Entre las brumas de un sueño.
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El investigador abrió los ojos con pesadez, girando sobre su espalda, se llevo las manos al rostro. Los vestigios del sueño se resistían a abandonar sus pensamientos.
Una vez más se había repetido la misma escena. Aquella donde estaba él, en un lugar que jamás había visitado, rodeado de luz. Un bello páramo, bordeado de árboles y el cristalino cielo por todo lo ancho y largo. Él iba ataviado con sus mejores prendas que consistían en un traje de dos piezas color de la noche, camisa blanca y una corbata larga a juego, se hacía un poco de sombra con las manos a fin de poder observar mejor el firmamento. Pese a la belleza del escenario, su corazón no tenía sosiego, más bien todo lo contrario, ese cielo le recordaba a alguien, una persona que se había marchado y que no sabía si es que en el algún momento, volvería a ver.
Luego de soltar un audible suspiro dirigía su mirada a las manos crispadas, en la izquierda no había nada pero en la derecha aparecía una pluma, blanca y suave.
Él la apretaba como si su vida dependiera de ello y es que hecho. Lo hacía.
En la realidad, en la aún calidez de su alborotada cama, ambas manos estaban vacías, el cuerpo semidesnudo, tenía por costumbre dormir únicamente con los calzoncillos y en algunos casos, húmedos y hambrientos se desprendía de la inútil prenda para hacer laceras con su cuerpo. No era un acto de lo más encomiable, pero al tratarse él, de un hombre de la mediana edad, consumido por su trabajo, alejado tanto de familiares como de amigos, con los archivos de infinidad de casos sin resolver como únicos compañeros, era lo mejor que se podía hacer.
Gregory Lestrade, le había sugerido decenas de veces que lo acompañara a las barras del bar, él siempre se conseguía compañía ahí, nada formal, ninguna dama que se llegara a repetir, puesto que él tenía el corazón partido, producto de un matrimonio acabado y de una mujer, que no había sabido ver algo más que el dinero en él. Siempre rechazaba sus invitaciones, en ultimas instancias se las había repetido a su hermano y Mycroft Holmes había aceptado.
Él, entrometido como es, había visto algo diferente en el comportamiento de ambos, estaba dispuesto a apostar el baúl lleno de memorias de su bien amado padre a que esos dos se habían enredado. No era algo demasiado difícil de averiguar si tomabas en consideración que su hermano siempre había tenido debilidad por los corazones fragmentados y que de ambos sexos, el masculino, era su favorito.
No era culpa suya, ni de sus padres de hecho. Ambos habían pasado toda su formación estudiantil en internados para caballeros, aprendieron a besar ahí, a tocar ahí, a descubrir la piel, entre sábanas ásperas y prendas poco más que inadecuadas.
Un nuevo suspiro escapa de sus labios ahora, se sienta en la cama permitiendo que las primeras luces del alba recorran su torso desnudo, los cabellos aparecen alborotados, carentes de luz, al igual que el rostro.
Hacía años que no pensaba en él. No en su hermano, claro está. El entrometido de Mycroft se pasaba por su piso al menos una vez al mes, pero desde que su padre legalmente murió, sus visitas se habían vuelto cada vez más frecuentes y aquello resultaba en que la mayoría de las veces ninguno de los dos tenía nada más que decir.
La división de vienes se hizo de la siguiente manera: Sherlock, conservó los diarios, investigaciones, todas las memorias del experimentado explorador de mundos Jeremiah Holmes, y por su parte, Mycroft heredó la finca que era donde su padre vivió, hasta que la ultima expedición le arrebató la vida.
No encontraron su cuerpo, pese a las millonarias cantidades de dinero destinadas a ello, el resultado siempre fue el mismo y como habían pasado diez años de eso, los abogados decidieron que era el momento de darlo legalmente por muerto.
La ceremonia fue breve, únicamente los interesados legales y algunos empresarios que habían conocido a su padre y admiraban tanto su labor como descubrimientos. Jeremiah, era un soñador, quizá por eso su hermano y él jamás lo entendieron. Siempre fuera de casa, "persiguiendo sueños" su madre falleció presa de una enfermedad al décimo tercer año de matrimonio, que era cuando Mycroft tenía esa edad y él apenas tres.
Ambos se quedaron con Jeremiah, aunque no es como si hubiera habido alguna diferencia de haberse quedado con algún otro familiar, pues como dijo, tan pronto cumplió los seis, paso los siguientes veinte años de vida, de internado en internado hasta que se graduó.
