Se escucha decir con frecuencia que las tragedias ocurren a partir de sucesos específicos que desencadenan un final no deseado. Se escucha decir que hasta el clima es un augurio de lo que puede suceder. Se escucha decir que los que menos lo merecen terminan de las peores formas.
Pero la vida está hecha de ironías. Ese día, por muy raro que parezca en Reino Unido, el sol brillaba y las nubes no habían querido aparecer para dejarle todo el protagonismo a aquella estrella que parecía tener su propio altar. El ligero viento movía las copas de los árboles y la ropa mojada en el tendedero, cuyas gotas de agua caían sobre la tierra.
Dentro de La Madriguera, aquel lugar en donde hace unos años la diversión y las travesuras habían sido el tema principal, ahora se veía un poco opaco sin importar el día; aquel dos de mayo no había sonrisa que perdurara más de dos segundos.
[...]
Oh, Shell Cottage. Una maravilla de hogar. No era precisamente una mansión, pero era acogedor, tranquilo. El mar brindaba un paisaje completamente distinto al común de la ciudad y el sonido de las aves daba un toque más placentero.
Recién amanecía. El sol mañanero se coló por aquellas cortinas blancas de seda, iluminando todo a su paso, cubriendo con su pequeña dosis de calor los cuerpos que todavía dormían, rehusandose a dejar sus sueños con un final indefinido. Pero como siempre, actuando en perfecta sincronía, pequeños gruñidos en forma de queja se escucharon en la habitación.
La más valiente en abrir los ojos fue Fleur. Aquellos ojos pintados con el color del cielo veraniego se fueron acomodando poco a poco a la luz hasta reconocer, frente a ella, una cabellera pelirroja. Aquella que se había acostumbrado a ver todas las mañanas; aquella que le gustaba tanto acariciar cuando él estaba recostado sobre ella; aquella que olía tan bien.
Era de admirar a esa mujer. Fue campeona del Torneo de Los Tres Magos representando a su escuela, quizás rompiendo con los pronósticos que todos tenían de ella sobre "la princesita", había dejado atrás a su familia, su comodidad en Francia para aventurarse en la ciudad Londinense, se había enamorado y había peleado en la Segunda Guerra Mágica.
Pero lo más importante: Había luchado contra las críticas constantes de su propia familia y de la familia del hombre que había decidido amar hasta el día de su muerte, del hombre de quien amaba cada cicatriz y del hombre que yacía junto a ella.
Fleur se acomodó mejor para verlo. Detallar las facciones de William Weasley era uno de sus pasatiempos favoritos y parecía no cansarse con el tiempo; todo lo contrario, cada vez se le hacía más placentero.
Pero el tiempo no se detenía ni aunque quisiese. Ese día, como todos los años, se iban a reunir en La Madriguera para estar todos juntos soportando los recuerdos de la pérdida, la tristeza y la ira que la batalla de Hogwarts había traído consigo.
La francesa se apoyó sobre su codo izquierdo y besó la cicatriz que su marido tenía en el rostro. Dos, tres veces. William abrió sus ojos con extrema pereza y pasó su mano por su rostro, como si eso sirviera para quitarse el sueño de encima. "Solo dos minutos", murmuró el pelirrojo antes de volver a dejarse acunar bajo los susurros de Morfeo.
Fleur sonrió.
—William… Tenemos que arreglarnos para ir a donde tu madre. No me gusta llegar tarde.
Un nuevo gruñido por parte del pelirrojo antes de volver a abrir los ojos y luchar contra sus párpados para permanecer de esa forma. Bill se desperezó y giró su rostro para poder detallar mejor a la rubia.
—¿Por qué luces tan bien en las mañanas?—, susurró todavía con algo de dificultad antes de inclinarse y besar sus labios. Oh, esos labios. Con sabor a menta. Con un toque al que al pelirrojo no podía resistirse. Pero no era ya la única que merecía su atención.
