TRADUCCIÓN. Katniss y Peeta pierden a su hijo en trágicas circunstancias, perdiéndose también uno al otro en una espiral de dolor y acusaciones. Cuando su matrimonio está seriamente amenazado, Katniss se da cuenta que necesita elegir entre mandarlo todo al carajo o perdonar a su marido y también a sí misma.

¡Hola! Este es un nuevo proyecto, una pequeña traducción de la historia perteneciente a MalTease. Leí esta historia y simplemente no pude evitar necesitar traducirla… ¡y ella aceptó! Así que aquí está. La historia original son seis capítulos y la autora ha publicado tres drabbles, outtakes, como quieran llamarlos.

PD1: (Sé que tengo "Lo sé" pendiente desde hace mucho y que frecuentemente olvido actualizar Racconto… pero qué más da).

PD2: MalTease es una excelente escritora del universo de Panem. Si tienen tiempo y pueden leer en inglés, les recomiendo de todo corazón "Perspectives", un fic canon acerca la relación de Peeta y Katniss desde la visión de diferentes personajes.

En fin, ¡espero que lo disfruten tanto como yo lo hice!


La vida continúa. La vida continúa tal como siempre a través de la ventana. Las tiendas están abiertas, las calles atestadas de tráfico y todos están en sus propios asuntos, como si nada hubiese pasado, como si mi vida no hubiese terminado, como si de mi corazón no desaparecido todo rastro de felicidad que pudo haber habido esa mañana de hace sólo tres días atrás.

No debería estar tan sorprendida, supongo. La vida continuó como siempre para todos excepto para mi marido y para mi. Pero mientras a través de la ventana el mundo continúa, dentro de nuestro departamento todo se ha detenido. Nuestro pequeño piso debería estar lleno de murmullos, olores extraños, sonidos poco familiares. Debería estar lleno de pelotas de plástico desinfladas y de cosas brillantes y coloridas. Debería estar como mi marido me prometió que estaría meses atrás, nuestro pequeño hogar debería estar lleno de amor y de felicidad.

Sin embargo, no hay nada de eso. Nada en el suelo, nada en las habitaciones, nada en mi corazón. Nuestro departamento está vacío, más vacío de lo que alguna vez ha estado, desde aquella horrible mañana donde todo se fue al carajo. Esa mañana cuando en vez de dar a luz, mi cuerpo le negó la vida al pequeño niño que había llevado en mi vientre por nueve meses. Algo fue mal durante el trabajo de parto, me dijo el doctor. Un nudo en el cordón umbilical le cortó la llegada de oxigeno a mi bebé. Es poco común, dijo, y no había nada que se pudiera hacer. No fue mi culpa, de nadie, aseguró.

No fue culpa de nadie, pero aún así nos sucedió a nosotros, y la única cosa que puedo sentir ahora es culpa por no haber seguido a nuestro pequeño hijo hacia la tumba. Todo lo que puedo recordar es el terrible dolor, mis gritos, la ráfaga de actividad alrededor mío, las frenéticas preguntas de mi marido y el silencio de mi hijo. El silencio de mi bebé parecía retumbar por las paredes de aquel quirófano antes de hundirse en lo más hondo de mi corazón. Recuerdo todas las horas de agonía que solo sirvieron para demostrarme que el cadáver de mi bebé formaba parte de un mundo que él jamás podría ver. No pude siquiera abrir los ojos cuando sentí cómo mi marido rompió en llanto al lado mío mientras tomaba con fuerza mi mano. Así como el llanto de recién nacidos llenaban el resto de habitaciones alrededor de la nuestra, los llantos de nuestra habitación provenían de un par de silenciosos padres primerizos.

Y allí fue cuando me encerré en mí misma.

