1 – Corriendo
Watson
Lancé un suspiro mientras echaba un vistazo furtivo entre las cortinas que habían permanecido corridas todo el día.
Abajo, la calle estaba quieta, inmóvil. Aquella noche, todo parecía estar en paz en Baker Street. Pero yo sabía la verdad, porque el miedo que revelaba la actitud de mi amigo se había introducido sigilosamente en mi propio cuerpo y sentía como si toda la casa estuviera sitiada, como si una gran mano negra se cerniera sobre mi cabeza, aguardando para aplastarnos como a un montón de moscas sobre el alfeizar.
—¡Watson! ¡Apártese de ahí!
Retiré rápidamente la mano y me alejé de la ventana como si se tratara de la boca abrasadora de una caldera en lugar de una hoja de frío cristal.
Holmes había salido de su dormitorio con el rostro pálido y tenso, claramente agotado. Las pocas horas de tranquilidad que había pasado aquí no habían hecho mucho por disminuir su aprensión.
—¿No le he dicho que se mantenga apartado de ellas, Watson? —repitió, cortante, aunque yo sabía que la amargura de su voz se debía más a la preocupación que a la furia.
—Lo siento, Holmes —susurré.
Había estado hablando así toda la tarde, como si el propio Moriarty pudiera oírnos.
Holmes sostenía una pequeña valija en la mano y, mientras lo observaba, fue rápidamente a por su abrigo y su sombrero.
—¡Debe ser cauto, Watson! ¡No tiene la más mínima idea de lo que ese hombre es capaz de hacer! ¿Recuerda las instrucciones?
—Sí.
—¡Entonces le ruego que las siga al pie de la letra! Y no vuelva a asomarse a ninguna ventana, mi querido amigo.
Asentí y saqué un bastón del paragüero, inusualmente grande y pesado. Tragué saliva antes de hablar.
—¿Está seguro de que no se equivoca, Holmes? ¿No debería ir yo con usted ahora? —pregunté rápidamente, conociendo de antemano la respuesta en su pesarosa sonrisa.
—No, no, no, Watson. Estará más seguro aquí, sin mí.
Asentí de nuevo, intentando controlar el temblor de mis manos y reprimir el sentimiento de pánico que se alzaba en mi pecho mirando fijamente mis zapatos bajo una luz tan tenue que apenas podía distinguir su forma sobre la alfombra. Una cosa era afrontar el peligro con Sherlock Holmes a mi lado, y otra muy distinta quedarme solo sabiendo lo que sabía… o aún peor, imaginar a Holmes enfrentándose solo al peligro.
El fuego de la chimenea crepitó y di un respingo cuando una mano ligera se posó sobre mi hombro.
Alce los ojos hacia el rostro de Holmes, que había adquirido una expresión inusualmente amable, y me habló con aquella voz tan queda que no hacía más que aumentar mi miedo pese a su pretendida seguridad.
—No se preocupe, Watson. Tenemos una buena oportunidad contra este villano mientras siga usted mis instrucciones sin cuestionarlas. Le veré mañana en el carruaje.
Volví a tragar saliva.
—¿Me da su palabra, Holmes?
Sonrió.
—Le doy mi palabra, Watson.
A continuación, se dio la vuelta sin decir nada más y fue hacia la puerta.
—¡Tenga cuidado, Holmes! —dije antes de que saliera.
Se detuvo.
—No soy yo quien me preocupa, Watson. Estoy siendo increíblemente egoísta al llevarle conmigo.
—Yo no lo habría aceptado de ningún otro modo —dije.
Asintió, salió en silencio y cerró firmemente la puerta tras él.
x x x
Bajé a todo correr la rampa de la estación Victoria hacia el expreso continental con los pulmones ardiendo como si estuvieran en llamas.
Llegué justo a tiempo, como Holmes había dicho, y me permití aminorar un poco el paso mientras el tren aparecía ante mis ojos y me dirigía a trompicones hacia él, resollando.
Más adelante se encontraba el vagón, y lancé un suspiro de alivio al verlo. Allí… Holmes estaría allí.
Subí tambaleándome y fruncí el ceño confuso al ver a uno de los mozos hablar con alguien que estaba dentro.
No era Holmes, sino un anciano sacerdote con una nariz horriblemente grande y cabellos blancos como la nieve que flotaban sobre su cabeza como retazos de nubes, desesperados por escapar de los confines de su sombrero de ala ancha.