Su mano izquierda se posó en la barriga de la rubia, aquella ya grande y redonda en donde un pequeño cuerpecito se movía sin parar, alistándose para pronto salir y conocer el mundo que sus padres habían construido para ella. William era el hombre más feliz de todos.
—Creo que la razón de eso es el bebé—, respondió por fin la francesa, con un ligero tono de diversión en su voz.
—Vale, ve a ducharte mientras yo hago el desayuno.
[...]
Los pies de Fleur y William tocaron el suelo frente a la chimenea de La Madriguera. Podía sentirse como casa, pero sin duda no brillaba como antes. Ambos eran bastante puntuales cuando se trataba de alguna cita o reunión; bueno, más la francesa que el pelirrojo, pero se las arreglaban para coordinar y llegar juntos en el horario indicado.
Dentro, la señora Weasley se mantenía ocupada en la cocina. Desde el fin de la Segunda Guerra Mágica, Molly se había dedicado a encerrarse en aquel lugar con intenciones de colocar en un segundo plano los problemas, angustias y pesadillas que la perseguían en forma de nube en su cabeza. Había perdido peso, había perdido gracia y si no fuese por su marido, seguramente estaría sentada frente a la ventana, con el pijama puesto sin hacer nada más, como había hecho durante el mes siguiente al entierro de Fred.
Arthur se dedicaba a traerle flores, peluches, chocolates, postres..., todo como si estuviera tratando de conquistarla por segunda vez. Era eso o dejarse ambos llevar por la cicatriz que parecía no querer curarse y que, por el contrario, se hacía más grande.
Pero no fueron sus progenitores los primeros en recibir a William. Un adulto con mente de niño se le subió a la espalda y le comenzó a revolver el cabello como si estuviera tratando de matar una cucaracha.
—¿Cómo está mi bebecito?—, la voz inconfundible de Charlie Weasley resonó en el lugar. Aquel hombre que parecía estar casado con sus criaturas subía sus niveles de inmadurez cuando William estaba presente, y para qué negar, él también se enloquecía cuando su hermano los visitaba.
—Quita, Charlie. Me costó un buen tiempo dejar el cabello decente.
La estancia, como previeron, estaba ya casi llena en su totalidad. Un niño cuyo cabello cambiaba de color a cada cambio de emoción corría por todas partes detrás de una snitch que Harry y Ginny le habían regalado; estos dos últimos estaban arreglando la mesa; Ronald veía qué podía ir comiéndose por ahí mientras Hermione terminaba de explicarle al señor Weasley un para de cosas muggles que, según él, eran de extrema urgencia.
Siempre bien vestido y pulcro, Percy llegaba de la mano de su esposa. La llegada de Audrey había cambiado muchas cosas en el panorama de la vida de Percy y la de los demás, pese a lo complicado que fue al principio. Entre las sombras, él, de todos, era quien más sufría por aquellas fechas. Le carcomía la culpa, la ira y la frustración, y se escondía en el calor de la familia que nunca lo había abandonado.
Pero había dos que faltaban allí.
—¿Mamá? ¿Dónde está George?—, la mujer besó las mejillas de su hijo tres veces cada una antes de contestarle que se encontraba en la parte trasera de la casa junto con Angelina.
Estaba claro que George había perdido la mitad de su vida con la partida de Fred. La lucidez en sus ojos se había esfumado, sus bromas escaseaban y hasta la fecha, se le había hecho inútil pisar Sortilegios Weasley.
Cuando Charlie y él llegaron a su lado, le pidieron a Angelina algo de tiempo a solas con él y ella, más que contenta, aceptó.
—Realmente ambos tenían el mismo gusto para todo, ¿no?—, Bill observó a su hermano mayor con cara de pocos amigos ante el comentario que le brindó a George y le dio un golpe en el brazo, señal clásica entre ambos que significaba "yo soy el que habla".
William pasó un brazo alrededor de su hermano menor y dejó un par de palmadas en su pecho con la libre, —No creo que a Fred le hiciera mucha ilusión verte así. Es más, debe estar intentando salirse de la tumba para jalarte las orejas… O la oreja, ya que estamos—.