Me negué a ver a cualquier persona durante los dos días que pasé en el hospital, incluido Peeta, quien yo sabía que estaba justo fuera de mi puerta, esperando que aceptara todo el amor y cariño que quería entregarme tan desesperadamente. Unas pocas después del parto, nuestro doctor vino otra vez a la habitación y recomendó que tomáramos terapia. Hice el esfuerzo suficiente para hablar y mandarlo directo al infierno. No es terapia lo que necesito. Lo que necesito es a mi bebé, mi pequeñito, a quien no pude mantener a salvo cuando estaba listo para ver el mundo. Necesito el hijo que mi marido me pidió por tantos, tantos años antes de que pudiera decirle que sí.

Un bebé va a llenar nuestra vida de felicidad. Eso es lo que siempre me decía.

Y ahora estoy en nuestro departamento, mirando a través de la ventana cómo la vida continúa sin mi hijo. El silencio de nuestro hogar es suficiente como para que pueda oír a Peeta en la habitación de al lado, la habitación que debería haber sido el cuarto del bebé, mientras busca en los cajones que están tan llenos de cosas que nuestro hijo nunca llegará a utilizar. Escucho a mi marido llorar, pero intento bloquear el sonido. No quiero hablarle, no quiero hablar sobre el hijo que yo no quería pero que ahora extraño con cada latido de mi corazón. No quiero hablar con el hombre que llenó mi cabeza con cuentos de hadas de felicidad y sueños sobre el futuro.

No hay un bebé que llene nuestras vidas con felicidad. No hay felicidad, no hay vida, no hay color, no hay sentimientos… pero incluso cuando mi cuerpo está entumecido, no está lo suficiente como para callar la pena, la culpa o el enojo.

Nuestro hijo murió dentro mío. Quizá le fallé por no quererlo lo suficiente, por darme cuenta demasiado tarde cuánto en realidad le amaba, demasiado tarde como para luchar por él tanto como hubiese podido. Es mi culpa por no haber peleado por él lo suficiente, pero también quiero gritar que mi miseria también es culpa de Peeta por querer tan desesperadamente un hijo. Mi marido había deseado tanto un hijo; me dijo que él sería como una añadidura a nuestro felices para siempre. El único final que veo en mi vida ahora es la miseria en la que estoy. La única verdad que veo es que no hay felicidad, no hay luz, solo pérdida y muerte.

Él va a llenar nuestras vidas con felicidad, dijo.

Mintió.


Las semanas que siguen a la vuelta del hospital son una rutina de silencio, tensión y convivencia forzada. Me niego a contestar mensajes, llamadas o correos de quien sea, y dejo que Peeta sea quien lidie con los ofrecimientos de ayuda y cariños que nadie dice de veras o espera realmente cumplir.

Cuando puedo, salto de cabeza a mi trabajo como columnista, haciendo horas extras para tener entregas diarias de nuestros sectores de opinión y para mantener el blog de la versión online de la columna lo más actualizada posible. Estoy las horas extras en mi cubículo, tratando de asegurarme pasar tan pocas horas como sea posible en nuestro hogar, en ese silencio que está en vez de todo el ruido de debiese haber sido. Peeta continúa con el café que administra junto con sus hermanos en el centro de la ciudad. Al principio se aseguró de pasar las mañanas conmigo, tratando de hacerme hablar, compartir algún espacio o incluso tocarnos sin que nos sintiésemos como dos extraños. De todas formas, después de días de tratar y tratar y tratar, empezó a tomar su antiguo horario en la tienda, lo que se tradujo en dos o tres días a la semana en las que no compartía con mi marido. Y luego, los días que los dos estábamos en casa, estábamos en diferentes habitaciones, yo hablando sobre políticos y celebridades en el blog del periódico, Peeta en la habitación del bebé, pensando, pintando o incluso rezando.

De hecho, así como yo intento enterrar todo mi dolor con paredes de trabajo duro y frialdad, Peeta intenta encontrar consuelo en la oración. Mi marido, un acérrimo cristiano apostólico romano, debe su devoción religiosa a sus abuelos, quienes emigraron desde Bélgica y se negaron a abandonar su fe cuando se establecieron en la ciudad.

