El viento arrastraba por el suelo las hojas secas de los árboles, se escuchaba de cerca el ulular de las lechuzas y a los ratones escarbar en el suelo no muy lejos de allí.

Mycroft alzó la vista y contempló el cielo estrellado, su aliento era blanquecino y sus labios estaban secos y agrietados.

—Tengo frío —dijo la voz infantil de su hermano menor.

Mycroft se quitó su capa de terciopelo de azul con el escudo del país bordado en la parte trasera. Envolvió a su hermano con ella y le frotó los brazos para que entrara en calor.

—Quiero regresar a casa —dijo Sherlock de nuevo.

—Espera, por favor —suplicó Mycroft —. En cuanto llegue, solo serán minutos.

Sherlock bostezó presa del aburrimiento y se apoyó en el atril de piedra.

Medía un metro veinte de altura y la parte superior era plana. Su curiosa forma y el hecho de que no había ningún registro de quién la había puesto o de cómo había llegado allí, había logrado que esa piedra se considera sagrada y solo era usada en ceremonias religiosas. Por suerte su pueblo la respetaba y no necesitaba ninguna clase de vigilancia

Una figura alta de cabello moreno se acercó corriendo hasta ellos.

—Lamento la tardanza majestad, pero me he tenido que escapar saltando por una ventana —dijo al llegar, hincó la rodilla en el suelo y agachó la cabeza.

—Levanta por favor —pidió Mycroft agarrándole la mano —. Aún no soy rey.

—Lo serás dentro de unas horas —dijo sonriéndole.

Mycroft apoyó la mano sobre la mejilla de Greg y acarició el pómulo con su pulgar. Era cierto que cuando se estaba enamorado se decían muchas estupideces acerca de cómo se veía a la persona amada, lo grande que era su sonrisa, lo bello que era comparado con la misma naturaleza o como brillaban sus ojos a la luz del día. Y Mycroft no era ningún romántico pero Greg era la persona más hermosa que había visto en su vida. El pelo era negro azabache y su tez estaba bronceada a causa del trabajo de agricultor que tenía. Sus ojos eran enormes y de color marrón, brillaban a la luz de las antorchas que habían traído y al acercarse Mycroft podía ver las pequeñas marcas negras que había alrededor del iris. Hacían juego con su enorme sonrisa que poseía y que nunca perdía. Se acercó a él con cuidado y le besó.

Greg cerró los ojos y se aproximó a él, agarrándolo por la cintura.

—Uuuugh —exclamó la vocecita de Sherlock —. ¡Si vais a hacer eso me voy a casa!

Greg rio contra los labios de su pareja, se separó e inclinó la cabeza hacia Sherlock.

—Alteza —saludó.

Mycroft alzó una ceja al ver la mirada de orgullo de su hermano. Aunque también se fijó en como reía cuando Greg se incorporó, lo cogió por la cintura y comenzó a hacerle cosquillas.

—¡Para! —exclamó el pequeño, aunque no dejaba de reír —. ¡Me chivaré a la guardia real!

Greg lo dejó en el suelo con cuidado.

—¿Son los mismos guardias que deberían de vigilaros y evitar que escapéis de palacio de noche? —comentó.

Sherlock hinchó los mofletes.

—Esos guardias no son la cosa más inteligente del mundo, la verdad —comentó Mycroft negando la cabeza, apoyó la mano en el hombro de Greg y lo apretó —. ¿Estás listo?

—Como nunca antes en toda mi vida.

Mycroft se separó y fue hasta su caballo, un pura sangre blanco llamado Algörg, y de sus alforjas sacó un paño de lino de color beige que envolvía unos anillos y una banda que estaba tejida con seda e hilo de oro. También dejó un trozo de pergamino con lo que tendría que decir Sherlock mientras oficiaba la ceremonia.

—Bien. Podemos empezar —dijo Mycroft colocándose a uno de los lados del atril junto a Greg.

Sherlock lo rodeó y se puso frente a ellos, dejando el atril en medio.

—¡No llego! —se quejó el pequeño.

Greg se mordió el labio para evitar reírse. Lo único que se veía de Sherlock por encima del atril eran algunos rizos extraviados. Mycroft se rascó la nuca.

—Demonios, se me olvidó traer algo para alzarlo.

—Dame un segundo —dijo Greg.

Se alejó un poco hacia el bosque que rodeaba aquel páramo, regresando al poco con un grueso tronco de árbol, lo pegó al atril y esperó cerca a que Sherlock se subiera.

