Ok, pues esta es una adaptacion de la magnífica novela de Satah Waters, Fingersmith, le he cambiado varias cosas (además de los nombres, también el aspecto físico de los personajes) para que concuerden más con ellos. Espero que les guste.
Mi nombre, en aquel entonces, era Rachel Berry. La gente me llamaba Rach. Sé en qué año nací, pero durante muchos años no supe la fecha, y celebraba mi cumpleaños en Navidad. Creo que soy huérfana. Sé que mi madre ha muerto. Pero nunca la vi, no era nadie para mí. Yo era, de ser alguien, la hija de la señora Sylvester, y tenía por padre al señor Will, un cerrajero con tienda en Lant Street, en el barrio, cerca del Támesis. Ésta es la primera vez que recuerdo haber pensando en el mundo y en mi lugar en él.
Había una chica que se llamaba Flora y que pagaba un penique a la señora Sucksby para llevarme a mendigar a un teatro. La gente solía llevarme a mendigar por entonces, a causa de mi pelo negro; y como Flora también era morena, me hacía pasar por su hermana. El teatro al que me llevó, la noche en la que estoy pensando ahora, era el Surrey, en St. George's Circus. La obra era Oliver Twist. Lo recuerdo como algo terrible. Recuerdo la inclinación del gallinero y el telón hasta la platea. Recuerdo a una mujer borracha que me tiraba de las cintas del vestido. Recuerdo las luces, que daban al escenario
una apariencia muy chillona, y el rugido de los actores, los gritos del público. Uno de los personajes llevaba patillas y una peluca roja: yo estaba convencida de que era un mono vestido con un abrigo, de tanto que brincaba. Peor era el perro de ojos rosas, que gruñía; y lo peor de todo era el amo del perro, Bill Sykes, el compinche. Cuando pegó con el garrote a la pobre Nancy, toda la gente que estaba en nuestra fila se levantó. Alguien lanzó una bota al escenario. Una mujer a mi lado gritó:
-¡Oh, bestia! ¡Malvado! ¡Ella vale cuarenta matones como tú!
No sé si fue porque la gente se levantaba -dio la impresión de que el gallinero también se alzaba-, por la mujer que chillaba, o por la visión de Nancy tendida absolutamente inmóvil y pálida a los pies de Bill Sykes, pero me invadió un terror atroz. Pensé que iban a matarnos a todos. Empecé a gritar y Flora no
conseguía hacerme callar. Y cuando la mujer que había chillado extendió los brazos hacia mí y sonrió, yo grité todavía más fuerte. Entonces Flora se echó a llorar; tenía sólo doce o trece años, creo. Me llevó a casa, y la señora Sylvester la abofeteó.
-¿En qué estabas pensando al llevarte a una chiquilla así? -dijo-. Tenías que haberte sentado con ella en los escalones. No alquilo a mis niños para que me los devuelvan así, amoratados de tanto llorar. ¿A qué jugabas?
Me sentó en su regazo y volví a llorar.
-Vamos, vamos, corderito -dijo. Flora, plantada delante de ella, no decía nada, y se tapaba con un mechón de pelo la mejilla escarlata.
La señora Sylvester era un demonio cuando perdía los estribos. Miró a Flora y aplastó contra la alfombra sus pies enfundados en zapatillas, al tiempo que se mecía en su silla —era una silla de madera grande y crujiente, en la que sólo se sentaba ella- y golpeaba con su mano gruesa y recia mi espalda temblorosa.
-Conozco tus mañas —dijo con calma. Conocía las de todo el mundo-. ¿Qué traes? Un par de pañuelos, ¿verdad? ¿Un par de pañuelos y un bolso?
Flora se estiró el mechón hasta la boca y lo mordió.
-Un bolso -dijo al cabo de unos segundos-. Y una botella de perfume.
-Enséñamelo -dijo la señora Sylvester, extendiendo la mano. La cara de Flora se ensombreció. Pero metió los dedos por un desgarrón en el talle de su falda y buscó dentro; e imagínense mi sorpresa cuando la desgarradura resultó no serlo en absoluto, sino un bolsillito de seda cosido dentro del vestido: sacó una bolsa de paño negro y una botella con un tapón en una cadena de plata. El bolso tenía tres peniques dentro y media nuez moscada. Tal vez se lo birló a la mujer borracha que me
tiraba del vestido. La botella, al quitar el tapón, olía a rosas. La señora olfateó.
-Un botín de tres al cuarto, ¿no? -dijo.
Flora movió la cabeza.
-Habría pillado más -dijo, mirándome- si ella no se hubiera puesto histérica.
La señora Sylvester se inclinó y le pegó otra vez.
-Si hubiera sabido lo que te proponías -dijo-, no habrías sacado nada. Oye lo que te digo: si quieres un niño para birlar, coges a otra de mis criaturas. No te llevas a Rach. ¿Entendido?
Flora frunció el ceño, pero dijo que sí. La señora Sylvester dijo:
-Bien. Ahora lárgate. Y deja este bolso si no quieres que le diga a tu madre que has andado con caballeros.
Luego me acostó; primero, frotó las sábanas con las manos para calentarlas; después, se agachó para echarme aliento en los dedos para calentarme. Yo era la única de sus niños a la que hacía esto. Dijo:
-No tienes miedo, ¿verdad, Rach?
Pero yo sí tenía, y se lo dije. Dije que tenía miedo de que el compinche me encontrara y me pegara con la estaca. Dijo que había oído hablar de aquel hombre: era un mero fanfarrón. Dijo:
-Era Bill Sykes, ¿no? Bueno, él es de Clerkenwell. No se atreve con el barrio. Los chicos del barrio son demasiado para él.
-Pero ¡oh, señora Sylvester! ¡No ha visto a la pobre Nancy, cómo le pegaba y la asesinaba!
-¡Asesinarla! -dijo ella entonces-. ¿A Nancy? Vaya, ha estado aquí hace una hora. Sólo tenía un golpe en la cara. Ahora tiene el pelo rizado de otro modo, no notarías que le haya puesto la mano encima.
-¿Pero no volverá a pegarle? -dije.
Ella me dijo que Nancy había recobrado el juicio y había dejado a Bill Sykes para siempre; que había conocido a un buen muchacho de Wapping que le había puesto una tiendecita para vender golosinas y tabaco. Me levantó el pelo de alrededor del cuello y lo esparció sobre la almohada. Mi pelo, como ya he dicho, era muy negro entonces -aunque se volvió más claro cuando fui creciendo—, y la señora Sylvester lo lavaba con vinagre y lo peinaba hasta que relucía. Ahora lo alisó y luego cogió una trenza y la rozó con los labios. Dijo:
-Si Flora intenta llevarte otra vez de birle, me lo dices, ¿lo harás?
Le dije que sí.
-Buena chica -dijo ella.
Luego se fue. Se llevó la vela, pero dejó la puerta entornada; la tela de la ventana era de encaje y a través de ella se veía la farola. Allí nunca estaba oscuro del todo, ni en completo silencio. En la planta de arriba había un par de habitaciones donde chicas y chicos se alojaban de vez en cuando: se reían y hacían ruido, tiraban monedas y a veces bailaban. Al otro lado de la pared yacía la hermana del señor
Will, que estaba postrada en cama: a menudo se despertaba aterrorizada, gritando. Y por toda la casa -alineados en cunas, como arenques en cajas de sal- estaban los niños de la señora Sylvester. Podían llorar a cualquier hora de la noche, el menor ruido les sobresaltaba. Entonces la señora iba a verlos y les daba una cucharada de una botella de ginebra, con una cuchara que tintineaba contra el vidrio.
Pero aquella noche creo que la habitación de arriba estaba vacía y la hermana del señor Will permaneció callada; y quizás debido al silencio los bebés dormían. Como estaba acostumbrada al ruido, me había desvelado. Pensaba otra vez en el cruel Bill Sykes y en Nancy, muerta a sus pies. De alguna casa cercana llegaba el sonido de un hombre maldiciendo. La campana de una iglesia dio la hora; las campanadas eran una nota extraña en las calles ventosas. Me pregunté si a Flora le dolería todavía la bofetada en la cara. Me pregunté a qué distancia del barrio estaría Clerkenwell, y cómo de largo se le haría el camino a un hombre con un bastón. Ya entonces yo tenía una imaginación desbordante. Cuando en Lant Street se oyeron pasos que se detuvieron junto a la ventana; y cuando a los pasos les siguió el gemido de un perro, el arañazo de las patas de un perro, el lento girar del picaporte de la puerta de la tienda, levanté la cabeza de la picaporte de la puerta de la tienda, levanté la cabeza de la
almohada y habría gritado..., sólo que antes de que el perro ladrara, y de que el ladrido me resultase conocido, yo lo supe: no era el monstruo de ojos rosas del teatro, sino nuestro perro, Jack. Sabía pelear. Luego se oyó un silbido. Bill Sykes nunca silbaba tan bien. Era el señor Will. Había salido a buscar un budín de carne para su cena y la de la señora Sylvester.