Cuando conocí a Peeta, ambos teníamos dieciséis años y yo era camarera por las tardes en el café que en ese entonces pertenecía a su padre. Él era un tímido y reservado niño que también era acólito durante las misas de los domingos y tocaba la guitarra en las reuniones de oración que organizaba su madre para las comunidades Italianas y Belgas del barrio. Era una terrible camarera, pero aún así capté la atención del callado hijo del dueño, quien a veces estaba por las tardes en la cocina o en la caja. Sus cortas sonrisas y toques casuales en los hombros o las manos me dieron las señales suficientes, y durante el verano anterior a nuestro último año de secundaria perdimos nuestra virginidad una calurosa tarde de domingo, cuando él debiese haber estado en una de sus famosas reuniones de oración.

Para mi vergüenza, durante las primeras semanas de nuestra aún joven relación él solía ir a confesarse luego de cada vez que teníamos sexo, hasta que las visitas diarias al confesionario se convirtieron en ridículas y el Padre Plutarch terminó llamándonos a ambos, diciéndole a Peeta que cuando él decía en su oración que "no volvería a cometer pecado", él realmente no se tenía que confesar después de cada vez que lo hiciese. Peeta se puso rojo como un tomate y gastó toda la mañana en sentirse lo suficientemente culpable como todo buen católico debería hasta que puse los ojos en blanco y le di la primera mamada de su vida, justo antes de amenazarle de nunca volverlo a hacer si él iba otra vez a confesarse. El Padre Plutarch obtuvo su alivio correspondiente de la vida sexual de Peeta desde aquel momento.

No puedo decir que mi presencia en la vida de Peeta le haya hecho bien a su fe. Como una convencida atea, tiendo a ver las creencias de mi marido como nada más que cuentos de hadas, y he sido culpable más de una vez por burlarme de sus prácticas: como colocar un Nacimiento en nuestra sala de estar para Navidad, realizar el símbolo de la cruz cada vez que abandona la casa, y sus indignados reclamos después de haber leído El Código Da Vinci y Ángeles y Demonios. No comparto sus creencias, pero su fe es lo suficientemente fuerte para aguantar mis burlas y mi posición en realidad nunca ha sido un problema en nuestra relación.

Pero… al mismo tiempo, estoy completamente celosa del hecho que él parece encontrar consuelo en su oración, mientras que yo lucho cada minuto del día con el constante recuerdo de mi fracaso. Cada minuto del día necesito encontrar una razón para lo que sucedió, un culpable, a alguien a quién pedirle explicaciones. Es por eso que culpo a mi marido por haber deseado a nuestro hijo, incluso cuando él sabía que yo no estaba lista. Lo culpo por no escucharme cuando le pedí un poco más de tiempo. Si hubiésemos respetados mis deseos, nada de esto hubiese pasado. Entonces le culpo a él por hacerme aceptar y le culpo a él por haberme dado al bebé que no pude dar a luz.

Es más fácil culpar a Peeta, porque la otra alternativa es culparme a mi misma.

No es que no le ame. Él y yo hemos estados juntos por tanto tiempo que la idea de no amarlo es completamente inconcebible. De hecho, no me reconozco ahora, que le rechazo tan seguido, pero no puedo evitarlo. Pese a que él no me pida que tengamos relaciones, incluso los más pequeños toques de él me hacen estremecer, y hay noches en las cuales él no se me une en la cama. Está triste, y yo también lo estoy, pero no tengo la fuerza o la motivación para hacer algo acerca de aquello, y mientras más tiempo pasa, más distantes nos volvemos el uno del otro.

Desde que las palabras o los cariños parecen no tener efecto en mi, Peeta trata de dejarme notas por el departamento, diciéndome cuánto me ama, qué tan valiente soy y lo fuerte que he sido durante todo el proceso. Me suplica que nos de una oportunidad de ser felices otra vez y me pide que le diga lo que él necesita hacer para que le acepte de vuelta. Sus palabras duelen, el dolor en sus ojos duele, pero no tengo la fuerza para reaccionar, para ir hasta él y volver a estar a su lado.