El hombre a que hacía referencia, poco antes de perder el hilo de sus pensamientos, era su apuesto y ávido amante, Víctor Trevor, fueron compañeros de instituto desde los doce y se habían convertido en pareja cerca de los veinte, aunque antes de eso, Trevor ya lo había besado, y él lo había dejado.
Se sentía seguro a su lado, además de intrépido y arrebatado.
"Tu cabello Sherlock, es tan negro e imposible, como la luz de tus ojos, déjame ver tus ojos, desde el momento en que sale el sol, hasta que te ocultes entre las mantas".
Trevor era investigador al igual que él, de hecho durante los primeros años de su educación ambos se habían metido en infinidad de problemas pues siempre se tomaban a reto personal, el descubrir el origen de todas las irregularidades que pudiera haber dentro del internado: Desvío de fondos, "desaparición de profesores", asignación de materias, material para talleres y laboratorios, todo eso lo persiguieron y para no verse delatados, se escondían en los lugares menos apropiados.
Al ser jóvenes cabían con facilidad dentro del cubículo del conserje, detrás de las estanterías, e inclusive dentro de los lockers, pero al ir ganando corpulencia y edad, esos escondrijos se volvían cada vez más asfixiantes e intensos.
Lo supieron el día en que corrían por los pasillos seguidos de cerca por el gran bravucón de la escuela: Nathan Owens; los odiaba, no solo porque ambos eran los mejores de todas las asignaturas, sino porque habían descubierto que tomaba esteroides y eso le había arrebatado los títulos de capitán del equipo de criquet, además de la beca con que se sostenía a duras penas para seguir estudiando en la institución.
Le ganaron distancia en un nuevo pasillo y asumieron que los buscaría escaleras abajo, no había demasiadas opciones: los lockers, o los baños, en cualquiera de tos casos, los arrastraría fuera y golpearía hasta abrirles heridas, él ya se estaba haciendo a la idea de probar su sangre en los labios cuando Víctor lo tomó del brazo y lo metió en el almacén de suministros médicos.
—¿Qué crees que…? —había vociferado él, pero Víctor lo acorraló contra la pared y le puso una de las manos sobre los labios.
—No hables. —y obedeció, con el corazón acelerado y las mejillas incendiadas. —el espacio era reducido, apenas si cabían los estantes llenos de medicamentos y de hecho él no sabía cómo es que Trevor tenía idea de que la puerta estaría abierta. Le echó el pestillo y ambos aguantaron la respiración cuando escucharon los pasos de Owens acompañado como debía ser, del resto de integrantes de su equipo. Unos subieron, otros bajaron, él soltó el aire sin ser consciente de que Víctor, no estaba viendo sus ojos, o cabellos como acostumbraba hacer, sino que su atención estaba en sus pantalones. La persecución lo había excitado, el peligro, la adrenalina, esas cosas siempre producían todo tipo de reacciones en él, aunque no estaba totalmente seguro del por qué.
Trevor susurró algo. —¿Te gusta? —y él había vuelto a decir que si. —el peligro, Dios sabe cómo amaba el peligro, pero Vic, lo había interpretado, como que lo que le gustaba era estar, apretujado contra él. Colocó una mano sobre su miembro apenas erguido y presionó, él soltó un suave jadeo, Trevor lo silenció, comenzó a masturbarlo sobre las prendas blancas del internado y él todo lo que atinó a hacer, fue buscar un buen punto de apoyo, para no dejarse caer, cuando la presión a que lo sometía llevo a su sexo a estar totalmente duro y erecto, Trevor le arrebató la prenda. Él cerró los ojos, y soltó el aire de los pulmones, algunas cajas de medicamento, algodón, gasas, ni siquiera sabía el qué, cayeron con un sonido hueco al suelo, no quería ver, no quería pensar, tan solo deseaba sentir y como descubrió segundos después, no era el único que quería eso.
—Mírame…—demandó aquel, y él obedeció. —Víctor también había abierto sus pantalones y avivado su sexo, lo encontró frente a él, cálido, palpitante y también, enorme.
