Esta historia se me ocurrió ayer por la noche a las tantas de la mañana (?), supongo que es cuando me viene la inspiración. Se aceptan peticiones, sugerencias, ideas, tomatazos, reviews lo que sea (; ¡Gracias por leer!

~Mrs. Väinämöinen


"¡Tino, Tino! ¡Mira, ven!"

Levanté la mirada. Aino corría hacia la orilla de la playa, persiguiendo algo. "¡Voy!", grité, mientras me levantaba de la arena. Empecé a andar hacia donde se encontraba ella. Estaba siguiendo un cangrejo, y saltaba emocionada a su alrededor, "hablando" con él. Estábamos a unos diez metros de distancia, pero estos empezaron a crecer cuando mi hermana corrió tras el animal, que se había sumergido en el agua, metiéndose ella también en el mar añil. Cuando me quise dar cuenta, Aino ya tenía el agua por la cintura, y seguía engulléndola a medida que daba pasos mar adentro. Cuando le llegaba al pecho, comencé a correr en dirección al mar, pero no acortaba la distancia. Por mucho que intentara avanzar, me mantenía en el sitio. "¡Aino, para". El aviso no le llegó. Estaba sumergida hasta el cuello. "¡Vuelve aquí ahora mismo!". Segundo aviso. Hasta la nariz. "¡AINO!". Tercer aviso. Había desaparecido bajo las frías aguas del mar Báltico.

...

Por alguna razón, lo primero que hice nada más abrir los ojos fue llevarme las manos al cuello. Noté que mi respiración era acelerada, y que tenía sensación de que me ahogaba. Inspiré fuertemente, y cerré los ojos lentamente mientras volvía a respirar con normalidad. Otra vez la misma pesadilla. Mi hermana pequeña Aino murió de leucemia no hacía mucho tiempo, por lo que era extraño que siempre tuviera el sueño de que se ahogaba en el mar. Ella y yo solíamos ir a la playa en verano, aunque el agua estuviera helada y no nos bañáramos. Pero sus pequeños pies no volverían a dejar huellas en la arena. Nunca más.

Me volví hacia la pared, y suspiré. Desde que ella ya no estaba, no le encontraba sentido a levantarme todas las mañanas. Ni a sonreír. Ni a nada. Por no hablar de mis padres. Estaban tan decaídos como yo o peores, y lo único que hacía yo era empeorar las cosas. ¿Quién querría estar en sus lugares? Ser unos padres con una hija de siete años recién fallecida, y un hijo de catorce con depresión. Tenían que estar pasando por un infierno, y para hacerlo más doloroso aún, ahí estaba yo con la cara larga y amargado. Pero no podía evitarlo. Realmente no creía en el futuro. No creía en que tenía grandes cosas por hacer en la vida. No valía la pena vivir, me repetía para mí mismo una y otra vez, hasta que me lo creí.

A la mañana siguiente, sentados en la mesa del comedor mientras desayunábamos en silencio, me enteré de algo que no fue muy agradable para mis oídos.

Tino, creo que te vamos a llevar a un psicólogo... comenzó mi madre con voz trémula. Aquellas palabras hicieron que levantara la vista del bol de cereales, y la dirigí hacia ella, parpadeando varias veces.

¿Qué? –espeté indignado, aunque aún no sabía nada del tema.

—Creemos que sería lo mejor para ti. –prosiguió mi padre, dando un sorbo a su taza de café.– Desde que, bueno, que Aino ya no está aquí, has cambiado muchísimo, y lo mejor es que acudas... Te van a ayudar, y...

—¡Pues claro que he cambiado! –protesté, expresando melancolía en la voz.– Vosotros también... Pero, no por ello vosotros vais a ir al psicólogo, ¿no?

—Tino, cariño, estás en la mejor época de tu vida, y no es normal que no quieras salir a ningún sitio, ni hacer nada, y además tus pesadillas...–me explicó mi madre, tratando de calmarme. Pero simplemente, no quería. Bajé la cabeza, haciendo que el flequillo me ocultara los ojos.– Entendemos que es un momento difícil, para ti y para nosotros, pero queremos que seas feliz a pesar de la situación...