El minuto en el que me acerque otra vez a mi marido será el momento en que tenga que lidiar con el dolor de la pérdida de mi bebé. No soy lo suficientemente fuerte o valiente cómo él cree que soy. De hecho, estoy quebrada, devastada, y soy demasiado cobarde como para permitirme sentir.

Mientras más él me ama, más rota me veo a mi misma, y más me convenzo de que mi marido en realidad no me conoce. Si lo hiciera, se habría dado cuenta que no hay nada más que amar de mi ya.


El mundo colapsa otra vez sobre mi una tarde cuando vuelvo de la oficina y escucho, para mi sorpresa, voces en la cocina. Ha sido un largo tiempo desde que cualquier clase de sonido hecho en nuestro hogar llegó hasta mis oídos, especialmente la voz de mi marido, hablando en un tono que suena demasiado harto y sin vida como para provenir de él.

— No sé qué más hacer, no puedo llegar hasta ella, me bloqueó completamente — le escucho decir, su voz quebrándose.

— Hijo, Katniss es… una fuerte y orgullosa mujer. Ella no…

Interrumpo en la cosa enojada y descubro que el desconocido es en realidad el Padre Plutarch, el confesor de Peeta. Los dos me miran con la culpa en sus rostros propia de un par de personas que conspiran en mi contra.

— ¿Qué mierda está haciendo aquí? ¿Cómo se atreve a hablar a mis espaldas? — le gruño al sacerdote, quien me devuelve una firme mirada.

— Tu marido me llamó — me explica, calmadamente. — Él me pidió ayuda porque no sabe cómo llegar hasta…

— Hasta mí. Sí. Escuché eso — finalizo, con un tono enojado y me giro a ver a Peeta, quien se agarra de una de las sillas de la cocina, completamente pálido. — Gracias por venir, pero este es un problema que mi marido y yo podemos enfrentar solos — continúo mientras me muevo de la puerta e invito al cura a salir con un gesto de mi mano.

— Ese es el problema, Katniss. No creo que podamos enfrentar esto solos— Peeta interviene. — No sé cómo. No sé qué hacer. Incluso ni siquiera sé si tu quieres seguir casada conmigo o no.

Intento tragar el nudo que se ha formado en mi garganta. Estoy siendo miserable, distante, y terca, pero la idea de realmente dejar a Peeta nunca pasó por mi cabeza. He estado con él más de diez años, y siquiera pensar en la idea de estar lejos de él es imposible. Pero sí, puedo entender cómo la idea ha cruzado su mente.

— Nunca consideré dejarte — respondo con un tono de voz bajo, neutro. —De todas maneras, no tenías que llamar a tu cura — continúo, con algo de enojo — ¿Qué demonios sabe él de nuestro matrimonio? ¿Acerca de cualquier matrimonio, en realidad?

El Padre Plutarch me sonríe con un gesto que casi puedo llamar de ternura en el rostro mientras siento las súbitas ganas de arrancarle los ojos.

— Katniss, les he dado terapia de familia a muchas parejas necesitadas, especialmente a parejas jóvenes como ustedes — me responde, en lo que él posiblemente crea que es un tono amable, pero a mi me suena como un chillido de pizarrón — Los primeros años de matrimonio son posiblemente los más duros, y no tengo un particular interés en ver cómo ustedes superan esto. ¡Soy el que los casó, después de todo!

— No por mi decisión. Si hubiese sido como yo quería, nos hubiésemos casado en el Edificio de Justicia, no en la mierda religiosa esa— respondo hoscamente. De alguna manera siento la necesidad de causarle daño con mis palabras.

— ¡Lo haces sonar como si te hubiese obligado! — Mi marido luce indignado, y yo le devuelvo la mirada con interés.

— ¿¡Qué te hace pensar que no lo hiciste!?

— Bien, bien. Al menos están hablando ahora — interviene el Padre Plutarch con una sonrisa. Demasiado grande para mi gusto.

