Severus Snape se sentó en la cama flotante, en ese tugurio de Knockturn. No sabía la hora. A su costado, por la alta ventana, en el cielo de ozono quebrado pasaban volando los ciclobuses contra miles de ventanas de edificios, que dejaban ver una franja del cielo, rojizo y de sol opaco, por lo que deberían ser la de la noche. La fecha probablemente era marzo 26. El día de la semana no importaba. Todos eran igual de malos.

A oscuras, excepto por la luz sobre la cama y el brillo de la pantalla en nieve enfrente, trató de repasar.

Había parlamentado con Lucius, lo que significaba que casi se mataron en los históricos recintos de Malfoy Manor. Luego de dejar temas en claro, vino a este Dormitorio a descansar un poco, pasadas dos noches sin dormir.

La semioscuridad de la habitación era fría. Calculó que descansó unas tres horas. Se enderezó lentamente, para relajar el cuello. Cada que pasaba tiempo en una misma posición le venían dolores. Los médicos le explicaban que no tenía nada, sino que el recuerdo de su herida activaba en su cerebro, la señal de dolor.

Rumió. Era culpa de la estúpida Nagini. Por ella le quedó ese malestar de cuello, aunque era afortunado de tener cuello que le doliera. La dentellada del engendro le costó injertos de piel, tendones, músculos y huesos. La muy maldita había sido uno de esos archivos donde Voldemort conservó su información genética. Retorcido. En los años de guerra los había jodido bien. Sólo porque el idiota de Tom se equivocó como siempre y sin querer transfirió parte de su información a Potter, se le pudo matar.

Ahora nadie trataba de fragmentarse y menos deseaba vivir para siempre.

Snape alzó la cabeza, haciéndose hacia atrás el medianamente largo cabello negro. Otra noche de felicidad, se dijo.

Se puso en pie, revisándose. Llevaba su ropa negra y la capa del mismo color. Verificó las botas. Metió una mano al saco, para revisar que llevaba la varita.

En el Dormitorio no había mucho ruido, pero al salir a Knockturn fue otra historia: La noche cayó de golpe. El frío, la ventisca, el murmullo constante de vehículos aéreos y personas en las calles, oscurecidas pese a la luz en los edificios, nunca se detenía.

Caminó por Black Street, abriéndose paso entre la gente en la gran y densa ciudad. Knockturn había evolucionado desde hacía un siglo, volviéndose centro de entretenimiento, guarida de traficantes, magos oscuros, refugio de muggles y squibbs en desgracia, sin olvidar a los mortífagos prófugos. La prosperidad de Knockturn como zona de tráfico de objetos mágicos oscuros, más otros productos insanos, le dio impulso hasta crecer como ciudad.

Al dar vuelta en una esquina, sobre la Avenida Diagon, que conducía a la frontera de Charing Cross, Snape se encontró con uno de los retenes de aurores, que controlaban la vía desde lo alto de vehículos, varitas en mano. Otros pasaban enormes Lumos por zonas de la avenida. Ceñudos, verificaban la identidad de los transeúntes, además de leer las mentes de cada uno.

Un auror lo identificó y dejó pasar. Snape habría preferido evitarse el atasco del retén, pero era un control ambulante y desde el Ministerio se detectaban cambios de ruta en transeúntes para no pasar por la verificación, lo que se tomaba como confesión de culpa. La que fuera. Azkabán estaba llena de ilusos que por evitarse dos calles, se ganaron veinte años en prisión.

Avanzó bajo los anuncios luminosos espectaculares y en tercera dimensión en los edificios altos, algunos de éstos, conectados por puentes.

Escuchó un bip. Un movimiento de ojos con intención activó en su campo visual un pequeño cuadro, abajo a la derecha. El chip de colágena en el cerebro permitía llevar las comunicaciones en el propio cuerpo.

Atendiendo a la calle tumultuosa, escuchó el mensaje y de reojo vio las pequeñas letras:

DUMBLEDORE, ALBUS — CITA EN EL CASTILLO DE HOGWARTS – 8PM

Así que el Viejo deseaba hablar con él, se dijo Snape, borrando la pantalla con un pestañeo. ¿No tendría deseos de descansar en paz?