—Perfecto —dijo orgulloso —. Podemos empezar.

Mycroft le dio un beso corto antes de separarse. Dejó las manos entrelazadas frente a él, Greg imitó su postura. Ambos miraban fijamente a Sherlock.

—Hermanos y hermanas de corazón —leyó el pequeño en voz alta —. Estamos hoy aquí para unir estas dos almas en matrimonio. Con el consentimiento de Dios... —paró de golpe y miró a Mycroft con el entrecejo fruncido —. ¡Tú no crees en Dios! ¡Te parece una tontería y un engaño!

—Yo sí creo en Dios, Sherlock —informó Greg sin dejar de sonreír.

El niño miró incrédulo a su hermano mayor pero no le dijo nada y continuó.

—El matrimonio, como cualquier otro tipo de compromiso, requiere un juramento por parte de los contrayentes y deberá de cumplirse hasta que la muerte os separe. Por favor, unid vuestras manos con la banda de Unghel —dijo Sherlock, cogió el trozo de tela de encima del atril y se los entregó.

Mycroft lo cogió de un extremo y envolvió su mano con él al igual que hizo Greg. Luego entrelazaron los dedos.

—Mycroft Edwin Holmes, príncipe de Apehaá y heredero de la corona. ¿Jura de corazón proteger, honrar y ser fiel a Gregory Héctor Lestrade?

—Lo juro de corazón —pronunció Mycroft con claridad mientras sonreía a su pareja.

Sherlock repitió la frase con el orden de los nombres cambiados mientras miraba a Greg.

—Por el poder que me ha sido otorgado, yo os declaro matrimonio, podéis besaros —anunció en voz alta —. Pero no mucho rato, que soy pequeño y no puedo ver esas cosas —murmuró por lo bajo.

Los recién casados rieron ligeramente antes de acercarse y besarse. Lo habían hecho miles de veces y por alguna extraña razón ahora parecía diferente. Un cosquilleo agradable que iba desde su estómago hasta sus labios.

—Te quiero —susurró Greg separándose ligeramente.

Mycroft sonrió, acarició la barbilla de su ahora marido y le besó de nuevo.

—Yo también te quiero —dijo antes de unir sus labios.

Estuvieron besándose un par de minutos más hasta que la voz infantil de Sherlock le volvió a interrumpir.

—Sí, sí. Todos nos queremos, pero tengo frío —se quejó.

Mycroft bufó, se separó de Greg ligeramente y miro a su hermano con odio.

—Cuando tú te cases también me mostraré impertinente —le dijo.

Greg sonrió, volvió a darle un beso rápido a Mycroft antes de separarse completamente.

—Tendremos mucho tiempo en el futuro para darnos todos los besos que queramos —le dijo —. No te preocupes.

Mycroft sonrió.

—Mañana, de noche. Te esperaré en las puertas de palacio. Y podremos estar juntos por fin —susurró.

Greg sonrió cogió su mano y le dio un beso en el dorso.

—Hasta Mañana, majestad. Duerma bien.

Se inclinó brevemente hacia el pequeño y luego le abrazó.

—Muchísimas Gracias, alteza —le dijo.

—Sí, sí. Espero que no te conviertas en un aburrido como Mycroft ahora que os habéis casado —murmuró contra el pecho de Greg.

Este le beso la cabeza por encima del pelo

—Eso nunca pasará, siempre vamos a seguir jugando a la búsqueda de misterios. ¡Siempre sorteando los peligros!

Sherlock rio feliz antes de separarse.

—Espera junto a Algörg un segundo —pidió Mycroft señalando al caballo.

El pequeño se separó y fue a acariciar el cuello del caballo. Mycroft se acercó a Greg y acarició su pecho con los dedos.

—No hemos tenido una noche de celebración —susurró.

—No seas impaciente, amor —le dijo —. La podremos tener mañana.

—A las ocho, recuerda, te esperaré en la puerta del castillo. Entrarás por la puerta grande. Ya verás.

Greg asintió, se acercó a él y besó sus labios con cuidado. Mycroft cerró los ojos y se dejó llevar un poco, abrazándole por la cintura y pegándolo tanto a él como pudo.

—Hasta mañana, amor —dijo Greg separándose un poco.

Mycroft le sonrió una última vez antes de subirse al caballo.