— Cállese. No tiene nada que ver con usted — le gruño.

— Katniss, por favor permíteme encontrar otra vez la armonía para tu matrimonio — me pide y le miro con incredulidad; ¿acaso hay algo en los votos de los curas que incluya no ser capaz de coger una indirecta? — La muerte de su bebé fue una tragedia, chicos, pero pueden encontrar paz otra vez sabiendo que su bebé está…

— No se atreva a mencionar a mi bebé otra vez— suelto rápidamente.

Peeta tira un vaso al lavadero, rompiéndolo. El sonido me hace saltar

— Gabriel no es solo tu bebé — él grita, enojado — ¡Es mi hijo también!

Gabriel. Gabriel.

Puedo sentir cómo mi corazón se quiebra con la mención del nombre de nuestro hijo. Nunca pienso en él, nunca lo menciono, nunca hago la muerte de mi hijo real con el nombre que planeábamos darle. El nombre fue bordado por mi madre en su manta y en el pecho del osito de peluche que Prim envió desde el país que sea con el que esté ahora con Rory.

Gabriel.

— No digas su nombre — susurro — por favor, no.

Los segundos que siguen son silenciosos, excepto por mi fuerte respiración y los ruidos que hace mi marido al recoger los pedazos del vaso roto.

— Katniss, Peeta, su hijo está en paz ahora y en un mejor lugar, y este debería ser el primer alivio que podrían buscar en Dios— comienza el Padre Plutarch.

La mención del Dios de Peeta me enfada y me golpea en la cara como un ataque a mis convicciones:

— No sé qué está haciendo aquí, padre. Nuestro hijo no estaba bautizado, y en el nombre de su Iglesia, no tiene lugar en el cielo — respondo débilmente.

El Padre Plutarch vacila y le lanza una mirada a Peeta, cuyos labios se han convertido en una fina línea.

— Katniss, Gabriel está… bautizado — responde suavemente, mirando a cualquier sitio menos a mi — Lo bauticé en la sala de partos, es algo que la Iglesia permite en casos de emergencia y… — su voz se rompe cuando me lanza una mirada y nota la expresión de mi rostro.

Mientras habla, un destello viene a mi memoria. Estoy yo, tendida en aquella cama, apenas consciente de dolor y fatiga, gritando porque mi bebé no emite ningún sonido e intentando mover a las enfermeras que trataban de sedarme. Recuerdo ver a mi marido en una esquina de la habitación, colocando agua en la cabeza de nuestro silencioso hijo, con lágrimas cayendo por sus mejillas mientras murmura "Te bautizo a ti, mi hijo, mi pequeño tierno niño, en el nombre del Padre… del Hijo y del…"

Él tuvo un momento con nuestro hijo antes que yo, lo sostuvo primero en sus manos, le habló sin mi. Creó una oportunidad para sí mismo para hacer algo por nuestro hijo. Una oportunidad que se me negó.

— ¿¡Qué. MIERDA!? — grito antes de darme vuelta hacia el cura — y usted, ¡VAYASE DE MI CASA!

Una sola mirada mía, temblando de furia, es suficiente. El Padre Plutarch abandona nuestro piso antes que pueda darme vuelta hacia mi marido para continuar gritándole:

— ¿¡Cómo te atreves?! ¿¡Cómo pudiste bautizar a nuestro hijo sin decirme?!

Peeta suspira e intenta mantener su tono de voz lo más neutral posible a medida que responde:

— Hubieses dicho que no, Katniss.

— ¡Por supuesto que hubiese dicho que no! Sabes cómo me siento acerca tus cuentos de hadas — le suelto cruelmente. Estoy lejos de preocuparme en este momento acerca de si le hiero o no.

— Al demonio. Katniss, ¡respeto tus creencias, respeta las mías!

— ¡No cuando decides bautizar a mi hijo sin decirme!

— ¿¡Qué diferencia hace para ti?! — grita de vuelta — Hubieses dicho que no solo por el placer de hacerlo, mientras que en mi caso bautizarlo aseguraba que él… que él fuese a… que… yo lo mantendría… a salvo…. — él intenta, sin saber exactamente cómo terminar con su explicación.