-¿Todo bien? -le oí decir-. Huele esta salsa...
Después su voz se redujo a un murmullo, y me tumbé. Debo decir que tenía cinco o seis años. Pero recuerdo esto con toda claridad. Recuerdo que estaba acostada y que oía el sonido de cuchillos, de tenedores y de loza, los suspiros de la señora Sylvester, el crujido de su silla, el golpeteo de su pantufla contra el suelo. Y recuerdo haber visto -algo que no había visto nunca de qué estaba hecho el mundo: que contenía a Bill Sykes malos, y a señores Will buenos; y a Nancys, que podía ser lo uno o lo
otro. Pensé en cuánto me alegraba estar ya en el lado al que por fin llegó Nancy: me refiero al lado bueno, en el que había golosinas.
Hasta muchos años después, cuando vi por segunda vez Oliver Twist no comprendí que Nancy, en efecto, había sido asesinada. Para entonces Flora era una «habilidedos» consumada; el Surrey no era nada para ella, trabajaba en los teatros y locales del West End; atravesaba como si tal cosa los gentíos. Pero nunca volvió a llevarme con ella. Era como todo el mundo, tenía pavor a la señora Sylvester. La atraparon por fin, a la pobre, con las manos en la pulsera de una mujer; y se la llevaron para deportarla por ladrona.
En Lant Street, todos éramos más o menos ladrones. Pero éramos de esa clase de ladrones que facilitan la mala acción en vez de hacerla. Aunque me había quedado de una pieza al ver a Flora meterse la mano por la tela desgarrada de su falda y sacar un bolso y un perfume, nunca volví a sorprenderme: era muy soso el día en que no entraba nadie en la tienda de Will con una bolsa o un paquete en el forro del abrigo, en el sombrero, la manga o los calcetines.
-¿Todo bien, señor Will? -decía.
-Muy bien, hijo -respondía Will. Hablaba por la nariz-. ¿Qué sabes?
-No mucho.
—¿Me traes algo?
El hombre le guiñaba un ojo.
-Le traigo algo, Will, muy caliente y curioso...
Siempre decían eso o algo parecido. Will asentía, bajaba la cortina sobre la puerta de la tienda y cerraba con llave; era un hombre cauteloso, y nunca miraba una cartera cerca de una ventana. Al fondo del mostrador había una cortina de paño verde y detrás un corredor que llevaba derecho a nuestra
cocina. Si conocía al ladrón le llevaba a la mesa.
-Vamos, hijo -le decía-. No hago esto con todo el mundo. Pero tú eres tan veterano que..., bueno, podrías ser de la familia.
Y hacía que el hombre depositara su mercancía entre las tazas, los mendrugos y las cucharas. La señora Sylvester podía estar presente, dando la papilla a un bebé. El ladrón la veía y se quitaba el sombrero.
-¿Todo bien, señora Sylvester?
-Todo bien, querido.
-¿Qué tal, Rach? ¡Cómo has crecido!
Yo los consideraba mejores que los mágos, pues de sus abrigos y mangas salían libros de bolsillo, pañuelos de seda y relojes de pulsera; o si no joyas, vajilla de plata, candelabros de latón, enaguas...; todo tipo de tejidos, a veces. «Esto es tela de calidad», decían, mientras lo exponían a la vista, y Will se frotaba las manos y parecía expectante. Pero después examinaba el botín y se le oscurecía la cara. Era un hombre de aspecto muy apacible, muy honrado de apariencia; de mejillas muy pálidas, de labios y patillas pulcros. Se le apagaba la cara y te partía el corazón.
-Tela -decía, meneando la cabeza, pasando los dedos por un billete-. Muy difícil de endilgar. -O bien-: Velas. La semana pasada recibí de un tugurio de Whitehall una docena de velas de la mejor calidad. No he podido hacer nada con ellas. Las tengo paradas.
Se levantaba, fingía calcular un precio, pero ponía una cara como si no se atreviera a decírselo al hombre por miedo a insultarle. A continuación hacía su oferta y el ladrón hacía una mueca de asco.
-Señor Will -decía-, con esto no me paga ni siquiera la molestia de cruzar el puente de Londres. Vamos, sea justo.
Pero Will ya se había ido hasta su caja y estaba contando los chelines encima de la mesa: uno, dos, tres... Hacía una pausa, con el cuarto en la mano. El ladrón veía el brillo de la plata -por esta razón Will frotaba sus monedas hasta dejarlas muy relucientes-, y era como una liebre para un galgo.
-¿No podrían ser cinco, señor Will?
Will levantaba su cara de hombre honrado y se encogía de hombros.
-Me gustaría, hijo. Nada me gustaría tanto. Y si me trajeras algo poco corriente, mi dinero te respondería. Pero esto... -decía, con un ademán sobre el montón de sedas o de billetes o de latón brillante-, esto son fruslerías. Me estaría robando a mí mismo. Estaría quitando de la boca la comida a los bebés de la señora Sylvester.
Y entregaba al ladrón sus chelines, y éste se los embolsaba, se abotonaba la chaqueta y tosía o se limpiaba la nariz. Y entonces Will parecía pensárselo mejor. Se dirigía de nuevo a la caja y decía:
-¿No has comido nada esta mañana, hijo?
El ladronzuelo siempre respondía: «Ni un mendrugo.» Entonces Will le daba seis peniques y le decía que se lo gastara en un desayuno y no en un caballo, y el ladrón decía algo como: «Es usted una joya, señor Will, una auténtica joya.» Will podía sacar una ganancia de diez o doce chelines de un hombre así: y ello aparentando que era honrado y justo. Pues, por supuesto, lo que había dicho sobre la tela o las velas era puro cuento: distinguía el latón de las cebollas, desde luego. Cuando el ladrón se había marchado, captaba mi mirada y me lanzaba un guiño. Se frotaba las manos y se animaba mucho.
-Oye, Rach -decía-, ¿qué te parecería pasarle un paño a esto y sacarle brillo? Y luego a lo mejor podrías, si tienes un momento, querida, y la señora Sylvester no te necesita, podrías darles un repaso a los bordados de estos moqueros. Sólo un poco, con cuidado, con tus pequeñas tijeras y quizás una aguja: porque esto es batista, ¿ves, querida?, y se desgarra si tiras muy fuerte...
Creo que así aprendí el alfabeto: no poniendo letras, sino quitándolas. Sé que aprendí el aspecto de mi propio nombre viéndolo en pañuelos que llegaban marcados con la palabra Rachel. En cuanto a leer como es debido, nunca nos ocupamos del asunto. La señora Sylvester sabía leer si había que hacerlo; Will también sabía, y hasta escribir; pero, para los demás, era una idea..., bueno, yo diría que como hablar hebreo o dar volteretas: entendías su utilidad para judíos y saltimbanquis; para ellos era su oficio, pero ¿por qué iba a ser el nuestro? Eso pensaba yo, al menos. Pero aprendí las cifras. Las aprendí manejando monedas. Las buenas las guardábamos, faltaría más. Las malas llegaban demasiado brillantes y había que ensuciarlas con betún y grasa antes de pasarlas. También aprendí esto. Hay métodos de lavar y planchar sedas y ropa blanca para que parezcan nuevas. Las joyas las abrillantaba con vinagre ordinario. Tomábamos la cena con la cubertería de plata, pero sólo una vez, debido a las inscripciones y marcas, y cuando habíamos acabado, Will se llevaba las tazas y los boles y los fundía en barras. Hacía lo mismo con el oro y el peltre. Nunca corría riesgos: por eso le iban tan bien las cosas. Todo lo que entraba en nuestra cocina con una apariencia era transformado en algo completamente distinto. Y aunque entraba por la fachada -por la tienda, en Lant Street-, también salía por otro sitio. Salía por la parte trasera. Allí no había calle. En vez de eso, había un pequeño pasaje cubierto y un pequeño patio oscuro. Al entrar allí, te desorientabas; pero, si mirabas bien, había un sendero. Llevaba a un callejón que desembocaba en un camino negro y sinuoso que conducía a su vez hasta los arcos de la vía del tren; y desde uno de los arcos -no diré desde cuál, aunque podría arrancaba otro camino más oscuro que te llevaba, rápidamente y sin ser visto, hasta el río. Allí conocíamos a dos o tres hombres que tenían barcas. De hecho, a lo largo de todo aquel trayecto tortuoso vivían compinches nuestros: los sobrinos de Will, digamos, a los que yo llamaba primos.
