Pintalabios. Sombra de ojos. Base de maquillaje. Colorete. Perfume. Monedero. Peine. Cepillo. Desodorante. Espejo de viaje. Móvil. Tampón de repuesto, por si acaso. Y lo más importante, las hojas de guión que le han servido para obtener el trabajo. Todos los objetos mencionados forman una pequeña familia dentro de su mochila, colgada ahora sus espaldas. Se mira un momento al espejo y, satisfecha consigo misma y con la moral algo más alta, sale de aquella sala, donde otras tantas aspirantes a Katherine Beckett esperan, sin esperanzas, ser rechazadas para un papel de tanta importancia.

El aire fresco del enero de Los Ángeles le golpea la cara nada más atravesar la puerta del edificio, y se aprieta algo más la bufanda, sabiendo que lo que menos necesita en ese momento es coger un constipado o cualquier otro impedimento para hablar y/o hacer vida normal sin medicamentos. Camina despacio hacia su coche, ese no-tan-moderno coche que ha dejado aparcado entre un Mercedes y un todo terreno de marca Land Rover. Va mirando al suelo, como es típico de ella cuando está feliz – aunque suene a paradoja –, y se topa con unos zapatos y un cuerpo de hombre más alto que ella, que la mira esbozando una sonrisa.

-Así que ya tengo compañera.

-Así es.

-Me alegro de que te hayan cogido.

-¿De verdad?

El canadiense tuerce la sonrisa y mira al horizonte entrecerrando los ojos. Se alegraba, claro que se alegraba, pero nadie más aparte de ellos sabía que detrás del reencuentro de esa mañana había toda una historia típica de película romántica con su introducción, nudo y desenlace, triste desenlace que provocó horas sin dormir, días sin comer y paquetes enteros de pañuelos – de los xxl – gastados en un día. Sin embargo, ella ya no es capaz de recordar cuántas veces juró que le odiaba, cuántas veces se prometió que nunca volvería a verle. Pero no, ahí estaban, ambos, bajo el cielo raso y frío de Los Ángeles y en un aparcamiento solitario a las siete y media de la tarde, cuando ya prácticamente estaba anocheciendo.

-Trabajamos juntos.

-Qué bien, eh.

-No acabamos bien pero creo que ha pasado tiempo suficiente como para que se te vaya todo el rencor.

-Qué poco sabes de mí.

-Lo sé todo.

-Ya…

-Hasta sé cómo gritaste de placer mi nombre la noche antes de que todo acabara.

-No saques eso ahora.

-No estoy sacando nada.

-No lo estropees, ¿vale? Vamos a intentar llevarlo bien, como si nada.

-Como estos años atrás.

-Exacto.

Una pausa, una incomodísima pausa.

-Te veo bien.

-Estoy bien.