— ¿Estás diciendo que solo porque no creo en Dios soy una mala madre? — exclamo con incredulidad.

Basura. Eso no es lo que estoy diciendo y lo sabes — dice, mientras camina y sale de la cocina en dirección a la habitación del bebé.

— ¡No te atrevas a caminar lejos cuando esto no ha acabado! — le advierto mientras le sigo hacia la habitación que debería ser la de nuestro hijo. Me detengo con un grito ahogado y me apoyo en contra de la pared cuando veo qué es lo que ocurre al interior. Peeta no ha cambiado nada. La cama, la manta, el osito de peluche, las cortinas celestes… todo está igualmente de arreglado justo como cuando entré por última vez a la habitación, el día que empezó la labor de parto.

Peeta y yo nos miramos el uno al otro por unos segundos, nuestros rostros demostrando todo el daño que nos hemos hecho, la pena y el cansancio. Respiro profundo y tomo una de sus manos. Él camina tentativamente hacia mi y por el rabillo del ojo, veo una pintura en un cuadro, mostrando el dibujo de un bebé, un sonriente bebé con piel oscura y ojos grises en un estilo de pintura que podría reconocer donde fuese.

Peeta ha pintado a nuestro hijo, pero no puede ser él; ¿cómo podría saber cómo sería su sonrisa, cuál sería el color de su cabello, sus ojos?

— ¿Qué demonios es esto? — murmuro. Peeta hace una mueca y mira en otra dirección — ¿¡Qué demonios es esto, Peeta?! — grito esta vez, moviéndome hacia la pintura, agarrándola con fuerza. Eso parece sobresaltar a mi marido, quien me mira enfurecido.

— ¿Qué crees que es? Es nuestro hijo — responde.

— No tenemos un hijo — le gruño. No puedo creer que estamos teniendo esta conversación. La rabia y el dolor y la pena y la culpa están apretando mis pulmones y me oigo a mi misma haciendo los ridículos sonidos que hago cuando lloro mientras trato desesperadamente de no hacerlo.

— Gabriel siempre será nuestro hijo, independiente si quieres admitirlo o no — mi marido me responde enojado. No puedo mirar a sus ojos por más tiempo, no quiero sentir su mirada acusatoria que estoy segura que está lanzándome. No lo miro y tiro el cuadro al suelo, estremeciéndome mientras el sonido del vidrio quebrado retumba alrededor de toda la habitación.

— ¡Gabriel no existe! — grito con ímpetu. Y en los segundos de silencio que le siguen a mi acción, observo el rostro de mi marido, lo veo detenidamente por primera vez desde que perdimos a nuestro hijo. No me devuelve la mirada acusatoriamente. No está enojado, no está triste. Está devastado.

Se agacha y toma el cuadro, saca la pintura y la sostiene con una ternura que me hace querer doblarme en sufrimiento.

— Has ido muy lejos — susurra finalmente, y camina fuera de la habitación.

Lo hice. Sí, fui demasiado lejos. Y no era mi intención. Dios, el Dios de Peeta, sabe que no fue mi intención. Nuestro bebé, nuestro pequeñito…. ¿cómo pude haber tirado la pintura de mi bebé al suelo? ¿cómo pude haber negado su existencia? Salgo de la habitación detrás de Peeta, las lagrimas cegándome mientras caen por mi rostro, pero en el minuto que mi mano contacta con su brazo él me lanza lejos con furia y busca por sus llaves.

— ¿A dónde vas? —pregunto, con el rostro lleno de lágrimas.

— Lejos de ti. Al carajo esto, al carajo contigo. Al carajo nuestro matrimonio. Se terminó — me dice en un tono frío, tan frío que no parece el suyo propio. Y luego sale del departamento, azotando la puerta en el proceso.