Desde nuestra cocina, por mediación de cualquiera de ellos, mandábamos mercancía a todas partes de Londres. Lo hacíamos pasar todo, absolutamente todo, a velocidades asombrosas. Pasábamos hielo, en pleno agosto, antes de que una cuarta parte del bloque tuviese la menor ocasión de convertirse en agua. Pasábamos luz del sol en verano: Will le encontraba un comprador. En suma, no había muchas cosas que llegaran a casa que no fuesen despachadas enseguida a otro sitio. Sólo había una cosa, de hecho, que había llegado y se había quedado -una cosa que de alguna manera había sobrevivido a la tremenda presión del tránsito de mercancías-, una cosa a la que Will y la señora del tránsito de mercancías-, una cosa a la que Will y la señora Sylvester no parecían haber pensado en poner un precio.
Me refiero a mí, por supuesto. Tenía que agradecérselo a mi madre. Su historia había sido trágica. Había llegado a Lant Street una noche de 1844. Había llegado, «muy cargada, querida mía, contigo», dijo la señora Sylvester. Por «cargada», hasta que supe más, yo entendí que mi madre me había llevado quizás metida en un bolsillo detrás de la falda, o cosida en el forro de su abrigo. Porque yo sabía que era una ladrona. «¡Qué ladrona!», decía la señora Sylvester. «¡Tan audaz! ¡Y qué guapa!»
-¿Lo era, señora Sylvester? ¿Era morena?
-Más morena que tú; pero de cara afilada, como la tuya, y delgada como el papel. La pusimos arriba. Nadie sabía que estaba aquí, salvo yo y el señor Will, porque la buscaba, dijo, la policía de cuatro divisiones, y si la pillaban iba a columpiarse. ¿Qué oficio tenía? Ella dijo que sólo afanar. Creo que podría
haber sido peor. Sé que era dura como una nuez, porque cuando te tuvo a ti te juro que no chistó, no gritó ni una vez. Sólo te miró y te besó la cabecita; luego me dio seis libras para que te cuidase; las seis eran de oro, y las seis de ley. Dijo que sólo le quedaba un trabajo por hacer con el que ganaría una fortuna. Tenía pensado volver a buscarte cuando el camino estuviese despejado...
Esto me dijo la señora Sylvester; y cada vez empezaba con una voz serena y terminaba con un tono tembloroso, y los ojos se le llenaban de lágrimas. Pues había esperado a mi madre y mi madre no había vuelto. Lo que llegó, en su lugar, fue una noticia espantosa. El trabajo que iba a hacerle rica terminó mal. Habían matado a un hombre que intentó salvar su plata. Lo que le mató fue el cuchillo de mi madre. La delató su propio compadre. La policía la atrapó por fin. Estuvo un mes en la cárcel. Después la colgaron.
La colgaron, como hacían entonces con las asesinas, del tejado de la cárcel de Horsemonger Lañe. La señora Sylvester presenció al ahorcamiento desde la ventana de la habitación en que yo nací. Desde allí se divisaba una vista maravillosa, la mejor del sur de Londres, decía todo el mundo. Los días en que ahorcaban, la gente estaba dispuesta a pagar con creces un sitio en aquella ventana. Y aunque algunas chicas gritaban cuando caía la trampilla, yo nunca lo hice. Ni una sola vez me estremecí o
parpadeé.
-Esa es Rachel Berry -susurraba entonces alguien-. A su madre la ahorcaron por asesina. ¿No es una chica valiente?
Me gustaba oírles decir esto. ¿A quién no? Pero lo cierto es -y me da igual quién lo sepa ahora-, lo cierto es que no era valiente en absoluto. Porque para serlo en una cosa así, primero tienes que sentir pena. ¿Y cómo iba a sentirla por alguien a quien no había conocido? Suponía que era una lástima que mi madre hubiese acabado ahorcada; pero, puesto que la ahorcaron, me alegraba de que fuese por algo animoso, como asesinar a un fulano por su plata, y no por algo muy malvado, como estrangular a un niño. Suponía que era una lástima que me hubiese dejado huérfana, pero algunas chicas que yo conocía tenían por madre a borrachas o locas: madres a las que odiaban y a las que no podían ver. ¡Prefería una madre muerta a una madre como aquéllas!
Prefería a la señora Sylvester. Era mejor, con diferencia. La habían pagado para que me cuidase un mes; me cuidó diecisiete años. ¿Qué es amor, si no es esto? Podría haberme entregado al hospicio. Podría haberme dejado llorar en una cuna expuesta a corrientes de aire. Pero me quería tanto que no me dejaba salir a afanar, por si me pescaba un policía. Me dejaba dormir a su lado, en su propia cama. Me abrillantaba el pelo con vinagre. Así se trata a las joyas. Y yo no era una joya; ni siquiera una perla. Mi pelo, al fin y al cabo, se volvió perfectamente vulgar. Mi cara era ordinaria. Sabía abrir una cerradura sencilla, sabía hacer una llave normal; sabía tirar al suelo una moneda y decir, por el sonido, si era
buena o mala. Pero todo el mundo sabe hacer las cosas que le han enseñado. A mi alrededor, llegaban otros niños y se quedaban un tiempo, a otros los reclamaban sus madres, o encontraban nuevas madres, o se morían; y, por supuesto, nadie me reclamó a mí, y no me morí, sino que crecí hasta que por fin tuve la edad suficiente para hacer yo misma el recorrido por las cunas con la botella de ginebra y la cucharilla de plata. A veces parecía que Will se me quedaba mirando con una luz especial en los ojos, como si, pensaba yo, me viera de repente como la mercancía que yo era, y se preguntase cómo me había quedado allí tanto tiempo y a quién podría venderme. Pero cuando la gente hablaba de la sangre -como hacían alguna que otra vez-, y de que es más espesa que el agua, la señora Sylvester se ponía sombría.
-Ven aquí, querida -decía-. Déjame que te mire.
Y me ponía las manos en la cabeza y me acariciaba las mejillas con los pulgares, rumiando sobre mi cara.
—La veo en ti -decía-. Me está mirando, como me miraba aquella noche. Está pensando que volverá y que te hará rica. ¿Cómo iba ella a saberlo? Pobre niña, ¡no volverá nunca! Tu fortuna no está hecha todavía. Ni la tuya, Rach, ni la nuestra con ella...
Esto decía en muchas ocasiones. Cada vez que gruñía o suspiraba -cada vez que se levantaba de una cuna, frotándose la espalda dolorida-, sus ojos me buscaban y su expresión se iluminaba, se ponía contenta. Pero aquí está Rach, podría haber dicho. Ahora tenemos las cosas difíciles. Pero aquí está Rach. Ella las arreglará... Yo la dejaba pensar así; pero pensaba que yo sabía más. Una vez oí que había tenido una hija, muchos años atrás, que nació muerta. Yo pensaba que era la cara de ella la que creía ver cuando me miraba tan intensamente. La idea más bien me estremecía, porque se me hacía raro creer que te amaban no por ti misma, sino por alguien a quien no habías conocido...
En aquellos tiempos, yo creía saberlo todo sobre el amor. Creía que lo sabía todo de cualquier cosa. Si me hubieran preguntado qué me gustaría ser, creo que habría dicho que me gustaría criar niños. Tal vez quisiera casarme, con un ladrón o un perista. Cuando yo tenía quince años, hubo un chico que robó
un broche para mí y que me dijo que le gustaría besarme. Hubo otro, un poco más tarde, que se plantaba en la puerta trasera y silbaba «La hija del cerrajero», sólo para ver cómo me ruborizaba. La señora Sylvester les ahuyentaba. Cuidaba de mí en esto, así como en todo lo demás. «¿Para quién te guarda?», decían los chicos. «¿Para el príncipe Eddie?»