Con agilidad impresionante para otros por lo rápido y sencillo del movimiento, Snape al siguiente instante apuntaba con la varita a un sujeto, que se detuvo con una mano dentro del saco.

Los transeúntes se apartaron sin poner atención. Aquello no era su problema.

Snape reconoció melena y bigote: Sirius Black. No el Sirius, por supuesto, sino una copia. Tan bien hecha que tenía sus pedanterías. Bien visto no era tan malo. Malo fue el clon de Lupin, que seguía infectado con el virus de la hipertricosis.

Snape encaró a Sirius con gesto de haber sido importunado, y preguntó:

—¿Quieres tiempo para decir tus oraciones o te mando a la mierda de una vez?

Sirius sacó lentamente del saco, la mano vacía. No pudo tomar el arma. Aunque abundaban copias de las varitas y armas inspiradas en ellas, las varitas solo funcionaban con los magos.

—Mejor hablemos, Severus –asintió, conciliador.

Sorpresivamente, Sirius apartó la mano de Snape de un manotazo y sacó su propia varita.

Snape le dio tiempo de desenfundar. Pero antes que Sirius lograra apuntarle, volvió a alzar el brazo. De la Ollivanders negra brotó un rayo quebrado.

El golpe lanzó a Sirius atrás, a varios metros de distancia, haciéndolo caer estrepitosamente entre contenedores de desechos químicos de los apartamentos. Su grito fue estrujante.

—¡Severus... -le costó balbucear- creo que me rompí la espalda...!

—Que te clonen el trasero otra vez –comentó Snape, alejándose.

Guardó la varita y se detuvo en una esquina de tránsito lento. Bastó con pensar para marcar un número y escuchar la voz conocida, excitante para él.

Granger, Hermione –respondió una voz cansina.

—Como si no supiera quién eres.

Granger, de pie en un cuadrado liso de varios metros cuadrados, caminaba aparentemente sin sentido, en su habitación por lo demás a oscuras y desordenada.

Cama y escritorio eran un desastre. Lo único impecable era esa área que en sus controles tenía llaves de cuerda, incrustaciones de falso carey, interruptores, bulbos, cables, tubos parecidos al plomo, donde Hermione pasaba horas de la noche.

—¿Qué ocurre, Severus? –preguntó, atenta a lo que veía.

Trabajo.

—¿Y no podías enviarme la información?

Me gusta escuchar tu voz. Es grave, como la mía.

Su chip la hacía ver, en torno a ella, un paisaje medieval con guerreros y reyes. La castaña se movía observando la escena desde diferentes ángulos. Por costumbre todavía se llamaba a eso "ver una película".

Podía pasar horas así, sin ver a nadie, sin hablar con nadie. Incluso las películas tenían escenas y mundos anexos por donde podías ir en lo que transcurría la acción principal, y volver a ésta con un rewind. Podías escuchar las noticias de lo que estaba pasando con los personajes principales, si estabas cerca. También se podía interactuar con los habitantes de esas ciudades virtuales. De hallar ambientes interesantes, había quienes veían sólo una película por el resto de sus vidas.

Cuando no tenía misión, ni veía a Snape, se enfrascaba en la película, con la que llevaba tres meses e iba apenas a la mitad. Le hallaba el gusto a distraerse desde que vino a vivir a Knockturn City. Divorciada de Ron hacía dos años por hallarlo en la cama con Parvati (la muy maldita llevaba meses jugado), lo alternaba con el trabajo. Agente de la Brigada Inquisitoria al igual que Snape (él la ingresó, y no eran simples aurores, que se sepa bien), laboraba por comisiones. La paga le permitía mantenerse por largos lapsos. Ningún lujo. Solo el ordenador neuronal.

Se movió por el rectángulo, como evitando esquinas y ocultándose en resquicios. Pensaba. Severus. La necesitaba para un trabajo. Chocaban, pero hacían buena mancuerna. Y tenían un sexo fenomenal.

—No me digas –comentó ella—. Es Dumbledore.