Se miraron el uno al otro, lo correcto sería decir que de devoraron con los ojos, hasta que una mano suya, se atrevió a tocar al contrario, la palpitación de su miembro, el temblor de sus manos, el sudor de ambos. Se masturbaron, en aquel reducido espacio, sin pedir permiso, objetar, o hacer otra cosa que no fuera jadear, para asfixiar sus alientos se besaron, no como antes, que habían probado sus labios superficialmente en pos de aprender un poco más del otro, buscando reforzar el lazo que los unía como algo más allá de hermanos, pero sin rebasar los límites de la cordialidad y el respeto.
Sus ojos fijos en él, Sherlock no se permitió ver otra cosa más allá de la oscuridad de sus ojos, mientras Víctor lo lastimaba, pues friccionaba sus manos sobre su miembro de manera bestial. Él consideró que el dolor sólo podría ser el preludio a infinitas olas de placer y no se equivocó. El primero en venirse fue él, nunca antes lo había hecho y aquello se tradujo en un maldito desastre: las ropas estropeadas, el corazón acelerado, las mejillas incendiadas, no consiguió que Víctor se corriera, su amigo se encargó por sí mismo de su problema, usando sus manos e instándolo a él a mirarlo. Verlo tocarse, con las manos aún húmedas de su semen, lo había vuelto a excitar, quería volver a sentir sus manos en él, y tener las suyas en su piel, pero tenían que salir de ahí antes de que los descubrieran.
Los expulsarían, lo cual no le importaba en lo más mínimo pues su coeficiente intelectual estaba por encima del promedio, pero si los separaban. En este momento de la vida, y habiendo hecho, lo que habían hecho.
Si los separaban, él sentiría que su mundo se derrumbaba.
Víctor se corrió a un nuevo tirón de sus manos, dejó su propio desastre sobre sus prendas y piel expuesta, poco después ambos se recompusieron. Eran finales de año, la mayoría de chicos volvería a casa, pero ellos no puesto que no tenían quien los recibiera en casa.
Víctor era hijo único, él no, pero Mycroft se encargaba de conseguirse trabajos de tiempo completo todos los años y su padre de embarcarse en expediciones por Francia, Alemania e Irlanda.
Sin nadie que lo intuyera, su relación se volvió sexual a lo largo de todo el invierno. Tenían actividades escolares naturalmente, talleres, deportes, él había sido especialmente bueno en las luchas cuerpo a cuerpo, lo de Trevor era la esgrima y también, la química.
Le llevó los siguientes tres meses, caer en la cuenta de que, si su novio había sabido que la puerta de suministros médicos estaba abierta, era porque él, la había dejado así. Paso a formar parte de la cadena estudiantil que traficaba sustancias tóxicas y cuando lo enfrentó, ni siquiera lo negó.
—¿Qué querías que hiciera, Sherlock? Todo es tan fácil para ti, pero no todos somos tú, yo necesito "esto" —y al decirlo hizo énfasis en la bolsa transparente con algo parecido al azúcar en su interior. —Lo necesito para poder estar junto a ti.
—No lo entiendo…—respondió él. A pesar de tener diecinueve años, Trevor seguía fascinándose por su ingenuidad e inocencia.
—Para correr junto a ti, bobo. Para poder estudiar a tu nivel yo necesito estas cosas.
—¿Quieres decir, que es por mi, que te "jodes" la vida?
—Por los dos… —Trevor lo había besado de nuevo y además de eso, lo había convencido de probar un poco, con la punta de su lengua.
Una probada, amor mío.
Eso es todo lo que te pido.
Y aquello bastó para que la constante cacofonía de su cabeza se detuviera.
Él era un genio, no lo había mencionado con anterioridad puesto que no es su costumbre alardear a ese respecto, pero las conexiones de su mente, constantemente le ocasionaban jaqueca y ese dolor, asfixiante y repetitivo, sólo había amainado, cuando comenzó a dormir en la cama del otro. El sexo lo distraía, embotaba sus sentidos, lo conducía a ese delicioso estado de duermevela del que no quería regresar y que era el mismo que esta sustancia, le había hecho rememorar. Se amaron como locos, uno sobre el otro, bebiendo aquella sustancia de los labios del otro, explorando sus cuerpos, maravillándose de las sensaciones y del frenesí que anteriormente no había estado ahí.
