-23 de Diciembre, miércoles. Año 2013.-
El ciclo volvía a empezar.
Ya estaba todo preparado, otra vez. Otra persona había sido elegida. Otro juego iba a comenzar. Todo el mundo estaba en sus posiciones.
La élite estaba preparada para pasar a la acción otra semana. Y sin dejar rastro, como llevaban haciendo durante ese mes.
La señal había encontrado otro dueño.
El Jefe esbozó una enorme sonrisa bajo el gran sombrero de copa. Agitó levemente el vino que estaba bebiendo, y miró a todos los presentes en la sala, uno a uno.
-Bien, chicos, el radar ha dado la señal. El día será mañana. Sois libres de elegir la hora a la que actuaréis. Pero recordad que sólo tenéis 24 horas -tomó un sorbo del vino tinto y, tras humedecerse los labios con la lengua, disfrutando del sabor que la bebida dejaba en éstos, prosiguió-. Quiero espectáculo. Espero no llevarme una decepción.
Las seis personas presentes se arrodillaron levemente, sin atreverse a mirar al hombre menudo que se encontraba sentado en el austero trono del gran salón. El último de la derecha lanzó una mirada calculadora a sus compañeros. Todos mantenían la mirada fija en el suelo, con una expresión fría como el metal. Estaban tan experimentados; habían comenzado a matar mucho antes que él. Sobre todo porque fácilmente doblaban su edad. A excepción del chico de su derecha, que compartía su mismo número de años.
-Podéis retiraros -concluyó el trono.
-Sí, señor -respondieron todos al unísono, con voz queda pero firme.
Sin una palabra entre ellos, se levantaron y se dirigieron al gran portón que daba a la salida, cuando el Jefe llamó a uno de sus hombres.
-Seis -el joven aludido se cruzó con su mirada imponente, y se sintió un tanto sobrecogido-, ven un momento.
Alojando sus manos en la chaqueta amarilla y negra, se dirigió con pasos pesados hacia el trono.
-¿Sí? -volvió a hincarse de rodillas, pero el sombrero de copa le indicó que se levantara.
-Esta es tu tercera misión. ¿Crees que podrás tomar parte en esta ocasión?
Un brillo malicioso cruzó las pupilas del chico. Luciendo la más extraña y puntiaguda sonrisa, dijo:
-No le quepa la menor duda.
El Jefe sonrió.
-De acuerdo; confío en tus dotes como asesino.
-Eso me honra sobremanera, Señor.
-Oh, vamos -el vino desapareció como un suspiro de la copa, y el Jefe se vio reflejado en el cristal; su nariz no parecía tan puntiaguda desde esa perspectiva-, déjate de formalidades. Somos como de la familia, ¿no?
-Tiene razón -admitió el chico-, Mosquito-sama.
Era verdad. El Jefe fue quien le enseñó el gusto de sentir la sangre de otros sobre tus manos. Fue el que comenzó a abrir el boquete de su mente en el que ahora se alojaba el ansia de matar.
Él había adoptado al chico hace más de cinco años atrás, cuando sus padres murieron en un accidente de avión del que él salió ileso.
Bueno, ileso, si no hablamos de la cabeza.
-Corre, márchate -le apremió, rellenando su copa-. Era sólo eso.
El chico hizo una leve reverencia, y salió de la habitación. Afuera, en el pasillo, varios espejos ornamentados con marcos exquisitos flanqueaban el paso. Se vio reflejado en varios de ellos; su corta y desordenada melena blanca, y sus ojos tintados del color de lo que le producía un morbo insaciable: sangre.
Se sacudió el pelo y continuó su camino. Arrebujándose en su chaqueta, salió a la calle nevada de diciembre, echando varias miradas furtivas a cualquiera que pudiera aparecer en el oscuro callejón.
Debía ponerse en marcha.
Todos lo habían hecho ya.
Maka suspiró de nuevo, exasperada. Mañana era Nochebuena. Qué bien. ¿Por qué tenía ella que ir a la estúpida fiesta de la empresa de su padre?
Y, encima él había insistido en comprarle algo bonito para la ocasión.
-Mira, Maka-chan -canturreó, sosteniendo una falda con volantes-, ¿te gusta esta?
-No, no quiero comprarme nada nuevo para esa estúpida fiesta -farfulló.
-Oh, vamos, hijita, no seas así -Spirit rebuscó de nuevo entre perchas, y sacó un abrigo largo precioso- ¿y este?
Maka se cruzó de brazos y le dio la espalda a su padre, el cual se desplomó sobre sus rodillas, rendido.
¿Por qué debía de haber heredado el carácter de su madre?
.
La noche se adueñó del cielo en Death City. Maka caminaba con prisa, dejando atrás a Spirit, y él trataba de acanzarla sin perder el equilibrio entre tantas bolsas llenas de cosas que, en realidad, no necesitaba.