En efecto, otra vez. Creo que le gustas.

—No, a él le gusta Draco.

¿Quieres participar conmigo?

—Qué preguntas, Murciélago.

Granger corría por un túnel en pos del protagonista. Lo de Ron no le dolía tanto, excepto el orgullo. Las bofetadas a Parvati fueron por cuestión de autoridad. De hecho, descubrirlos la alivió.

Hermione había engañado a Ron. Es que el tipo... ni para atrás, ni para adelante, vamos, si saben a lo que me refiero. En cambio Snape era agua, no sudor filtrado como Weasley. Y Snape estaba loco por ella. El sexo era fenomenal. Esto ya se había dicho, pero es que era fenomenal.

—¿Vamos a repasar sus clases aburridas, profesor?

Recuerdo que te gustaba –respondió y cerró.

Ella parpadeó. La película desapareció de su pantalla visual –los chips de colágena en el cerebro se conectaban al ordenador—, y obtuvo los datos de la cita. Al pensar en ver a Snape sintió de nuevo el ramalazo del deseo. Aunque esta llamada era de trabajo. Sabía que él estaba en lo mismo.

Así fue como empezaron. Él la llamo para invitarla a ingresar en la Brigada Inquisitorial. A Snape nunca le gustó el puesto de auror, del que opinaba era ser porteros de edificio por el uniforme y cuando mucho no pasaban de ser cazadores de perros y agentes de tránsito. Vivían de la fama del pasado.

Trabajando juntos en la Brigada, al cabo de una o dos misiones terminaron en la cama. Se gustaban desde que ella era su alumna, pero a la muerte del Innombrable, Granger cometió el Erron. O sea, el ErRon: casarse con el Weasley. Acabaron viviendo en La Madriguera, en una rutina espantosa.

Snape la salvó de cocinar y pasarla sentada en la sala de la casa. Su mancuerna en la Brigada no le terminaba de aclarar si la llamó para quitársela a Weasley. Hermione sospechaba que sí. Seguramente Snape renunció a ella por ser lo correcto y al cabo de un tiempo él se preguntó por qué debía dejársela al pelirrojo tragón. Una vez juntos no les fue difícil embrollarse. Granger llevaba un año acostándose con Snape cuando se enteró de lo de Ron. Se hizo la enojada, pero casi manda flores a la Parvati y hace ofrendas al dios Shiva.

Con Snape era bastante tormentoso. Habían intentado dejarse varias veces. Algunas rupturas por ira y otras dramáticas y otras civilizadas. Al final, se llamaban por el neurófono:

—Quiero verte.

Acabamos de terminar.

—A las siete.

A las seis.

—De acuerdo.

El diálogo era intercambiable.

Una de esas rupturas especialmente violenta fue un día antes de toparse en el elevador del Ministerio y acto seguido.

Punto. Bueno. Dos actos seguidos.

Hermione se calzó los pantalones, las botas, la blusa de cuello cerrado, y comprobó que llevaba la Olivanders en la funda del costado, bajo la chamarra negra de neopiel. Bajó a la calle luminosa –estaba a dos cuadrantes de donde andaba Snape.

Poco más tarde se encontraban en un elevado balcón, dominando los edificios altísimos. En ese piso 200 no era de noche, sino que se alcanzaba a ver el ocaso del sol opaco entre franjas de nubes sangre, un disco que no deslumbraba y esparcía su luz sobre las montañas.

Snape tomó a Hermione de la cintura con ambas manos y la apretó contra él, dándose un beso prolongado y sediento, contra el horizonte rojo.

—Debemos vernos más seguido –sonrió él, malicioso.

Ella asintió, acalorada.

Se dieron otro beso largo.

Poco después, apoyados en la baranda, observaban la lejanía.

—Así que de nuevo Dumbledore -asintió Hermione- ¿Es por lo mismo?

—Intuyo que sí. Potter se está volviendo un problema.

—¿Nunca has pensado que un día no saldremos de una de éstas?

—Mataré a quien quiera separarnos.

Allá, al fondo, se distinguía la silueta de una construcción con pico y torres: el castillo de Hogwarts.