Me demoro un minuto. Un minuto y el sonido de las ruedas de su auto chirriando en contra de la calle, para tomar mi teléfono y comenzar a llamarlo frenéticamente, pero el sonido de su celular desde la cocina me dice que lo ha dejado en casa y que no tengo ninguna forma de saber a dónde va.

¿Se terminó? ¿Todo? ¿Finalmente me las arreglé como para alejar al hombre que me amó incondicionalmente durante años? No puede ser. No puedo imaginarme una vida sin él, sin su presencia, su fuerza, su calor. El odio y disgusto que siento repentinamente hacia mi me asusta, y me doy cuenta que incluso en los últimos meses, cuando le rehuía completamente, aún contaba con el hecho que siempre estaría allí, tras bambalinas, esperándome. Esperándome para decirme que la vida puede ser buena de nuevo, para creerle una vez más. Pero ahora, ahora eso no sucederá. Finalmente… finalmente se dio cuenta cómo realmente soy.

Inspiro hondo y me rehúso, con mi última reserva de fortaleza, a darme por vencido. Con una escoba saco los pedazos del vidrio roto y corro a la ferretería de la esquina para encontrar otro que le reemplace. Cuando vuelvo a casa, Peeta aún no aparece, por lo que arreglo el marco, esperando que quizá me llame o me de alguna señal de que está bien en alguna parte, que está regresando a casa. Quiero que vuelva a casa. Tiene que volver a casa. Cualquier otra opinión es inconcebible.

En algún momento debí haberme quedado dormida mientras lloraba, porque cuando abro los ojos al sentir la puerta principal abrirse, recién está amaneciendo. Antes de estar completamente consciente, me arrojo a mi misma a sus brazos, besando sus mejillas, sus labios, su mandíbula, cada parte de su cálida y familiar piel que he extrañado tanto durante la noche. En el momento que despierto me doy cuenta que los brazos de mi marido no me devuelven el abrazo, que sus labios están temblando y solo entonces veo la expresión de su rostro. Veo que sus ojos están inyectados en sangre y que están llenos de lágrimas. Entierro mi rostro en el hueco de su cuello e inhalo su esencia, el familiar olor que ha tenido durante toda su vida desde que trabaja en el café y que he amado y necesitado durante años tanto como el oxigeno.

Canela.

Eneldo.

Y… algo más.

¿Rosas? Huele como a un perfume barato. Quizá sean rosas. El olor me provoca nauseas.

— Hueles… hueles diferente — susurro, intentando tragar el nudo de mi garganta que me está haciendo hablar extraño.

— Lo siento, lo siento — susurra, con sus ojos azules llenos de lágrimas.

— Hueles como a alguien más — continúo con un tono de voz bajo. Mira hacia otro lado pero tomo su rostro entre mis manos, obligándole a mirarme — ¿Estuviste con alguien más, Peeta? — pregunto débilmente.

Por supuesto que no. Él no haría algo así, de hecho, ¿por qué estoy preguntando algo tan estúpido como aquello?

— Lo siento, Katniss, mi amor, lo siento tanto — ahora está llorando a toda regla.

— ¿¡ESTUVISTE CON ALGUIEN MÁS, PEETA?!

Ahora lo negará. Y estará tan enojado e indignado que terminaremos peleando otra vez. ¿Por qué se me ocurren preguntar cosas tan estúpidas?

— Sí.

¿Qué?

— ¿Qué?

Peeta se rompe y se mueve lo suficiente como para que le suelte, colocándose en posición fetal en nuestra cama, mientras miro extrañamente fascinada las lágrimas cayendo por su rostro, sin comprenderlo del todo aún.

— Lo siento, lo siento tanto, mi amor — sigue repitiendo, con un tono de voz que me demuestra cuánto ha bebido.

No puedo respirar. Y no puedo imaginarme respirar otra vez. Así es como se siente cuando tu corazón duele tanto que pareciese que deja de latir.

— Pero… arreglé el cuadro — susurro, mientras que una ola de sufrimiento, incredulidad y traición rompe todo el mundo que conocía hasta el momento.