George no pudo evitar sonreír.
Pero la escena entre hermanos no pudo florecer más que eso. Ronald venía corriendo desde la puerta principal gritando cosas que no tenían ni un principio ni un fin. Charlie le dio un pequeño golpe en la cabeza, como si con eso hiciera algo, pero una vez el menor se recuperó, pudo hablar.
Una frase que dejó helados a todos.
Charlie comenzó a gritar de alegría, pero William seguía sin enterarse de lo que estaba pasando a su alrededor. Seguía estancado cual estatua al piso, procesando con extrema lentitud lo que Ron acababa de escupir sin anestesia alguna.
Por pura inercia, Bill llegó de nuevo a la estancia, encontrándose con la escena que su cabeza había estado proyectando en el corto recorrido. Fleur respiraba con rapidez mientras que Molly y Hermione la ayudaban a sentarse, tratando de decidir si era buena idea llevarla hasta San Mungo de aquella forma o traer mejor una matrona.
Él seguía estático. Ajeno a lo que sus ojos observaban pues durante el tiempo en que supo que su esposa estaba embarazada, no se había percatado de que una vez el bebé naciera, se iba a convertir en padre. Las voces a su alrededor eran un eco y los movimientos se reproducían en cámara lenta.
—Muy bien, todos en calma, hay que pensarlo muy bien—, Percy siendo siempre la voz de la razón y la organización en casos extras, aunque de ese sabía poco y nada, —Bill, llévala a alguna habitación y Charlie, deja de saltar como un niño y ve a buscar a una matrona. Mi madre y mi padre pueden subir, el resto se queda aquí y no quiero quejas. Manos a la obra —.
—¿Es buen momento para hacer una broma?—, una mínima muestra de aliento ante las palabras de Percy por parte de George que trajeron como consecuencia un buen pellizco de Molly.
William reaccionó ante el tacto de la francesa sobre su mano. Con cuidado, la tomó en brazos y subió las escaleras que lo guiaban derechito hasta el lugar que alguna vez había sido su cuarto. La recostó en la cama y, todavía sin pronunciar palabra, retiró los cabellos que habían caído a su rostro.
Un rostro perfecto. Un rostro en cuyos ojos existía un mundo distinto. Un rostro en cuyos labios se podía sentir la dulzura. Un rostro hecho de la porcelana más fina.
Y Fleur también lo veía así. En antaño, cuando Bill había caído en las redes de la negación, del desespero, producto de aquel rasguño en su rostro, Fleur no había visto las heridas de un monstruo, de un extraño, había visto las heridas de un guerrero, de un valiente; del amor de su vida.
Dos segundos, sus miradas se conectaron y repasaron los momentos más felices de sus vidas juntos. Incluso en medio de la tempestad, de las sombras de una guerra, se las habían arreglado para vestirse de blanco y traje para dar el "sí" que los unía de por vida.
Molly, Percy y Arthur entraron a la habitación junto con el medimago. Le pidieron a William que se retirara pero este, con un movimiento de cabeza, dio la negativa a aquella proposición; se aferró a su mano y esperó a que lo que sea que tuviera que pasar luego, se diera.
—Vas a estar bien—, susurró por fin, dejando un beso en su frente. El medimago habló pero Bill no tenía oídos ni mente para quedarse impregnado en instrucciones que iba a olvidar en menos de dos segundos. Y así lo entendió el hombre que repitió lo mismo a la señora Weasley.
Quién iba a creer que en medio de un día como aquel, un día en el que recordaban las muertes y los asientos vacíos, las pérdidas y los destrozos, una sonrisa sin rastro de nostalgia iba a aparecer en los rostros de todos y cada uno de los presentes.
Un llanto que daba júbilo inundó la pequeña estancia.
Los gritos de dolor cesaron y dieron paso a aquel sollozo, el más precioso que Bill había escuchado y el más sincero que Fleur había presenciado. El grito de regocijo de Charlie, quien estaba del otro lado de la puerta, se escuchó por toda la Madriguera, al tiempo que saltaba encima de su hermanito para darle las felicitaciones.
