-¡Vamos! –me dice para que me de prisa- ¿No querrás que nos pillen, verdad?

Por supuesto que no quiero, pero lo que estamos haciendo tampoco me parece bien. Aún así, los pasteles tienen una pita estupenda. Mis bolsillos, al igual que los de Fleur, están llenos de dulces. Ella ya ha salido de las cocinas, y yo me apresuro a seguirla lo más rápido que puedo. Evitamos a todo aquel que se cruza con nosotras, que nos sonríe con benevolencia. Salimos al jardín y trepamos a nuestro árbol favorito, que es enorme y terriblemente confortable. Una vez acomodada, Fleur no aguanta más: saca los pasteles de su bolsillo y empieza a comer.

Siento que soy su perrito faldero, su compañera incondicional. Nunca, en toda mi vida, me he separado de ella, y la he dejado mandar en todos y cada uno de nuestros juegos y travesuras. La idea de coger los dulces recién hechos ha sido suya, por supuesto, y la está llevando a cabo con una frivolidad increíble, completamente segura de nuestro éxito. Sabe que no nos van a pillar y, si lo hacen, apenas la regañarán. Sin embargo yo albergo mis dudas.

-¿Crees que se ha dado cuenta? –pregunto.

Me refiero al viejo Pierre, el cocinero. Está medio ciego, pero por cortesía nuestra madre lo sigue dejando trabajar en las cocinas, aunque su trabajo lo desempeñan los pinches mientras él husmea en cada plato. Aunque prácticamente no ve, sus sentidos del oído y del olfato están muy desarrollados, y siempre suele notar cuando mi hermana y yo entramos en sus dominios a robarle. Muchas veces nos pilla, finge enfadarse y corre a avisar a mamá, pero muchas otras (la inmensa mayoría) hace la vista gorda. Sin embargo, yo sigo dudando.

-No lo creo –responde Fleur mientras mordisquea un pastel con cara golosa- No te preocupes, no los echarán en falta. Ni siquiera nos han visto entrar en las cocinas. El viejo Pierre apenas ve nada.

-¿Pero y si nos ha visto, ha fingido no vernos y ahora se lo está contando a Madre?

-Te he dicho que no lo hará –Grita más que dice. Está fastidiada por mis preguntas y quiere zanjar el asunto de una vez. Quiere comer en paz- Neri, no seas agonías y disfruta de los pasteles.

-¿Pero y si nos pillan?

-Entonces déjame hablar a mí.

Me sonríe, confiada, y yo no lo puedo evitar y la sonrío también. Es su actitud confiada, su increíble seguridad en sí misma, la que me da tanta confianza. Sabe que no va a pasar nada, y si pasa le bastará con poner ojos de carnero degollado para que a los mayores se les caiga la baba. Ellos sí que son idiotas: se dejan encandilar por una niña de apenas seis años de edad; caen por completo en una trampa de fingida inocencia tramada por una cría a la que quintuplican en edad.

Sé que probablemente sonará raro que yo, una niña de seis años, hable prácticamente como un adulto. Pero sois precisamente los adultos los que estáis ciegos. Antes he dicho que os dejáis engañar por una mirada aparentemente inocente, que sin embargo no tiene nada de puro. ¿Lo sabéis, o simplemente lo intuís? Da igual, seguís cayendo igualmente. Yo, lo mismo que los demás niños de mi edad, juego, corro, y hago el mismo tipo de cosas que hacen los críos. Cuando mis padres reciben la visita de un anciano rey y este nos hace la típica pregunta de "¿a quién queréis más, a vuestra madre o a vuestro padre?", yo contesto con la misma fingida inocencia.

Sé que soy diferente a los demás, lo he sabido desde siempre. Mis compañeros de juegos jamás razonarían con eficacia, pues sus cerebros están llenos de tonterías, incluido el de mi hermana Fleur. No me interesan los juegos ni las demás actividades propiamente infantiles, esas se las dejo a los demás críos que aún siguen creyendo que los trae una cigüeña y que Dios los moldea con barro. Definitivamente, mis compañeros son idiotas.