—¡Hasta mañana, Greg! —exclamó Sherlock mientras se iban

Cabalgaron hacia el castillo, bordeando toda la ladera hasta la zona de las cuadras. Entraron a hurtadillas para dejar a Algörg en su cubículo y luego subieron hasta sus habitaciones. Mycroft acompañó a Sherlock hasta la del pequeño, le ayudó a ponerse la camisola de dormir y lo arropó.

—Mycroft —murmuró Sherlock mientras se acurrucaba en el colchón —. En Apehaá la gente puede amar a quien quiera, padre nunca ha puesto nada en contra de eso. Ni tan siquiera el clero, ellos dicen que todos pueden ser amados. E incluso si quieren bebés hay mujeres que se dedican a ello o se pueden adoptar fácilmente en los orfanatos. ¿Por qué te has casado a escondidas con Greg?

Mycroft sonrió ligeramente.

—Greg no tiene sangre noble, ni tampoco pertenece a alguna familia real extranjera. Padre o madre podrán ser tolerantes en algunos aspectos, pero en otros no lo son. Y jamás me hubieran dejado casarme con Greg.

—¿Y por qué no has esperado a ser rey?

—No teníamos mucha paciencia —dijo Mycroft divertido —. Además, si presento a Greg ante la corte como mi esposo de por vida, todo el mundo pensará que fue un enlace bendecido por los reyes eméritos y no perderemos el respeto de las antiguas casas ni de la iglesia.

—Padre y madre pueden decir que nunca supieron de ese enlace.

—Pero para entonces seré yo el rey y solo mi palabra será la verdadera.

Sherlock sonrió y asintió ligeramente.

—Espero que todo salga bien y Greg sea parte de nuestra familia —murmuró.

Mycroft le besó la frente.

—Yo también. Buenas noches, hermano —cogió el candil de la mesa y se lo llevó.

—Buenas noches, majestad —murmuró Sherlock medio dormido mientras Mycroft cerraba la puerta.

Cuando Mycroft había imaginado como sería su coronación, siempre lo había hecho de forma ostentosa. Mucha comida y bebida se repartiría ese día para todo aquel que quisiera asistir a la festividad. Los músicos tocarían para él durante horas y por supuesto sacaría a bailar a cualquier persona que se lo pidiera. Pero ahora que llegaba el momento y estaba a pocos minutos de jurar el cargo y ser coronado, Mycroft solo podía pensar en Greg. Por fin podría amarle sin ningún tipo de restricción, presentarlo a todos como rey consorte y juntos gobernar el país.

La oración por un próspero reinado fue pronunciado al unísono por toda la corte e invitados, incluso Sherlock la dijo aunque hacía gestos y muecas que solo pudo apreciar Mycroft. El himno fue entonado mientras se sostenía de pie sujetado el cetro de oro, que tenía forma de pequeño garrote, la pesada capa hecha de visón moteado y la corona, que no estaba adornada ni era muy grande, pero era de oro macizo y pesaba mucho más de lo que pudiera gustarle.

Aunque la fiesta aún seguía en palacio, Mycroft salió a la hora acordada a por Greg y lo esperó en las puertas principales. No llevaba la corona, pero aún cargaba la capa real. Los guardias le hicieron una reverencia mientras salían y lo acompañaron hasta las puertas del castillo tras el pasadizo, dejándolo solo como él exigió.

Esperó pacientemente junto a las puertas, pero cuando pasó la hora y Greg no apareció empezó a impacientarse. Su pareja solía ser muy puntual y si llegaba tarde solo era por un par de minutos, pero ya había pasado casi una hora y no había aparecido ni enviado un mensaje anunciando su retraso.

—¿Guardias? —llamó.

Un hombre con armadura de metal de color oscura y una lanza con lazos de los colores de la bandera en un extremo, apareció de detrás de una de las puertas.

—¡Majestad! —exclamó entusiasmado, hizo una reverencia y le miró sonriendo —. ¿En qué puedo ayudarle?

Mycroft se desabrochó la capa y la dobló antes de dejarla sobre las manos extendidas del guardia, dejó la corona encima de ella y los adornos dorados que llevaban sus botas.

—Voy a bajar un momento a la ciudad —le dijo —. Me gustaría que me esperase aquí hasta que vuelva, por favor.

—Señor, necesita compañía para bajar a la ciudad. Si quiere ir ahora podemos organizar un viaje de pocos hombres y...

—No —interrumpió Mycroft —. Cogeré uno de los caballos de reserva y volveré en cuanto pueda. Vendré acompañado así que me gustaría que dejaran entrar a mi invitado sin ningún impedimento, ¿de acuerdo?