Creo que la gente que venía a Lant Street me creía tarda; por tarda quiero decir lo contrario de rápida. Quizás lo fuese para los parámetros del barrio. Pero a mí me parecía que yo era bastante espabilada. No se podía crecer en una casa como aquélla, donde se despachaban negocios de aquel tipo, sin tener
una idea muy precisa de lo que valía cada cosa; de lo que podía servir para tal otra; y de lo que podía salir de ella. ¿Me seguís? Están esperando a que empiece mi relato. Quizás yo también lo esperaba por entonces. Pero mi historia ya había empezado; yo era como vosotros, y no lo sabía.
Creo que empezó de verdad una noche de invierno, pocas semanas después de la Navidad en que celebré mi diecisiete cumpleaños. Una noche oscura, una noche de perros, llena de una niebla que era más o menos lluvia, y una lluvia que era más o menos nieve. Las noches oscuras son buenas para ladrones y peristas; las noches oscuras de invierno son las mejores de todas, porque la gente normal se queda en su casa, y todos los ricachones se quedan en el campo, y las grandes mansiones de
ricachones se quedan en el campo, y las grandes mansiones de Londres permanecen cerradas y vacías y suplicando que las desvalijen. Conseguíamos cantidad de material en noches semejantes, y las ganancias de Will eran más pingües que nunca. El frío hace que los ladrones cierren un trato enseguida.
No pasábamos demasiado frío en Lant Street, pues además del fuego común de la cocina teníamos el brasero de cerrajero de Will: siempre mantenía una llama encendida debajo de los carbones, nunca se sabía qué podría surgir que requiriese un retoque o un fundido. Aquella noche había tres o cuatro
chicos ocupados en extraer el oro de unos soberanos. Además estaban la señora Sylvester en su silla grande, a su lado un par de bebés en su cuna y un chico y una chica que se alojaban en casa: John Vroom y Lauren Zizes.
John era un chico delgado, moreno y espigado de unos trece años. Siempre estaba comiendo. Creo que tenía la tenia. Esa noche estaba partiendo cacahuetes y tiraba las cáscaras fl suelo. La señora Sylvester vio lo que hacía.
-Cuida tus modales -dijo-. Estás ensuciándolo todo, y Rach tendrá que limpiarlo.
—Pobre Rach —dijo John—. Se me parte el corazón.
Nunca me quiso. Creo que me tenía celos. Había llegado de bebé a nuestra casa, igual que yo; e, igual que yo, su madre había muerto y le había dejado huérfano. Pero tenía un aspecto tan extraño que nadie se lo quitaba de las manos a la señora Sylvester. Ella le había cuidado hasta que tuvo cuatro o cinco años, y después lo mandó a la parroquia; pero incluso entonces fue dificilísimo librarse de él, porque siempre volvía del hospicio: nos pasábamos el día abriendo la puerta de la tienda y encontrándole dormido en el escalón. Al final le había aceptado un capitán de barco y John navegó hasta China; después de eso, cuando volvió al barrio trajo dinero, para alardear. Le duró un mes. Ahora estaba a mano en Lant Street para hacerle trabajos a Will; aparte de esto, hacía por su cuenta apaños con la ayuda de Lauren.
Lauren era una chica grande y pelirroja de veintitrés años y, en general, bastante simplona. Pero tenía unas manos blancas preciosas, y cosía como los ángeles. John la tenía ocupada en aquel momento cosiendo pieles de perro sobre chuchos robados, para que parecieran de una raza más fina de la que en realidad eran. John había hecho un trato con un ladrón de perros. Este hombre tenía un par de perras; cuando estaban en celo se paseaba con ellas, tentando a los perros para que se alejasen de
sus amos, y luego les cobraba un rescate de diez libras si querían que se los devolviera. Como mejor funcionaba era con perros de caza y con perros de dueñas sentimentales; algunos amos, sin embargo, no pagaban -podías cortarle el rabo a su perro y enviárselo por correo, pero no soltaban ni un penique, tan desalmados eran-; el compinche de John estrangulaba a los perros con los que se quedaba y se los vendía a éste a un precio de saldo. No sé qué hacía John con la carne; la hacía pasar por carne de conejo, quizás, o él mismo se la comía. Pero, como he dicho, las pieles se las daba a Lauren para que se las cosiera a chuchos callejeros que luego él vendía como si fueran de raza en el mercado de Whitechapel.
Con los retales de piel que le sobraban ella le estaba cosiendo una chaqueta. Lo estaba haciendo aquella noche. Había terminado el cuello, los hombros y la mitad de las mangas, y ya había empleado pieles de cuarenta clases diferentes de perros. El intenso olor, delante de la lumbre, ponía febril al
nuestro, que no era el viejo peleón Jack sino otro marrón al que llamábamos Charley Wag, por el ladrón del cuento. De tanto en tanto Lauren levantaba la chaqueta para que todos viéramos cómo estaba quedando.
-Por suerte para Lauren no eres alto, John -dije una vez en que ella hizo eso.
-Por suerte para ti, no estás muerta -respondió. Era bajo, y le daba rabia-. Aunque es una pena para los demás. Me gustaría llevar un pedazo de tu piel en las mangas de mi abrigo, o quizás en los puños, con los que me limpio la nariz. Te sentirías muy a gusto al lado de un bulldog o un bóxer.
Cogió su navaja, que siempre llevaba encima, y repasó el filo con el pulgar.
-No lo he decidido todavía -dijo-, pero ¿qué tal si una noche te arranco un trozo de piel cuando estés dormida? ¿Qué te parecería coser eso, Lauren?
Ella se llevó la mano a la boca y gritó. Llevaba un anillo demasiado grande para su mano; había enrollado una hebra alrededor del dedo por debajo y la hebra estaba completamente negra.
-¡Qué gracioso! -dijo ella.
John sonrió, y se golpeó un diente roto con la punta de la navaja. La señora Sylvester dijo:
-Eh, vosotros dos, ya basta si no queréis que os arranque la puñetera cabeza. Estáis poniendo nerviosa a Rach.
Dije al instante que me cortaría el cuello si pensara que un mocoso como John Vroom podía ponerme nerviosa. John dijo que le gustaría cortármelo él mismo. Entonces la señora Sylvester se inclinó desde su silla y le pegó, del mismo''modo que aquella otra noche, tanto tiempo atrás, se había inclinado para pegar a la pobre Flora, y como se había inclinado para pegar a otros, en todos esos años..., siempre por mi causa. Por un segundo dio la impresión de que John fuera a devolverle el golpe; después me miró, como si quisiera golpearme más fuerte. Entonces Lauren se removió en su asiento y él se volvió y le pegó.
-No entiendo -dijo él, cuando lo hubo hecho- por qué todo el mundo está en mi contra.
Lauren se había echado a llorar. Agarró la manga de John.
-No hagas caso de lo mal que te hablan, Johnny -dijo-. Yo estoy de tu parte, ¿no?
-Estás, sí -contestó él-. Como la mierda pegada a una pala.
Le retiró de un empujón la mano y ella se columpió en su silla, acurrucada sobre la chaqueta de piel de perro y llorando sobre sus costuras.
-Ahora chitón, Lauren -dijo la señora Sylvester-. Estás estropeando tu bonito trabajo.
Lauren lloró un minuto. En eso, uno de los chicos que estaban en el brasero se quemó un dedo con una moneda caliente y empezó a jurar; ella gritaba de risa. John se metió otro cacahuete en la boca y escupió la cáscara al suelo. Guardamos silencio durante quizás un cuarto de hora. Charley Wag, tumbado delante del fuego, se retorcía, persiguiendo coches de caballos en su sueño; tenía el rabo
enroscado, de una rueda de carro que le había pillado. Yo saqué unos naipes para un solitario. Lauren cosía. La señora Sylvester dormitaba. John estaba perfectamente ocioso, pero de rato en rato miraba las cartas que yo iba tirando para decirme dónde debía colocarlas.
-La sota de espadas sobre la puta de corazones -decía. O bien-: Dios, mira que eres lenta.
-Pues tú eres odioso -contestaba yo, y seguía jugando a mi manera. La baraja era vieja y las cartas tan sobadas como trapos. Un día habían matado a un hombre en una riña por una partida con trampas que se había jugado con aquellos mismos naipes. Las coloqué una última vez y giré un poco mi silla, para
que John no viera cómo iban cayendo.