Fue Percy el primero de los familiares en tomarla entre sus brazos. Su rostro era digno de enmarcar pues su inexperiencia le estaban jugando una mala pasada. La nena lloraba entre sus manos y él no sabía cómo hacerla parar, así que con un par de gestos le pidió a su hermano que lo ayudara. Pero fue esa la primera vez, con certeza, que Percy supo que también quería una para él, para sostener y acompañar hasta que cerrara sus ojos.
William se levantó y, con sus manos temblorosas, sostuvo aquel cuerpecito envuelto en la manta que su madre le había hecho tantos años atrás. Las lágrimas se habían detenido y sus ojos permanecían cerrados; estaba completamente tranquila, ajena a lo que pasaba a su alrededor. Una gotita cayó en su nariz, producto de las lágrimas involuntarias que ahora salían de los ojos de Bill.
—Hey, pequeña...—, susurró, —Te estábamos esperando, ¿sabes?—. Bill levantó el rostro para ver a su mujer que no cabía de la dicha y la emoción. Se sentó a su lado y le colocó a la bebé en sus brazos, abrazando luego a la francesa. Era un cuadro digno de un museo.
Los demás los dejaron solos por un rato. El silencio los acunó mientras se contemplaban entre ellos, mientras admiraban a aquel ser tan pequeño. Cuántas veces, recostados en la arena, Fleur le había contado cómo se imaginaba a su pequeña; corriendo, riendo, jugando. Todo mientras Bill dudaba de lo que él pudiera ofrecerle, dudando de lo que pudiera servir como padre.
Pero ahora la tenían en sus brazos y las dudas y especulaciones se habían esfumado.
—Tengo una idea...—, la francesa giró su rostro para ver a su marido, —Gabrielle me va a matar, pero quiero que George y Angelina sean los padrinos de la niña. Creo que esa tristeza que le vimos al llegar puede cambiarse si la ve y escucha la noticia—.
No era algo descabellado, a pesar de que la sorpresa se instaló en el rostro del pelirrojo al escucharla. Quizás su hermano necesitaba una motivación y lo que su mujer proponía era la más sensata e inmediata.
Besó su mejilla y la frente de la pequeña, para luego bajar y llamar a su hermano y a la morena. Hubo abrazos y felicitaciones antes de entrar a la habitación para que Fleur les entregara luego a la bebé. Los ojos de ambos recuperaron un poco de su brillo cuando estuvieron cerca de la nena. Quién diría que esa imagen iba a ser tan espléndida.
—Es muy linda, Bill.
—¿Verdad que sí? Pero tenemos otras noticias. Fleur y yo queremos que ustedes sean los padrinos de Victoire.
Ojalá hubiese forma de describir las expresiones en el rostro de su hermano. Ojalá hubiese forma de analizarlas a fondo. Ojala Fred hubiera estado allí para presenciar todo aquello.
George tragó saliva y se contuvo de mostrar algún tipo de emoción, tal y como lo hizo Angelina. Dejó a Victoire entre los brazos de Fleur y luego se acercó a su hermano para darle un fuerte y largo abrazo, porque de esa era la única forma en la que se veía capaz de agradecerle.
—Gracias.
La puerta se abrió nuevamente, dejando entrar a un pequeño niño de cabello morado y ojos curiosos. Teddy se subió a la cama y se hizo cerca a Fleur para poder ver a la niña en sus brazos. Observó al resto de los presentes y de nuevo a la recién nacida.
—Parece una muñeca—, pronunció como primera impresión. Y no estaba muy lejos de estar en lo correcto.
Era la primera vez en años que el 2 de mayo no era un día de luto, de tristezas y de recuerdos plagados de oscuridad. Hubo risas y diversión, hubo alientos para dejar de mirar hacia atrás y empezar a enmarcar un futuro prometedor.
Porque entendieron que aquellos que se habían quedado atrás tenían que dejar de ser llorados para ser admirados y queridos, tal y como si nunca se hubieran ido.