Sherlock dibujo con manos inquietas todo su cuerpo, aquel se dejó hacer hasta que lo tuvo donde más le gustaba tener: en el bosque de su entrepierna, manipulando su sexo, chupando, devorando. Su amante era un exquisito orador, su voz era gruesa y ni que decir de las líneas de su labios y su garganta, Trevor violó su boca con movimientos ágiles y desesperados, Sherlock se aferró a las caderas de él, ambos desnudos sobre la pequeña cama de instituto, aunque para estas alturas todos en el internado sabían que eran amantes.
Los rumores comenzaron como debía ser, por el área de intendencia, las sábanas, las prendas, las camas, todo oliendo a sexo y ni que decir del cuarto de baño. Jeremiah no se había enterado de nada, si bien la institución envió infinidad de cartas hablando del comportamiento de su hijo, ni una sola fue leída, sobre la familia de Trevor, su padre las había leído, pero no estaba en posición de poner ni un solo reclamo a su hijo.
La familia de él se deshizo producto del adulterio, tanto su padre como su madre tenían otros hijos, nacidos de pasiones a las que no supieron poner freno.
Por eso Víctor no regresaba a casa, por eso buscaba consuelo, no solo en Sherlock, sino en aquellas sustancias.
Por tres años se destruyeron en aquella caótica danza, Sherlock era consciente de que cada vez que se amaban, Víctor lo lastimaba, ya no medía su fuerza, ni sus embestidas, ya no buscaba sus labios antes de penetrarlo, ni lo cortejaba con palabras amables, respecto de lo mucho que adoraba su cuerpo. Tan solo le arrebataba las ropas, se hundía entre sus carnes y jadeaba incesante, que él era lo único suyo.
Suyo y de nadie más.
Lloró una vez, pues cuando terminó de follarlo, ni siquiera le importó saber si él, había terminado, lo dejó húmedo, sucio e insatisfecho sobre la maldita cama y procedió a drogarse, de eso también era consciente él, de que cada vez inhalaba más y que ya no solo usaba una sustancia, a veces requería agujas, cucharas, fuego, tenía su diminuto laboratorio y de todo eso, él también tenía sus probadas, aunque en su caso, la aguja era su falo, el líquido su semen y lo que inhalaba hasta la redención era la sal de su piel.
Se resistía a dejarlo.
Pues a los veintidós años, y sabiendo lo poco de la vida que sabía él, no lograba entender si esto es lo que era el amor.
¿Destruirse? Buscarse para saciarse y después dejarse. ¿Eso era el amor?
No lo sabía, pero después de llorar, ahí en la sucia cama dónde estaba Víctor se le acercó otra vez, lo había escuchado, se tumbó a su lado y lo rodeó con los brazos.
—¿Otra vez te hice daño, Sherlock? —el asintió, con apenas un movimiento de rostro.
—Es porque eres demasiado estrecho, estás tan apretado y eres tan bello, que en realidad, creo que lo que tratas de hacer, es de volverme loco. —lo besó en la base del cuello y de ahí comenzó a bajar con sus labios hasta que volvió a tenerlo erecto. Sintió su sexo enterrándose contra su piel y aunque un primer instinto decía: Aléjate, solo va a destruirte. El otro decía: Quédate, pues sabes bien, que es lo único que tienes.
Aceptó amarlo de nuevo, no solo esa noche, sino todas las que siguieron, uniéndose también a la ingesta de drogas, pues el sexo de un tiempo para acá, únicamente lo hacía pensar más y más. Necesitaba desconectarse y aferrarse a Trevor, advirtiendo esa oscuridad que tenía por resolución, la desesperación de un hombre que se encuentra perdido y solo en el mundo.
Sus padres finalmente se habían separado, cada quien cogió lo que quiso, y se olvidaron de su hijo. Había un fideicomiso que podía utilizar para terminar el instituto, estaban en el ultimo año, él ya sabía lo que quería ser: Investigador, detective privado. Víctor no tenía ni la más remota idea de lo que quería hacer.
Sus notas se mantenían estables, no tan envidiables como las de Sherlock, pero aún sobresalía del resto, él le sugirió continuar con la química, involucrarse con laboratorios, farmacéuticas y su amante aceptó el consejo, pero de una manera que él no se esperó.
Lágrimas escapan a sus ojos, es increíble que la muerte, sólo atraiga más muerte.
Trevor se suicidó de una sobredosis el año mismo en que ambos se licenciaron.
Mycroft le hablo de poner un despacho en el 221B de Baker Street, si es que pensaba ir en serio con esa locura de ser "Investigador Privado" la propiedad perteneció a su madre en años mejores, de hecho su antigua compañera de piso aun vivía ahí y estaba encantada con la idea de verlos.