Al parecer, no hablaba ni una palabra de inglés, porque el mozo se volvió hacia mí desesperado cuando me acerqué.
—Disculpe, señor, ¿habla usted italiano?
—Me temo que no —dije—. Estoy buscando al hombre que reservó este compartimento. ¿Lo ha visto?
El mozo movió pesarosamente la cabeza.
—No hay rastro de él, señor. Pero si piensa viajar, será mejor que suba ya. Saldremos en cualquier momento.
Entré en el vagón y cerré la puerta tras de mí, mirando ansiosamente por la ventana, pero no distinguí la figura de mi amigo por ningún lado.
Era imposible que lo hubieran atacado en algún momento de la noche. La había pasado en casa de Mycroft. Tenía que estar bien.
Pero los mozos ya estaban cerrando las puertas, y los últimos viajeros rezagados se apresuraban a entrar en sus compartimentos.
Escuché un torrente de palabras farfulladas en italiano a mis espaldas, y al darme la vuelta vi que el anciano sacerdote me sonreía.
La boca del pobre tipo se componía principalmente de unas encías enormes en lugar de dientes, lo que explicaba su dificultad para expresarse. Le devolví cortésmente la sonrisa y seguí mirando por la ventana.
Mi corazón se iba acelerando a cada segundo, y me encontré buscando a mi amigo en cada silueta, sintiendo cómo mi esperanza renacía y moría cada vez que descubría que ninguna era la suya.
Una idea desesperada se apoderó de mí y volví a mirar de reojo al caballero italiano, que sonrió y asintió.
¿Seguro que no…? Claro que no… No era Holmes, de eso estaba seguro, aunque habría sido típico del detective sorprenderme de semejante manera. Los ojos del sujeto eran de un azul aguado y sus manos… sus manos fueron la prueba definitiva. Carecían por completo de las manchas y la gracia que poseían las manos de Holmes. Eran, por el contrario, romas e inusualmente cortas, y ni siquiera Holmes podría disfrazarlas así a menos que se hubiera visto obligado a cercenarse varios centímetros cada dedo.
Me mordí el labio y me volví por tercera vez hacia la ventana, intentando reanudar mi desesperada búsqueda. ¡Pero ya se oía el pitido del tren! Y experimenté un escalofrío de miedo y desesperación como raras veces he sentido.
Le doy mi palabra, Watson, había dicho. Y aunque Holmes me había engañado y manipulado en el pasado (cuando la investigación lo requería, por supuesto), nunca había roto su palabra.
Me debatí al borde de la indecisión mientras el tren comenzaba a moverse lentamente, resoplando, llenando de vapor el andén ahora vacío.
No tenía la menor idea sobre qué podía haber salido mal, pero no lo haría, no podía irme y dejar a Holmes aquí.
Y así, por primera vez desde que conocí a Sherlock Holmes, rompí la promesa que le había hecho, abrí la puerta del vagón y salí del tren. El caballero italiano ni siquiera se inmutó ante mi bizarro comportamiento.
Aterricé con fuerza sobre el andén y me tambaleé antes de recuperar el equilibrio.
En un instante, la locomotora aceleró y siguió su camino a toda velocidad sobre los raíles.
Me quedé mirándola, resollando. Ahora ya no podía alcanzarla.
Mi corazón dio un brinco en mi pecho cuando un grito penetrante rompió el silencio. Al volverme, vi varias figuras amontonarse en lo alto de los escalones del andén.
La mayoría eran hombres fuertes y en buena forma física, casi como guardaespaldas o una guardia de honor.
Pero uno de ellos, el que lideraba al grupo…
Era exactamente como Holmes lo había descrito, inclinado hacia delante, como una serpiente intentando hipnotizar a su presa. Su amplia frente brillaba bajo la clara luz de la mañana.
Sus ojos oscuros se clavaron repentinamente en mí y sentí un escalofrío de horror y asco que me hizo retroceder tambaleándome mientras se iluminaban con un fuego amenazador.
—¡Allí! —ordenó bruscamente a media voz, señalándome con su bastón con un rictus cruel en sus labios.
Sus hombres echaron a andar hacia mí. Me di la vuelta, y por primera vez en mi vida corrí presa de aquel miedo puro y desenfrenado que algunos de mis camaradas y muchas de sus cabalgaduras habían experimentado en el campo de batalla de Maiwand.
Algo le había ocurrido a Sherlock Holmes.
Y yo tenía que descubrir qué… si no acababan conmigo primero.
