Ningún personaje me pertenece. Pero no se preocupen, ya me ocuparé de eso. *Golpea una palo de béisbol contra su mano*.


Placer Culpable

Corrió. Corrió más rápido, luego saltó y siguió corriendo. Se alejó de sus amigos, de su lugar, una vez más con la misma excusa.

Corrió y se perdió entre los árboles. Dejó que el viento jugara carrera con él, que despeinara sus cabellos. Con eso en mente, corrió más velozmente y frenó.

Una demonio de ojos rojos y cabello negro lo observó sentada en una roca. Se irguió cuan alta era, con sus delicadas curvas invitándolo a tocarla, sobre sus pies descalzos. Blanca y maligna. Le sonrió, con su boca pintada de rojo sangre, labios suaves y finos. La mirada de él se dirigió a las pequeñas orejas de elfo, en punta. Sonrió también.

Se acercó a Kagura rápidamente y la tomó de la cintura, acercándola a su cuerpo. Ella siguió sonriendo de esa manera que daban escalofríos, como si estuviera a punto de clavarle algo en la espalda, y aferró el rostro de Kōga entre sus delgados dedos, sosteniendo su barbilla y facilitándole el acceso a su boca.

Él permitió hundirse en el beso de ella, pues, aunque llegaba a odiarse por ello, tampoco podía decir que no le gustaba. Que no disfrutaba de cada caricia.

Porque ella tenía la frescura y la libertad del viento. Delicada, esbelta, inconsistente; así mismo, impetuosa, salvaje, violenta. Terrible, maravillosa, perversa y grácil.

Porque amaba perderse en las sensaciones que ella le brindaba. La tranquilidad, la fogosidad. Amaba como el viento revoloteaba fuerte alrededor, zarandeando los árboles. Le encantaban los silbidos que retumbaban por el bosque.

Sus manos sobre el cuerpo del viento, sus labios sobre su piel; ella acariciándolo, conduciéndolo por un camino de perdición hacia un único destino. Aunque no supiera cuál.

Las ropas sobraban y las respiraciones faltaban. Las caricias eran más consistentes; la ansiedad se veía en cada beso. En cada embestida o jadeo.

No lo diría nunca por ahí. Era un secreto entre ellos. Nadie sabía de sus encuentros ni caricias. Ellos dos eran imposibles. Su pareja no tenía futuro ni caso. Ni sentido.

Y seguían encontrándose, aún así. Aunque estuviera mal y se sintiera culpable luego. Porque había algo en ella que seguía atrayéndole. Tal vez el hecho de que, aunque era prisionera, tenía libertad.

Kōga se permitió divagar en esas sensaciones que le entregaba. Algo de libertad en cada encuentro. Llegó a pensar que ser libre, libre de verdad, era incluso mejor que tener todo lo que la Perla de Shikon pudiera darle; era incluso mucho mejor, porque no había nada ni nadie que pudiera quitárselo. Fue por eso que disfrutaba de todo, de las ansias, el sabor y el aroma de Kagura.

Podía decirse que dejaba de pensar en los familiares y amigos que murieron por su culpa, y se permitió sentirse independiente de ellos, otro ente insubordinado, espontáneo y ajeno a su manada. Alguien que no debía vengarse, que no debía cumplir órdenes ni correr para atrapar al malo. Alguien libre que podía volar junto al viento y permitirse no pensar, solo sentir.

Y sintió. Sintió como cada vez que se encontraban.

Se incorporó, luego de besar su cuello. Se pasó una mano por el rostro y volvió a atar su pelo, despacio, intentando retrasar el momento de irse. Comenzó a vestirse, mientras ella lo miraba, sentada contra el árbol. Kōga, aún con el pecho desnudo, le dirigió la mirada de «debo volver». A la realidad, con sus amigos. A cazarla, a ella y a Naraku. A la venganza.

Negaría todo eso; intentaría hasta borrar el rastro de su memoria, aunque cada noche volvería a golpearlo. Intentaría evitarla cada vez. Atraparla y matarla.

—Nos vemos, Kōga —le sonrió. Blanca, malvada.

Él no respondió, pero su mirada azul también significó un «Hasta luego».

Porque negarlo todo no quitaba el hecho. Ella era su placer culpable.