—No necesito niñera, Mycroft.
—Pues yo creo que sí, estás acostumbrado a tener todo a manos llenas, la comida, la ropa, la limpieza. La Señora Hudson no será propiamente tu ama de llaves, simplemente te enseñará a ir viviendo por cuenta propia.
—¿Y se puede saber, quién te lo enseño a ti? —replicó molesto. Aunque reconocía, que no sabía ni hervir un huevo.
—Madre. —Mycroft recordaba más a su madre que él, después de todo la había tenido, diez años más que él.
Soltó un suspiro ahogado, ambos estaban en casa, era el fin de año una vez más y padre había jurado que volvería para celebrar su graduación y que pasaran una navidad en familia. Su hermano encargó todo, tenía un puesto menor en el gobierno Británico, él no sabía exactamente de qué, pero tenía influencias, y dinero, mucho dinero para poner en la mesa una cena exquisita y decorar la estancia.
La pintura de madre estaba ahí, sobre la chimenea, ambos la contemplaron en silencio y poco después le dedicaron una sonata, él tocando el violín, instrucción que inició precisamente a los tres años y por sugerencia de ella. Mycroft se apostó sobre el piano y entre ambos interpretaron "Elise" sin decir una sola palabra sobre las centenas de cartas amontonadas en un rincón y que su padre jamás había leído.
Eran desconocidos, compartiendo el calor del hogar, pues si bien se escribía con sobrada frecuencia con Mycroft sus cartas eran escuetas y carentes de significado, nunca le habló de Trevor, sabía que se conocieron, que seguían siendo amigos, pero jamás le dijo que su relación había pasado de besos castos a caricias íntimas y de ahí a retozar como cerdos entre el borde de la cordura y la locura. Cerró los ojos, aún recordaba su última charla, la maldita pelea y todo porque él, le hablo del despacho, el piso, todo lo tenía dispuesto para perseguir sus sueños y Trevor no tenía ni idea, de qué es lo que haría para seguir existiendo.
—Puedes venir conmigo.
—No seré tu maldito proyecto de año nuevo, Sherlock.
—Será en lo que consigues un puesto.
—¿Y eso como va a suceder, si yo no tengo la poderosa influencia de un Holmes?
Aquello lo había molestado, él era dueño de sus propios méritos, Mycroft solo le estaba ofreciendo su propio lugar, pero nada de que él se lo fuera a pagar, de hecho precisaba de un compañero de piso para poderlo solventar. Eso es lo que quería que Vic entendiera, que entre ambos podían salir adelante, pero jamás lo escuchó.
Tomo su abrigo, lo mandó al infierno, como últimamente solía hacer y salió de su habitación conjunta dejándolo atrás. Sus cosas ya habían sido empacadas y registradas, su hermano exigió que se retirara lo más pronto posible del internado y envió una camioneta por él.
Cuando hubo arribado, encontró la carta que le había escrito, en la parte interna de su pantalón, aquella donde le decía adiós, pues de manera personal no lograría hacerlo, siempre que discutían uno de los dos terminaba besando al otro, con dolor y furia, mordiendo, poseyendo.
Era un duelo de voluntades, donde ya no sabía en que lugar comenzaba el uno y terminaba el otro, las prendas eran las que salían al descubierto, la piel, junto con todas las heridas que en ultimas fechas se habían abierto, tenía marcas de sus besos en las caderas, rastros de sus uñas en la espalda baja, huellas de dedos sobre los antebrazos y es que algunas veces el otro lo sometía con las manos por arriba de la cabeza y él se retorcía entre la sumisión y el placer hasta que ambos se desahogaban.
—¿Coñac, Sherly? —aspiró el aroma de la bebida que le era ofrecida, su hermano estaba acomodado ante él con una sonrisa simplona, mientras él permanecía estoico con el maldito violín en las manos. ¿en qué momento fue que terminaron de interpretar la pieza?
—Entiendo que tengas muchas cosas que aclarar en esa cabecita tuya, pero por favor, no me dejes con la palabra en la boca.
—¿Qué era lo que me decías?
—Que padre llegará a la media noche, acaba de llamar el cochero, su vuelo se retrasó, por lo que si tienes hambre, podemos cenar.
—No, iré a mi alcoba.