Y entonces, de repente, uno de los bebés se despertó de su sueño y rompió a llorar, y Charley Wag se despertó y ladró. Hubo un súbito golpe de viento que elevó las llamas en la chimenea y la lluvia cayó más torrencial sobre los carbones y los hizo sisear. La señora Sylvester abrió los ojos.
-¿Qué es eso? -dijo.
-¿Qué es qué? -dijo John.
Entonces lo oímos: un ruido sordo, en el corredor que conducía a la parte trasera de la casa. Sonó un nuevo golpe. Después los ruidos se convirtieron en pasos. Los pasos se detuvieron ante la puerta de la cocina -hubo un segundo de silencio- y luego, lentos y pesados, se oyeron golpes de nudillos. Toe, toCy toe. Así. Como llama a una puerta el fantasma de un difunto en una obra de teatro. No como llamaba un ladrón, en todo caso, con golpes rápidos y livianos. Al oírlos sabías de qué iba el asunto. Este, sin embargo, podía ser cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa. Podía ser un mal asunto.
Eso pensamos todos. Nos miramos unos a otros, y la señora Sylvester fue a la cuna para sacar de ella al bebé y ahogó su llanto contra su pecho, y John agarró a Charley Wag y le mantuvo las mandíbulas cerradas. Los chicos en el brasero se callaron como muertos. Will dijo en voz baja:
-¿Esperamos a alguien? Chicos, llevaos eso. Da igual que os queméis los dedos. Si son los azules, estamos aviados.
Empezaron a recoger los soberanos y el oro que habían desprendido de ellos y los envolvieron en pañuelos, que guardaron debajo de sus sombreros o en los bolsillos de los pantalones. Uno de los chicos -era el sobrino mayor de Will, Phil- fue rápidamente a la puerta y se colocó junto a ella, con la
espalda pegada a la pared y una mano dentro del abrigo. Había estado dos veces en la cárcel y siempre juraba que no lo estaría una tercera.
Volvieron a llamar. Will dijo:
-¿Todo en orden? Ahora calma, chicos, calma. ¿Qué te parece si abres esa puerta, Rach, querida mía?
Miré de nuevo a la señora Sylvester y, cuando ella asintió, fui y descorrí el cerrojo; la puerta se abrió tan rápido y tan de golpe contra mí, que Phil pensó que habían cargado con los hombros contra ella; le vi preparándose para resistir junto a la pared, sacar el cuchillo y levantarlo en el aire. Pero fue sólo el
viento lo que abrió la puerta: irrumpió en la cocina, apagando la mitad de las velas, arrancando chispas del brasero y desperdigando por el aire mi baraja de cartas. En el corredor había un hombre vestido de oscuro, mojado y goteando, y con una bolsa de cuero a sus pies. La luz débil mostró sus mejillas
pálidas y sus patillas, pero sus ojos permanecían ocultos por la sombra de su sombrero. Yo no le habría conocido si no hubiese hablado. Dijo:
-¡Rach! ¿Eres Rach? ¡Gracias a Dios! He recorrido setenta kilómetros para venir a verte. ¿Me vas a tener aquí fuera? ¡Me temo que el frío va a matarme!
Entonces le reconocí, aunque no le había visto desde hacía más de un año. Ni un hombre entre cien de los que venían a Lant Street hablaba como él. Se llamaba Finn Hudson, o Dick Hudson, o a veces Finn Wells. Pero nosotros le conocíamos por otro nombre, y era el que yo dije, cuando la señora Sylvester
me vio mirándole asombrada y preguntó:
-¿Quién es?
-Es Caballero -dije.
Así lo decíamos nosotros, por supuesto; no como lo diría un perfecto caballero, usando todos los dientes al decirlo, sino como si la palabra fuera un pescado que hubiésemos cortado en filetes: Cab 'llero.
-Es Caballero -dije, y Phil guardó al punto su cuchillo y escupió y volvió al brasero. La señora Sylvester, sin embargo, se dio la vuelta en su silla, y el bebé apartó la cara colorada de su pecho y abrió la boca.
-¡Caballero! -exclamó. El bebé empezó a llorar y Char- ley Wag, liberado por John, se precipitó ladrando sobre Caballero y le puso las patas encima del abrigo-. ¡Qué susto nos has dado! Lauren, enciende las velas. Pon agua a calentar para un té.
-Creimos que eran los azules -dije cuando Caballero entró en la cocina.
-Creo que yo estoy azul de frío -contestó. Posó su bolsa y tiritó, se quitó el sombrero y los guantes empapados y luego el abrigo goteante, que al instante empezó a humear. Se frotó las manos y luego se las pasó por la cabeza. Ahora llevaba largos el pelo y las patillas, y como la lluvia les había quitado las ondas, parecían más largos que nunca, y oscuros y lustrosos. Tenía anillos en los dedos y un reloj en el chaleco, con una joya en la leontina. Yo sabía sin mirarlos que los anillos y el reloj eran falsos, y la joya era de estrás, pero eran falsificaciones buenísimas.
La habitación se hizo más luminosa con las velas que encendió Lauren. Caballero miró a su alrededor, todavía frotándose las manos y asintiendo.
-¿Cómo está usted, señor Will? -dijo con desparpajo-. ¿Qué tal, muchachos?
-Muy bien, mi tulipán -dijo Will. Los chicos no contestaron.
-Ha venido por detrás, ¿eh? -dijo Phil, sin dirigirse a nadie, y otro chico se rió. Los chicos así siempre creen que los hombres como Caballero son mariquitas. John también se rió, pero más alto que los demás. Caballero le miró.
-Hola, garrapata -dijo-. ¿Se te ha perdido el mono?
Como John tenía las mejillas tan cetrinas, todo el mundo le tomaba por un italiano. Ahora, al oír a Caballero, se puso un dedo en la nariz.
-Bésame el culo -le dijo.
-¿Puedo? -dijo Caballero, riéndose. Guiñó un ojo a Lauren, y ella agachó la cabeza-. Hola, encanto -dijo.
Luego se inclinó hacia Charley Wag y le tiró de las orejas-. Hola, rabudo. ¿Dónde está la policía? ¿Eh? ¿Dónde está la policía? ¡A por ella! -El perro se puso frenético-. Buen chico -dijo Caballero, levantándose y alisándose el pelo-. Buen chico. Así se hace.
Fue a plantarse delante de la silla de la señora Sylvester.
-Hola, señora S. -dijo.
El bebé, ahora que había tomado su dosis de ginebra, había parado de llorar. La señora Sylvester tendió la mano. Caballero la tomó y se la besó; primero en los nudillos y luego en las yemas de los dedos. La señora dijo:
-Levántate de esa silla, John, y deja que se siente Caballero.
John, tras poner una cara furibunda durante un minuto, se levantó y cogió el taburete de Lauren. Caballero se sentó y extendió las piernas hacia el fuego. Era alto y tenía las piernas largas. Tenía veintisiete o veintiocho años. John, a su lado, aparentaba unos seis. La señora Sylvester no le quitó el ojo de encima mientras Caballero bostezaba y se frotaba la cara. El sorprendió su mirada y sonrió.
-Bueno, bueno -dijo-. ¿Cómo van las cosas?
-Bastante bien -respondió ella. El bebé estaba inmóvil, y ella lo palmeó como solía palmearme a mí. Caballero asintió al verlo.
-Y este retoño -dijo-, ¿es pupilo o familia?
-Pupilo, por supuesto —dijo ella.
-¿Retoño o retoña?
-Retoño, ¡por todos los santos! Otro pobre huerfanito que criaré en mi regazo.
Caballero se inclinó hacia ella.
-¡Un chico con suerte! -dijo, y le lanzó un guiño.
La señora Sylvester exclamó:
-¡Oh! -Y se puso encamada como una rosa-. ¡Qué descaro!
Mariquita o no, sin duda sabía ruborizar a una mujer. Le llamábamos Caballero porque era un auténtico señor: había ido a una escuela de pago y tenía padre, madre y una hermana, todos ellos ricachones, cuyo corazón él casi había roto. En otro tiempo había tenido dinero y lo había perdido todo apostando; su padre dijo que nunca volvería a tocar un penique de la fortuna familiar; por este motivo él se vio obligado a ganarse la vida al estilo antiguo, robando y timando. Se la ganaba tan bien, sin embargo, que todos decíamos que debía de haber habido en alguno de sus ancestros la mala sangre que él
había heredado.