No encuentro refugio en la lectura, pues los libros "recomendados" para niñas de mi edad son tan insulsos y faltos de interés que me aburren sobremanera. Tampoco me interesa el estudio; mientras el fraile está dando la clase, yo me abstraigo en mi propio mundo y me dedico a observar, que es lo que sí se me da bien. Observo a Jean y a Théodore, sentados en la última fila, que se dedican a hacer cualquier cosa menos escuchar. Observo a Cécile, Baptiste, Fabien, Isidore, Hélene, y a los demás niños y niñas que forman la diminuta clase. Fleur se sienta conmigo, siempre lo hace, y nunca aparta la vista del clérigo. Le gusta estudiar, y no se lo reprocho. Es la heredera al trono (por unos minutos de diferencia) y tiene que aprender a gobernar un reino, lo quiera o no.

Mordisqueo mi último pastel mientras pienso en la ridícula pregunta de "¿a quién quieres más?", meditando acerca de la respuesta de mis padres si alguien les preguntara de repente cuál de sus hijas es su preferida. Ganaría Fleur, es obvio. Siempre ha sido la favorita de todos; de mi familia y del reino entero. La envidio, es cierto, pero también la quiero, y el amor supera en mucho a la envidia. Es mi única hermana, mi hermana gemela, de hecho, y siempre hemos estado juntas, desde nuestra concepción. Incluso en mi primer recuerdo está ella: tenemos dos o tres años, estamos en el suelo y jugamos a hacer torres con bloques cuadrados de madera que luego tiramos estrepitosamente al suelo. Las dos nos reímos como tontas y nuestros padres ríen también, siguiéndonos la corriente. Sospecho que tirábamos los bloques para que ellos nos miraran y se rieran, como si intentáramos llamar su atención. Luego, Fleur se pone de pie y me da un abrazo, el más sincero que he recibido en toda mi vida.

Ella es, por así decirlo, mi única amiga. Se preocupa por mí y yo por ella. Es casi como mi rosa particular. Ella no tiene la culpa de que mis padres la prefieran. No tiene la culpa de haber nacido en primer lugar. Sin embargo, es la actitud de mis padres lo que me pone enferma. Aunque fingen amarnos a las dos por igual, sé que yo soy para ellos una hija de segunda categoría, muy por debajo de mi perfecta hermana. Lo dejan entrever mediante pequeños gestos o frases. Creen que no me doy cuenta, pero no es así. En cierto modo, soy una cría a la que le duele que la dejen de lado. Su actitud me hace sentirme herida, pero Fleur siempre actúa como mi rosa: por un lado tiene espinas que duelen, pero ella no tiene la culpa de tenerlas; pero por el otro es un ser terriblemente hermoso, que te hace sentir bien con el simple hecho de estar a su lado. Es una metáfora extraña, lo sé, pero es la que más se ajusta a nuestra relación.

Giro la cabeza y veo a nuestra aya que viene a toda prisa hacia nosotras. Solo entonces me doy cuenta de que ya ha anochecido y que debe de ser la hora de la cena.

-¡Bajad enseguida de ese árbol, vosotras dos! –brama, furiosa- Si ya sabía yo que estaríais aquí, haciendo el vago como siempre, ¡y hasta tan tarde! Trepar a los árboles no es propio de unas princesas como vosotras, señoritas. ¡Qué va a decir vuestra madre cuando se entere de lo que hacen sus hijas!

Por supuesto, bajamos enseguida del árbol, nerviosas y temiendo el castigo que seguramente nos pondrá mamá nada más enterarse. Pero Fleur se adelanta, se les adelanta a todos. Con su habilidad habitual, pone los mismos ojos de carnero degollado y una voz melosa.

-Dama Hortense –dice- Lo sentimos mucho. Estábamos divirtiéndonos tanto que nos olvidamos de todo, hasta de la hora –añade con una pequeña sonrisa- Por favor, no se lo digáis a nuestra madre. Lo hicimos sin querer, no volverá a pasar, ¡lo prometo!

Las facciones del rostro de la mujer se reblandecen, y sus labios se acaban torciendo en una sonrisa indulgente. Yo sonrío para mis adentros. Fleur lo ha vuelto a conseguir, y esta vez en un tiempo récord.

-Está bien –dice la aya- Supongo que por ésta vez podré hacer la vista gorda. Pero –añade recobrando el semblante serio- no lo volváis a hacer, ¿me habéis oído?

Asentimos, como dos niñas buenas, y la seguimos por los corredores. Fleur me coge de la mano y yo no la rechazo. Seguimos cogidas de la mano hasta llegar al gran salón, donde la corte en pleno nos aguarda hasta la cena.