—De acuerdo. —dejó el instrumento en su sitio y acto seguido, tomó de un tirón la bebida alcohólica, el líquido se deslizo por su garganta, avivando los sentidos, relajando sus pensamientos, le dio la espalda a Mycroft quien con toda seguridad tenía un millón de documentos pendientes por leer y firmar.
Una vez volvió a estar a solas, no sólo con sus pensamientos, sino con los vestigios de aquella pelea, comenzó a extrañar a su amante, las manos, los labios, el odio.
Si, el odio.
Víctor lo odiaba con la misma pasión con que lo amaba, él estaba al tanto de eso, y en realidad no le molestaba porque el sentimiento, por extraño que pareciera, era mutuo. Se quedó dormido, evocándolo a él, llamándolo a él, susurró su nombre y le pareció que el otro lo llamaba a él.
—Sherlock…
Mycroft lo despertó sobre las tres de la madrugada, su padre aún no había llegado, aquella noche se suscitaron igual número de tragedias.
El vuelo de Jeremiah desapareció del radar, estaba a nada de entrar al espacio aéreo Londinense pero en el ultimo cuadrante desapareció. Lo achacaron a la tormenta, a la nieve, a alguna falla eléctrica, pero el resultado final era que no tenían idea de, si había caído al mar, o se había estrellado en alguna frontera.
Ellos estuvieron ahí, salieron de casa, directo al aeropuerto, dónde el único que estaba presente era el noble Charles Warren, su cochero, esperando fielmente a su señor.
Las horas se sumaron rápidamente, hombres ataviados de negro iban y venían, todos de puestos elevados y supuestamente conocedores del tema, su hermano mandó llamar a todos, pero lo cierto era que su padre acudía a sus correrías totalmente solo, estaba aferrado en descubrir algo, encontrar algo, una civilización según dijo. "El reflejo de esta realidad" y es que de a cuerdo a las notas que apenas si había leído, lo que él quería, era recuperar a Elise.
Cuando regresaron a casa, cerca de doce horas después, la cena seguía dispuesta en la mesa, intacta, con algunos vestigios de descomposición. Mycroft y él no dijeron nada, ni comieron nada, cada uno se encerró en su alcoba, no tenían palabras o confianza para confortarse entre ellos, el único que podría hacer eso por él era Vic, más cuando lo buscó, tampoco lo encontró.
Llamó a la Universidad, un par de horas después, ahí el escenario era totalmente distinto.
—¡Mycroft!
Aún recuerda la súplica en su tono de voz al despertar a su hermano, Mycroft se veía fatal, sin lugar a dudas todo el peso de la familia se había dejado caer sobre él, pero no le importó. Temblaba, sollozaba. Salvo en el aniversario luctuoso de la muerte de su madre, nunca se atrevía a aparecer así ante él.
—¿Qué suc…?—los modos remilgados de Mycroft se calmaron de inmediato, se sentó sobre la cama y dirigió una mirada a él. Ni siquiera se había quitado el uniforme del instituto, aún llevaba el mismo pantalón y camisa blancos, los pies descalzos, además de la ausencia de corbata, lo que faltaba en él era la calma, se arrojo a sus brazos, como si cayera por vez primera en la cuenta de que sin Jeremiah, ahora sólo se tenían el uno al otro, pero no fue así.
—¡Se ha ido! ¡El muy miserable, se ha ido!
—Lo encont…—las palabras de Mycrof lo enfurecieron. Claro que no sabía de lo que hablaba, claro que suponía que se refería a su padre, pero a él no le importaba su padre, como tampoco le importaba él. Jamás fueron una familia cercana, la que se encargaba de eso era Elise, pero ya no estaba y algunas veces, se atrevía a pensar que nunca había estado. Que las canciones de cuna que emulaba, los juegos, los besos, todos eran un invento de su trastocada alma, aferrada a la ilusión de recibir aquello, de lo que más ansiaba. Su hermano intentó abrazarlo, por acto reflejo él lo rechazó, saltó de la cama y demandó levantara a Charles para que lo llevara al internado.
—¿Qué, de qué estás hablando, Sherlock? —él no respondió, ni tampoco despertó al cochero, tenían suficiente dinero, no todo estaba a la mano, pero sabía dónde era que su padre guardaba el efectivo, lo sacó de su cuarto, seguido de Mycroft quien buscó una pelea, pero lo ignoró y rápidamente salió. Regresó sobre sus pasos, al maldito lugar donde lo dejó.