—Si señor —dijo haciendo una reverencia.

Mycroft fue caminando hasta las cuadras y cogió una de las yeguas que solían usarse para el trabajo de campo. No la ensilló, solo le colocó el bocado para poder agarrar las riendas y se montó de un salto. Intentó no parecer desesperado cuando salió del castillo pero puso al animal al galope en cuanto se adentró en los terrenos de los agricultores.

Sabía que la casa de Greg era una de las más apartadas y pequeñas de aquella parte del terreno, pero cuando llegó encontró tres chabolas iguales separadas por unos cuantos metros. Bajó de la yegua, la amarró a un árbol cercano y se acercó a la casa de la izquierda de donde provenían voces.

Aquella no eran maneras de conocer a su suegra, aunque francamente creía que nunca lo haría pues Greg no estaba muy unido a su familia. Tomo aire y llamó a la puerta.

Un par de minutos después le abrió una señora, estaba despeinada, con arrugas y tenía los dientes torcidos. Sujetaba un bebé que por el color de la camiseta se había vomitado encima. Otros niños se escuchaban en el interior de la casa.

—¿Y tú quién demonios eres? —preguntó, tenía un acento cerrado y había algo de odio en sus palabras.

Mycroft se alegró de no ser reconocido, evitó arrugar el gesto ante al nauseabundo hedor a excrementos y comida podrida que salía de la casa.

—Disculpe que la moleste señora —empezó a decir —. Me gustaría saber si es aquí donde vive Gregory Lestrade.

El rostro de la mujer se mantuvo con gesto indiferente por unos segundos, luego arrugó las cejas.

—¡No me hable de ese sinvergüenza! —gritó —. ¡Tantos años cuidando de él y huye! ¡Que dice que está harto de cuidar a estos salvajes y que se va!

—¿Se ha ido? ¿Cómo que se ha ido? —preguntó Mycroft sin dar crédito —. No se ha podido ir.

—¡Pues se fue! Cogió los pocos ahorros que teníamos y se marchó diciendo que ya nada le ataba aquí. Espero que se muera en algún barrizal —gritó —. ¿Quién cuidará ahora de estas criaturas? —dijo haciendo un gesto al interior de la casa.

A Mycroft le ardían los ojos y notaba una presión inusual en el pecho. El labio superior empezó a temblarle.

—Gra... Gracias señora —logró decir —. Gracias.

—¿Cómo que gracias? ¿Quién diablos cuidará ahora del huerto? ¡No tengo dinero! ¡Y soy viuda!

Mycroft echó mano al saquito de monedas de oro que llevaba en el cinto bajo la chaqueta. Normalmente no daba dinero a desconocidos, prefería dar alimentos, pero era incapaz de excusarse sin ponerse a llorar como una mujer desolada por lo que le puso las monedas en la mano de la señora, se dio la vuelta y salió con rapidez de allí.

Oyó un grito de júbilo a su espalda antes de que la puerta se cerrara, pero no le pudo importar menos. Se montó en la yegua y trotó hasta las espaldas del castillo, no podría enfrentarse así ante la corte aunque quisiera. Se bajó de la montura y se sentó en el suelo, apoyando la espalda en el muro del castillo y abrazándose las piernas.

¿Cómo podía haber sido tan iluso? Sabía perfectamente que Greg odiaba estar en esa casa. Solía estar constantemente al cuidado de sus seis hermanos y vigilar las cosechas desde el alba hasta que anochecía. Siempre le había oído decir que en cuanto pudiera, que huiría lejos sin mirar atrás pero cuando comenzaron su relación y esta se tornó más seria, Greg no volvió a hablar sobre su huida y Mycroft pensó que quizás había cambiado de opinión y que estarían juntos de por vida.

Pero al parecer Greg nunca se olvidó de sus prioridades y continuó con lo que había llevado planeando toda su vida.

Lloró hasta que ya no le quedaron lágrimas. Se levantó con dificultad porque el dolor de la postura le había agarrotado el cuerpo y caminó junto a la yegua hasta la puerta principal del castillo. El guardia seguía allí esperándole, con la capa y la corona aún en las manos.

—¡Majestad! —exclamó enderezando su postura —. ¿Le ocurre algo?

—No. Lleve la yegua al establo —dijo dándole la cuerda, cogió la corona y la capa y la dejó bajo el brazo.

—¿Vendrá la compañía que prometía señor? —preguntó.

—No —respondió Mycroft sin rodeos.