Sabía pintar cuando le apetecía, y en París había probado a falsificar cuadros; cuando esto fracasó, creo que se pasó un año poniendo en inglés libros franceses -o en francés libros ingleses-, y cada vez los cambiaba un poquito y les ponía títulos distintos, de tal modo que hacía pasar una vieja historia por veinte completamente nuevas. Pero sobre todo trabajaba de hombre de confianza y de fullero en los grandes casinos, ya que, por supuesto, podía alternar en sociedad y hacerse pasar por un hombre honrado. Las mujeres, en especial, se volvían locas por él. En tres ocasiones había estado a punto de casarse con una rica heredera, pero cada vez el padre en cuestión había recelado y el compromiso se había roto. Era un hombre muy guapo y la señora Sylvester le adoraba. Venía a Lant Street una vez al año, más o menos, con mercancía para Will, y se llevaba monedas falsas, advertencias y soplos.
Supuse que traía material y lo mismo, al parecer, pensó la señora, porque en cuanto él se hubo calentado al fuego y Lauren le hubo dado una taza de té con ron, ella dejó al bebé en la cuna, se alisó la falda y dijo:
-Bueno, Caballero, tu visita es un gran placer. No te hemos visto desde hace un par de meses. ¿Traes algo que a Will le gustaría ver?
Caballero negó con la cabeza.
-Nada para el señor Will, me temo.
-¿Cómo que nada? ¿Has oído eso, Will?
-Qué pena -dijo Will, desde su sitio en el brasero.
La señora Sylvester adoptó un tono confidencial:
-¿Algo para mí, entonces?
Pero Caballero volvió a mover la cabeza.
-Tampoco para usted, señora S. -dijo él-. Ni para usted ni para este Garibaldi -(refiriéndose a John)-, ni para Lauren ni Phil ni los chicos; ni siquiera para Charley Wag.
Dijo esto paseando la mirada por la habitación; por último me miró a mí sin decir nada. Yo había recogido las cartas esparcidas y las estaba ordenando por palos. Cuando le vi mirándome -y, además de él, a John y a Lauren y a la señora, todavía colorada, mirando hacia mí-, dejé las cartas. En el acto
él se acercó y las recogió, y empezó a barajarlas. Era de esos hombres que no pueden estar quietos.
-Bueno, Rach -dijo, sin dejar de mirarme. Tenía los ojos de un castaño muy claro.
-¿Bueno qué? -pregunté.
-¿Qué te parece esto? He venido a buscarte.
-¡A ella! -dijo John, con asco.
Caballero asintió.
-Tengo algo para ti. Una propuesta.
-¡Una propuesta! -dijo Phil. Lo había entreoído-. ¡Cuidado, Rach, que sólo quiere casarse contigo!
Lauren gritó y los chicos soltaron una risita. Caballero pestañeó, apartó por fin los ojos de mí y se agachó hacia la señora Sylvester para decirle:
-Dígales a los chicos del brasero que se vayan, ¿quiere? Pero que se queden John y Lauren. Necesitaré su ayuda.
La señora vaciló, luego miró a Will y éste dijo al punto:
-Venga, muchachos, estos soberanos han sudado tanto que la pobre reina está descolorida. Si los pelamos más van a juzgarnos por traición. -Cogió un cubo y empezó a arrojar al agua las monedas calientes, una por una-. ¡Mirad cómo se callan, gallinas! -dijo-. El oro sabe más. Ahora bien, ¿qué sabe
el oro?
-Vamos, tío Humphry -dijo Phil. Se puso el abrigo y se subió el cuello. Los demás chicos hicieron lo mismo.
-Hasta la vista -dijeron, con un saludo hacia mí, John, Lauren y la señora Sylvester. A Caballero no le dijeron nada. Él miró cómo se marchaban.
-¡Cuidad la retaguardia! -les gritó cuando la puerta se cerró tras ellos. Oímos que Phil volvía a escupir.
Will giró la llave en la cerradura. Volvió y se sirvió una taza de té, rociándola con ron, como Lauren había hecho para Caballero. El aroma del ron se elevó en el vapor y se mezcló con el olor del fuego, el oro fundido, las pieles de perro, el abrigo mojado y humeante. La lluvia sobre la chimenea era más
fina. John masticaba un cacachuete y se retiró la cáscara de la lengua. Will había traído lámparas. La mesa y nuestras caras y manos resplandecían, pero el resto de la habitación estaba en penumbra. Pasó un minuto sin que nadie hablara. Caballero seguía barajando las cartas y nosotros nos sentamos a observarle. Will le miraba más atento que nadie: entornó los ojos y ladeó la cabeza, como si le estuviese apuntando con el cañón de una pistola.
-Bien, hijo —dijo—, ¿de qué se trata?
Caballero alzó la vista.
-Se trata -dijo-, se trata de esto. -Sacó una carta y la depositó en la mesa boca abajo. Era el rey de diamantes-. Imagínese a un hombre -dijo mientras lo hacía-. Un viejo, un sabio, a su manera, un estudioso, de hecho, pero de costumbres raras. Vive en cierta casa apartada, cerca de un pueblo aislado, a algunos kilómetros de Londres, ahora no importa dónde, exactamente. Tiene una habitación grande llena de libros y cuadros, y sólo se ocupa de ellos y de un trabajo que está realizando: un diccionario, digamos. Un diccionario de todos sus libros; pero tampoco descuida las pinturas; tiene pensado encuadernarlas en álbumes lujosos. Pero la tarea es excesiva para él. Pone un anuncio en un periódico: necesita los servicios de -aquí lanzó otro naipe, al lado del primero: la jota de picas un
joven avisado para que le ayude a ordenar la colección; y un joven en concreto, que en ese momento es demasiado conocido en las timbas de Londres, y que está muy ansioso de algún empleo discreto, con pensión completa, responde al anuncio, es entrevistado y juzgado apto.
-El joven avisado eres tú -dijo Will.
-Ese joven soy yo. ¡Qué bien me sigue!
-Y pongamos que ese retiro en el campo -dijo John, asumiendo el relato de Caballero, a pesar de la expresión hosca de éste- está lleno de tesoros. Y quieres forzar las cerraduras de todas las vitrinas y arcones. Has venido a ver al señor Will para que te preste tenazas y un señuelo y quieres a Rach, con sus ojos inocentes, que parece que nunca ha roto un plato, para que te haga de soplona.
Caballero ladeó la cabeza, contuvo la respiración y levantó un dedo, de un modo algo burlón.
-¡Más frío que el hielo! -dijo-. El retiro en el campo es una cochambre: tiene cien años, es oscuro, está lleno de corrientes de aire e hipotecado hasta el mismo tejado, que tiene goteras, dicho sea de paso. Ni una alfombra ni jarrón ni pieza de plata vale un pimiento, me temo. El señor cena con loza, como
nosotros.
-¡El muy tacaño! -dijo John-. Pero los roñosos así meten la pasta en el banco, ¿no? Y le has hecho firmar un papel en que te lo deja todo, y ahora has venido a buscar un frasco de veneno...
Caballero negó con la cabeza.
-¿Ni una onza de veneno? -dijo John, esperanzado.
-Ni una. Ni una gota. Y no hay pasta en el banco, no a nombre del viejo, en todo caso. Lleva una vida tan callada y excéntrica que apenas sabe para qué sirve el dinero. Pero, atención, no vive solo. Fijaos en quién le hace compañía...
La reina de corazones.
-Eh, eh -dijo John, con expresión taimada-. Una esposa, muy fácil.
Pero Caballero volvió a mover la cabeza.
-¿Una hija? -dijo John.
-Ni esposa ni hija -dijo Caballero, con los ojos y dedos sobre la cara infeliz de la reina-. Una sobrina. De la edad -me miró- de Rach, digamos. Guapa, digamos. Juiciosa, comprensiva y despierta -sonrió-, vaya, digamos que absolutamente tímida.
-¡Acabáramos! -dijo John, encantado-. Dime que es rica, por lo menos.
