Oh, claro! –Comentó ella aparentando no estar preocupada.

Los preparativos para el camino de regreso se iniciaron en aquel momento, ansioso Tom y triste Fridwulfa. El muggle no pudo menos que darse cuenta de las peregrinas lágrimas que a la giganta se le derramaban cada cinco minutos y que ella se obstinaba en esconder.

Al día siguiente iniciaron el retorno, con un tenso silencio al principio. A partir del segundo día, Tom, a gritos, comenzó a hablar con la giganta; Tom estaba metido en el bolsillo de su chaqueta, refugiado de la lluvia que había comenzado a caer.

Pronto llegaron a un pueblecito donde la giganta se dispuso a dejar a Tom, considerando que rodeado de diminutos muggles se las arreglaría.

–¿Estarás bien? –Preguntó Fridwulfa, mientras que otra lágrima le caía por la mejilla, que al caer al suelo produjo un charco mayor que todos los de las recientes lluvias.

–Sí, Fridwulfa –dijo–. No te preocupes. Aquí estaré bien, con... ¿Muggles decís que nos llamáis?

–Sí, muggles –corroboró sonriente.

–Bueno, hasta luego –se despidió Tom sonriente alzando una mano y dándose media vuelta inmediatamente.

Fridwulfa lo vio alejarse unos segundos, agachada como estaba, pero inmediatamente comenzó a llorar profiriendo unos alarmantes alaridos, y derramando tantas lágrimas que inundaba la calle. Tom, a quien la salina agua ya le llegaba hasta las caderas, se volvió en redondo presto a decirle algo a la giganta, algo cariñoso aventuro yo a decir, pero Fridwulfa decidió actuar: apresó en su puño a Tom y se lo volvió a meter en la chaqueta.

–¿Qué haces, Fridwulfa? –Gritaba Tom irritado comprobando que la giganta reanudaba el paso en dirección contraria a aquella localidad.

–¿No lo ves? –Dijo ella irónicamente–. Hacer lo único que podría para conseguir que fueras mío, sólo mío: ¡secuestrarte!

Tom resopló, cruzándose de brazos en el bolsillo de la chaqueta de Fridwulfa.