Dos patrullas de policía y una ambulancia ya estaban ahí, reconoció los vehículos de sus padres, llegaron por separado, cada uno con su respectiva pareja e hijos de por medio.
—¿Mamá, que hacemos aquí, por qué lloras? —inquirió un pequeñito de cabellos castaños. El mismo color de cabello de Vic, la mujer de ojos verdes ignoró al infante, no debía tener más de seis años, lo acomodó entre sus brazos, estrechándolo contra su pecho y soltando más llanto lastimero.
—Nada, cariño. No hacemos nada aquí, ya nos vamos.
Y esa afirmación, terminó por romperle el corazón.
Nadie estuvo con él cuando decidió hacer un último coctel de heroína e inyectarlo directamente en la vena, había caído de lado sobre la cama que compartían, a pesar de que en el dormitorio había dos, hacía años que dormían en una, la de Vic. A pesar de las constantes peleas, del daño que se infringieran o de lo mucho que insistiera él en aseverar que lo odiaba, por las noches, regresaba a su cama, se tendía detrás de él y lo abrazaba, se aferraba a su calor y aroma, a la promesa de que vendrían días mejores, de que esa oscuridad que veían en él se disiparía, pues su luz podría sostenerlos a ambos, pero se equivocó. Su luz, en conjunto, apenas si era comparable a la pobre flama de una vela, ese era el halo que compartían, el ínfimo lazo que por una imprudencia, se había extinguido. Se vio rodeado por los oficiales y detectives privados, su relación salió a la luz, no solo de directivos y profesores sino de su hermano.
Mycroft escuchó de sus labios, cómo fue que se amaron en ese lecho, como fue que pasaron de un momento de excitación en el cuarto de suministros a robarlos, mezclarlos e inhalarlos. Los fondos de su fideicomiso que destinaba a la compra de dichos fármacos y todo lo que terminó con el cuerpo de su amante, tieso y frío en medio de vómito, sangre y la bufanda que por las prisas, se había dejado al salir.
Trevor debió haberlo buscado, llamado. Aún a sabiendas de que él, no iba a escucharlo.
Se derrumbó en el piso, como su hermano había hecho por su padre, en la oscuridad y austeridad de su alcoba, lloró hasta que perdió el sentido, no había comido, ni dormido en horas, cuando despertó una vez más estaba en casa y su hermano programaba una cita para análisis clínicos.
—Si resultas positivo, irás a una unidad de desintoxicación. Lo del despacho me lo estoy pensando, hay un puesto libre donde trabajo. ¿Es eso lo que quieres, Sherly? Que pasemos más tiempo juntos, ¿Que me convierta en tu sombra? ¿Que tenga que abusar del servicio secreto de su majestad, para investigar al próximo diablo que decidas llevarte a la cama?
No respondió a sus provocaciones, Mycroft el témpano de hielo Holmes, el desalmado, descastado, se conducía sin piedad y si él lo hacía así, no había motivo para que él lo hiciera de otra manera.
Resultó negativo, tarea fácil para alguien como él, la de comprar a un enfermero para que cambiara sus muestras de sangre en el laboratorio. Consiguió su despacho en el 221B aunque rechazo la oferta de tener un compañero de piso. No lo quería, ni tampoco necesitaba, entre menos testigos mejor. Entre más noches sin luna mejor, entre más pensamientos dedicara a su amante mejor.
Pasaron dos meses, antes de que él mismo se llevara a un estado cercano al del coma.
Su casera, la señora Hudson, había escuchado el estruendoso sonido de su cuerpo al caer, si hubiera sido un poco más inteligente, lo habría hecho sobre la cama, pero no quería morir como Trevor, abrazando una prenda que oliera a su amado, y si no lo quería así, es porque él, no poseía alguna. Se inyecto en la cocina, cayó contra la mesa llevándose una silla con él y para cuando la casera entró, su cuerpo ya estaba en shock. La pobre mujer tenía instrucción de llamar inmediatamente a Mycroft, no usando un teléfono fijo o celular, lo que tenía que hacer era una señal en la ventana principal. El servicio secreto vigilaba su piso, ellos hicieron llegar a los paramédicos en nueve minutos, si se hubieran tardado uno más, en definitiva, no la contaba.
Se lleva las manos al pecho, el resultado de aquella proeza, naturalmente fue, que su corazón se rompió.
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