-Es rica, vaya si lo es -dijo Caballero, asintiendo-. Pero sólo como un ciempiés es rico en alas, o un trébol rico en miel. Es una heredera, Johnny: su fortuna está a salvo, su tío no puede tocarla: pero con una condición extraña. Ella no verá un penique hasta el día en que se case. Si muere soltera, el dinero va a parar a un primo. Si toma un marido -acarició la carta con un dedo blanco-, es más rica que una reina.
-¿Cómo de rica? -dijo Will. No había hablado en todo el rato. Caballero le oyó entonces, alzó la mirada y sostuvo la de Will.
-Diez mil en efectivo —dijo en voz baja-. Cinco mil en fondos.
Un carbón en el fuego hizo paf. John emitió un silbido por entre sus dientes rotos, y Charley Wag ladró. Miré a la señora Sylvester, pero tenía la cabeza gacha y la expresión sombría. Will dio un sorbo de té, meditabundo.
-Apuesto a que el viejo la mantiene cerca, ¿verdad? -dijo, cuando hubo ingerido el sorbo.
-Bastante cerca -dijo Caballero, asintiendo, y se recostó-. Ha sido su secretaria todos estos años; lee para él durante horas seguidas. Creo que apenas se da cuenta de que ella ha crecido y es una señorita. -Esbozó una sonrisa un poco misteriosa-. Pero creo que ella sí lo sabe. En cuanto empiezo a trabajar en los cuadros ella descubre su pasión por la pintura. Quiere lecciones, que yo sea su maestro. Yo soy lo bastante ducho en la materia para darle el pego, y ella, en su inocencia, no distingue un pastel de un cerdo. Pero se instruye, eso sí, con la mayor devoción. Damos una semana de clases: le enseño las líneas, le enseño las sombras. Pasa la segunda semana: pasamos de las sombras al dibujo. La tercera semana: acuarelas rosáceas. La siguiente, la mezcla de los óleos. La quinta...
-¡La quinta, le das un meneo! -dijo John.
Caballero cerró los ojos.
-La quinta semana nuestras clases se suspenden -dijo-. ¿Creéis que una chica así puede estar sentada en un cuarto a solas con un tutor? Hemos tenido sentada a nuestro lado, durante todo este tiempo, a su doncella irlandesa..., tosiendo y poniéndose roja cada vez que mis dedos se acercan demasiado a los de su ama, o mi respiración se vuelve demasiado cálida sobre sus mejillas blancas. Pensé que era una ñoña increíble; resulta que había tenido la escarlatina; en este momento se está muriendo de ella, la pobre bruja. Ahora mi señora no tiene más carabina que el ama de llaves... y el ama está tan atareada que no puede asistir a las lecciones. Las clases, por lo tanto, deben acabar, las pinturas se dejan secar en la paleta. Ahora sólo veo a la señorita en la cena, al lado de su tío; y a veces, si paso por delante de su alcoba, la oigo suspirar.
-Y eso cuando empezabais a entenderos tan bien -dijo Will.
-Exactamente —dijo Caballero—. Exactamente.
-¡Pobre chica! -dijo Lauren. A sus ojos asomaron lágrimas. Lloraba por todo-. ¿Y dice que es una monada? ¿De cara y de figura?
Caballero mostró indiferencia.
-Le alegra la vista a un hombre, supongo -dijo, encogiéndose de hombros. John se rió.
-¡Me gustaría alegrársela a ella!
-Y a mí alegrar la tuya -dijo Caballero, impávido. Luego parpadeó-. Con el puño, me refiero.
Las mejillas de John se ensombrecieron y se puso en pie de un salto.
-¡Atrévete!
Will levantó las manos.
-¡Chicos! ¡Chicos! ¡Ya basta! ¡No tolero esto en presencia de mujeres y niños! John, siéntate y deja de fastidiar. Caballero, nos has prometido contarnos una historia; lo que has contado hasta ahora no son más que perifollos. ¿Dónde está la chica, hijo? Y, más al grano, ¿cómo puede ayudarte Rach a cocinarla?
John dio un puntapié a la pata de la silla y se sentó.Caballero había sacado un paquete de cigarrillos. Aguardamos mientras buscaba una cerilla y la encendía. Observamos en sus ojos la llamarada de azufre. Luego volvió a encorvarse sobre la mesa y tocó las tres cartas depositadas en ella, enderezando sus bordes.
-Quieres la chica -dijo-. Muy bien, aquí la tienes. -Golpeó la reina de a casarme con esa chica y a hacerme con su fortuna. Me propongo robársela a su tío —deslizó la carta hacia un lado- delante de sus mismas barbas. Ya estoy en el buen camino para hacerlo, como ha oído; pero es una chica rara, y no puedo fiarme de ella. Si tomara como doncella nueva a una mujer lista y recia... me dejaría en la ruina. He venido a Londres a comprar una serie de tapas para los álbumes del viejo. Quiero enviar a Rach por delante. Quiero que solicite el puesto de doncella para que luego me ayude a ganármela.
Captó mi mirada. Con una mano pálida seguía jugando ociosamente con el naipe. Ahora bajó la voz.
-Y hay algo más -dijo- para lo que necesitaré la ayuda de Rach. En cuanto me haya casado con la chica, no quiero tenerla encima. Conozco a un hombre que me la quitará de las manos. Tiene una casa donde la guardará. Es un manicomio. La tendrá muy cerca. Cerquísima, quizás... -No terminó la frase, pero giró
la carta y mantuvo el dedo encima del reverso-. Sólo tengo que casarme con ella -dijo- y, como diría Johnny, le daré un meneo por cuestión de la pasta. Luego la llevaré, sin que nadie sospeche, a la puerta del manicomio. ¿Qué hay de malo en esto? ¿No he dicho ya que es medio mema? Pero quiero estar seguro. Necesitaré a Rach para que siga siendo igual de mema, y para convencerla, en su simpleza, del plan.
Dio otra calada de su cigarrillo y, como habían hecho antes, todos volvieron los ojos hacia mí. Es decir, todos menos la señora Sylvester. Había escuchado sin decir nada mientras Caballero hablaba. La había visto verter un poco del té en el platillo, fuera de la taza, y luego secarla y por último alzarla hasta
su boca mientras el relato proseguía. No soportaba el té caliente, decía que le endurecía los labios. Y en verdad no creo que haya conocido a una mujer adulta con labios tan delicados como los
suyos. Ahora, en el silencio, posó la taza y el platillo, sacó su pañuelo y se enjugó la boca. Miró a Caballero y por fin habló:
-¿Por qué Rach entre todas las chicas de Inglaterra? ¿Por qué mi Rach?
-Porque es suya, señora S. -contestó él-. Porque confío en ella; porque es una buena chica, es decir, una chica mala, no demasiado remilgada con los dictados de la ley.
Ella asintió.
-¿Y cómo vas a «repartir el pastel»? -preguntó a continuación.
De nuevo él me miró, pero le habló a ella.
-Recibirá dos mil libras -dijo, alisándose las patillas-, y se llevará todas las ropas y vestidos y joyas que quiera de la muchacha.
Tal era el trato.
Nos lo pensamos.
-¿Qué te parece? -dijo él por fin; esta vez dirigiéndose a mí. Y como no respondí-: Siento decírtelo de sopetón -dijo-, pero ya has visto el poco tiempo con que he tenido que actuar. Tengo que conseguir una chica enseguida. Me gustaría que fueras tú, Rach. Prefiero que seas tú que cualquier otra. Pero si no
puede ser, dímelo rápidamente, ¿quieres?, para que pueda buscar a otra.
-Lo hará Lauren -dijo John, al oír esto-. Lauren fue doncella una vez, ¿verdad, Lau?, para una señora en una mansión de Peckham.
-Que yo recuerde -dijo Will, bebiendo su té-, Lauren perdió el puesto por clavar un alfiler de sombrero en el brazo del ama.
-Era una puerca conmigo -dijo Lauren- y perdí los estribos. Esa chica no parece una bruja. Es una mema, como usted ha dicho. Podría servir a una mema.
-Ha pedido a Rach -dijo la señora Sylvester en voz baja-. Y ella no ha contestado todavía.
Entonces todos volvieron a mirarme, y sus ojos me pusieron nerviosa. Giré la cabeza.
-No sé -dije-. Me parece un plan raro. ¿Ponerme a servir para una señora? ¿Cómo sabré lo que tengo que hacer?
-Podemos enseñarte -dijo Caballero-. Lauren puede hacerlo, ya que conoce el oficio. ¿Es muy difícil? Sólo tienes que estar sentada y sonreír como una tonta, y pasarle las sales a la señora.