-Pues al final no te has llevado nada... -Suspiró él-. ¿Qué pretendes ponerte?
-Cualquier cosa; no me interesa lo que piensen de mis pintas -cortó la joven, sacando las llaves de la casa y abriendo la puerta de un golpe.
Encendió la luz y soltó su larga chaqueta negra sobre el brazo del sofá. Cogió un libro que había sobre la mesita del salón y se desplomó, agotada de haber recorrido al completo el Death Mall en una tarde. Relajó los hombros y comenzó a leer.
Su padre soltó las bolsas sobre la mesa del comedor, y se secó el sudor de la frente con la manga. Forzando una sonrisa para su hija, le dijo:
-Voy a ver el correo, Maka-chi.
-¡No me llames Maka-chi! -Gritó, enervada. Lo odiaba, odiaba ese maldito mote asqueroso.
-Sí... Sí... -se disculpaba Spirit, huyendo discretamente por la puerta.
Maka dejó caer el libro sobre su cara. ¿Qué habría hecho en la otra vida para merecer esto ahora? Quería independizarse, cuanto antes mejor. Y casi lo conseguía en una ocasión, pero el chico con el que iba a compartir los gastos... Digamos que desapareció de la faz de la Tierra después del percance de alguien de su familia, o algo.
La verdad, no le interesaba.
Su padre volvió, y parecía estar hasta más cargado que antes de volver del centro comercial. Un enorme paquete apenas le dejaba ver dónde pisaba.
-Maaakaaa, esto es para ti... ¡Auch!
El paquete se le había escurrido a Spirit de las manos, y sus pies lo habían pagado caro. Maka le ayudó a mover el paquete, y él fue corriendo -o más bien cojeando- a por algo de hielo para sus doloridos dedos pulgares de los pies.
"¿De quién es esto?", se preguntó, y su pregunta se vio resuelta momentos después, en el reverso del paquete.
Maka sonrió vagamente.
-Mamá...
Era el paquete de Navidad de su madre. El correo esta vez había sido muy rápido con la entrega, se dijo.
Acudió a por un cúter y empezó a desembalar en gran paquete. Su padre regresó de la cocina, ya con el hielo, y contempló cómo su hija desgarraba con gran maestría la cinta americana del regalo.
-Qué, tú no ayudas, ¿no? -Le reprendió.
Su padre acudió de inmediato a su lado, disculpándose sin parar. "Es tan rídiculo", pensaba Maka cada vez que reaccionaba así.
Por fin, consiguieron abrir el paquete. Para sorpresa de la chica, lo primero que vio fue una carta firmada por su madre. El mensaje que decía era el más simple: Feliz Navidad. Te quiere, Mamá.
Maka se sonrió. Le encantaban los regalos de su madre. Siempre eran algo exótico, del país que estaba visitando ese año.
Pero de la caja salió algo inesperado.
Maka lo alzó con las dos manos, mirándolo sin acabar de creérselo del todo. Su padre frunció el cejo.
-¿Pero cómo puede pesar tanto la caja? ¿Acaso hay algo más...?
Spirit se derrumbó. Bajo la gruesa capa de corcho blanco que protegía el regalo, había una capa de piedras.
-Maldita Kami... -Susurró por lo bajo, apretando los puños, y con las venas de la frente bastante hinchadas.
Pero Maka no estaba escuchando. Admiraba el precioso vestido rojo que su madre le había enviado. Se levantó y se lo aferró al cuerpo; era justo de su talla. Cómo no, Kami siempre acertaba.
-Voy a probármelo -dijo, y desapareció por el pasillo que llevaba a su habitación.
-¡Espera, Maka-chan! ¡Hay que aclarar lo del vestuario de mañana! Será una fiesta prestigiosa, y...
-Me pondré esto -gritó desde el pasillo, con una sonrisa en el rostro. Su padre no discutió más.
En su cuarto, el espejo de cuerpo entero reflejaba a una Maka completamente radiante y preciosa, enfundada en aquel vestido escarlata rígido, de falda abombada, que llegaba hasta la mitad del muslo. Abrió su caja de complementos, y sacó dos lazos rojos. Serían la guinda del pastel.
La idea de acudir a aquella fiesta no se le hizo tan pesada de repente. Le hacía ilusión estrenar el vestido de su madre. Y además, era Nochebuena, no podía amargarse. Y el color rojo le favorecía mucho.
Giró varias veces sobre sí misma, sonriendo juguetonamente. Era como una cerecita andante.
Se cambió de nuevo y, tras echarle una última mirada animada a la prenda, salió de su cuarto.
El vestido se quedó allí, bajo la luz de la luna que traspasaba limpiamente la ventana, sobre la cama de la chica.
Brillando como lo que pronto lo empaparía: la sangre.