-¿Y si ella no me quiere como doncella? -dije-. ¿Por qué iba a quererme?
Pero él ya había pensado en esto. Había pensado en todo. Dijo que tenía intención de hacerme pasar por la hija de la hermana de su antigua niñera, una chica de ciudad que había venido en tiempos duros. Dijo que creía que en ese caso me aceptaría, por complacerle a él.
-Te escribiremos una recomendación -dijo-. La firmará una tal señora Fanny de Bum Street o algo así... No se enterará. Nunca ha estado en sociedad, no distingue Londres de Jerusalén. ¿A quién puede preguntar?
-No lo sé -repetí-. ¿Y si tú no le importas tanto como crees?
Se volvió modesto.
-Bueno -dijo-, creo que a estas alturas se me debe conceder que sé cuándo le gusto a una inexperta.
-¿Y si no le gustas lo suficiente? -preguntó la señora Sylvester- ¿Y si resulta ser otra señorita Bamber o señorita Finch?
La señorita Bamber y la señorita Finch eran dos de las otras herederas a las que había cortejado. Pero él oyó los nombres y resopló.
-Ella no será como ellas, lo sé -dijo-. Aquellas chicas tenían padres, padres ambiciosos, con abogados por todas partes. El tío de esta chica no ve más allá de la última página de su libro. Y sobre eso de que no le gusto suficiente..., bueno, sólo puedo decir lo siguiente: creo que sí.
-¿Lo suficiente para largarse de la casa de su tío?
-Es una casa muy triste para una chica de su edad -contestó él.
-Pero es su edad la que actuará en tu contra -dijo Will. Picoteabas retales de legislación, claro está, en asuntos como aquél-. Hasta los veintiún años necesitará el consentimiento de su tío. Llévatela todo lo aprisa y callado que quieras: él volverá a quitártela. En ese caso, que seas su marido no contará para
nada.
-Pero sí que ella sea mi esposa. Si usted me entiende -dijo Caballero, astutamente.
Lauren parecía in albis. John vio su cara.
-Se refiere al meneo -dijo.
-Estará estropeada -dijo la señora Sylvester- No la querrá nadie.
Lauren estaba más boquiabierta que nunca.
-Da igual -dijo Will, levantando la mano. Y luego, a Caballero-: Es complicado. Más de lo normal.
-No digo que no lo sea. Pero hay que arriesgarse. ¿Qué tenemos que perder? Si no otra cosa, serán unas vacaciones para Rach.
John se rió.
-Unas vacaciones -dijo-. Y tanto. Unas putas vacaciones; larguísimas, si te pescan.
Me mordí el labio. El tenía razón. Pero no era el riesgo lo que me inquietaba. Si eres un ladrón, no puedes estar angustiándote por contingencias, te volverías loco. Lo único era que no estaba segura de que quisiera unas vacaciones. No estaba segura de que quisiera salir fuera del barrio. Un día había
acompañado a la señora Sylvester a visitar a su prima en Bromley y había vuelto de allí con urticaria. Recordaba el campo como tranquilo y extraño, y a la gente de allí como simplones o gitanos. ¿Qué tal resultaría vivir con una mema? No sería como Lauren, que estaba solamente un poco tocada y sólo algunas veces era violenta. La otra chica podría enloquecer. Podría intentar estrangularme, y no habría nadie en kilómetros a la redonda que me oyese gritar. Los gitanos no me ayudarían, iban siempre a lo suyo. Todo el mundo sabe que un gitano no cruzaría la calle para escupirte si estuvieras en llamas. Dije:
-¿Cómo es esa chica? Has dicho que es rarilla de sesera.
-Rara no -dijo Caballero-. Yo diría que sólo fantasiosa. Es inocente, natural. La han tenido apartada del mundo. Es huérfana, como tú; pero tú tuviste a la señora Sylvester para espabilarte, y ella no ha tenido a nadie.
Lauren le miró en ese momento. Su madre había sido una alcohólica y había muerto ahogada en el río. Su padre le pegaba. Su hermana murió de una paliza que él le propinó. Dijo en un susurro:
-¿No es una maldad horrible, Caballero, lo que piensa hacer?
No creo que ninguno de nosotros hubiera pensando en esto antes de que ella lo dijera. Ahora lo había dicho, y miré alrededor, y nadie quería encontrar mi mirada. En eso Caballero se rió.
-¿Maldad? -dijo-. Vaya, bendita tú, Lauren, ¡pues claro que es una maldad! Pero lo es por una cuestión de quince mil libras, ¡ah!, y es una cuestión bonita, lo mires como lo mires. Y, además, ¿tú crees que ese dinero, cuando lo amasaron, fue un dinero ganado honradamente? ¡Ni lo sueñes! Nunca es así. Las
familias como la suya lo consiguen con la espalda de los pobres..., veinte espaldas rotas por cada chelín ganado. Habrás oído hablar de Robin Hood, ¿no?
-¡Que si he oído! -dijo ella.
-Pues Rach y yo seremos como él: robaremos el oro de los ricos y lo devolveremos a los pobres de donde procede.
John torció el labio.
-Mariconcete -dijo-. Robin Hood fue un héroe, un hombre de cera. ¿Devolver el dinero a los pobres? ¿Cuáles son tus pobres? Si quieres robar a una mujer, vete a robarle a tu madre.
-¿Mi madre? -contestó Caballero, sonrojándose-. ¿Qué tiene que ver mi madre con esto? ¡Que la cuelguen! -Captó la mirada de la señora Sylvester y se dirigió a mí-. Oh, Rach -dijo-. Te pido perdón.
-Está bien -dije, velozmente. Y miré a la mesa, y de nuevo todos se callaron. Quizás estuvieran pensando, como hacían los días de ahorcamiento, «¿No es una valiente?». Confié en que así fuera. Y también en que no lo pensaran: porque, como he dicho, yo nunca he sido valiente, pero la gente ha creído que lo soy, durante diecisiete años. Y allí estaba Caballero, que necesitaba una chica audaz y que había recorrido setenta kilómetros, según había dicho, con aquel clima frío y resbaloso, para venir a
verme. Levanté la vista hacia él.
-Dos mil libras, Rach -dijo en voz baja.
-Eso da mucho brillo, desde luego -dijo Will.
-¡Y todos esos vestidos y joyas! -dijo Lauren-. ¡Oh, Rach! ¡Estarías guapísima con ellos!
-Parecerías una damisela -dijo la señora Sylvester, y yo la oí, y capté su mirada y supe que me estaba mirando, tal como había hecho tantas veces, y que estaba viendo, por detrás de mi cara, la de mi madre. Tu fortuna no está hecha todavíay casi la oía decir. Tu fortuna no está hecha todavía. Ni la tuya, Rach, ni la nuestra con ella...
Y al fin y al cabo había estado en lo cierto. Allí estaba mi fortuna, salida de la nada..., que al fin llegaba. ¿Quién lo hubiera dicho? Miré otra vez a Caballero. El corazón me latía fuertemente, como un martillo en el pecho. Dije:
-De acuerdo. Lo haré. Pero por tres mil libras, no por dos mil. Y si la señora no me quiere y me manda a casa, quiero cien libras de todos modos, por la molestia de intentarlo.
Caballero dudó, pensándolo. Por supuesto, era una pamema. Al cabo de un segundo sonrió, me tendió la mano y yo le di la mía. Me apretó los dedos y se rió. John se enfurruñó.
-Te apuesto diez a uno a que vuelve llorando dentro de una semana -dijo.
-Volveré vestida con un vestido de terciopelo -contesté-. Con guantes hasta aquí y un sombrero con velo, y una bolsa llena de monedas de plata. Y tú tendrás que llamarme señorita. ¿Verdad que sí, señora Sylvester?
John escupió.
-¡Me cortaría la lengua antes de hacer eso!
-¡Te la cortaré yo antes! -dije.
Hablé como una niña. ¡Era una niña! Quizás la señora Sylvester lo estaba pensando también. Porque no dijo nada, sino que se quedó sentada mirándome, con una mano en su labio blando. Sonrió, pero su cara parecía acongojada. Yo casi habría dicho que tenía miedo. Tal vez lo tuviese. O quizás sólo lo pienso ahora, cuando sé las cosas aciagas y terribles que habrían de ocurrir.