—Ya se me pasará con el tiempo... No necesito ningún psicólogo. No estoy loco...

—Escucha Tiny, –(que era como me llamaba mi madre desde que era pequeño) empezó a decirme, levantándome la barbilla con una mano.– que acudas allí no significa que estés loco. De hecho, te vamos a llevar al departamento para adolescentes, por lo que habrá más chicos y chicas cómo tú... No serás el único, créeme. –sabía que en el fondo tenía razón, y que era lo que necesitaba, pero temía de lo que pensaran los demás. Asentí casi imperceptiblemente con la cabeza, y volví a bajar la vista.– Está bien. Ya verás como todo se va a arreglar, ¿vale? Tenemos la primera cita este jueves.

Volví a asentir, mudo, dejando el bol medio lleno, y dirigiéndome a mi habitación. Tampoco había tenido mucho apetito últimamente.

Me tiré en la cama, y me cubrí con las sábanas hasta la cabeza. Había pasado así muchas horas en los últimos meses. Las ganas de llorar de apoderaron de mí de nuevo, pero me abstuve. Había oído varias veces sobre que las personas con depresión no acudían al trabajo, o a clase. De repente, una ola de alegría recorrió mi mente. Si iba al psicólogo, ¿significaba eso que no tendría que ir al instituto? En mitad de la oscuridad, apareció una llama de esperanza. La idea de tener que ir a clase había estado preocupándome durante todo el verano. Tener que volver a ver a aquellos que me hicieron daño en un pasado, a los que hicieron que me odiara a mí mismo. No quería tener que volver a pasar por aquello. Que me gustara leer en vez de jugar al baloncesto o al fútbol no era razón para ser acosado... O quizá sí. Ya no estaba muy seguro de lo que era correcto y de lo que no. Momentos de mi vida que no quería recordar, pasaron como una película en mi cabeza. No pude contener el llanto.


Mi madre y yo nos sentamos en dos sillones en la amplia sala de espera. Bajé la cabeza, como me gustaba hacer. Así me sentía "protegido" de las miradas de los demás. No me gustaba el contacto visual, aunque me hubieran dicho muchas veces que tenía unos ojos muy bonitos. Miré de reojo a través del flequillo, y vi a una niña, más pequeña que yo, sentada también al lado de su madre en un asiento en frente nuestra. Estaba hablando sola, murmurando. Abrí el libro que me había traído, y fingí que leía. Pero realmente no podía concentrarme en la lectura.

—¿Qué estás haciendo?–preguntó curiosa la niña que murmuraba, desde su asiento. No tuve más remedio que levantar la vista hacia ella.

—Leo.–le contesté con una sonrisa, blandiendo el libro en mi mano para remarcar mi respuesta.

La niña me iba a contestar, cuando aparecieron en la puerta de la sala de espera un padre y su hijo, seguramente. El chico aparentaba mi edad, pero era mucho más alto y delgado que yo. Tenía el pelo rubio, y unos brillantes ojos azules verdosos tras unas gafas. Y ocurrió algo que no me gustó nada. El chico me miró directamente a mí, a los ojos, y por un segundo no supe que hacer. Pero luego encontré la solución: bajé la cabeza. Contacto visual. "Estúpido, estúpido, estúpido...", murmuré para mí mismo. En ese momento, él y su padre tomaron asiento en la silenciosa habitación. Volví a mirar de reojo. El chico rubio estaba con los codos apoyados en las rodillas, con la mirada perdida. Me pregunté en qué pensaba, y en porqué se encontraba allí. Todos los que estábamos allí era por una razón, cada uno de nosotros teníamos una historia que no queríamos contar.

Apareció una doctora en la sala con unos papeles en la mano y empezó a otear la habitación. Todos la miramos, expectantes.

—¿Tino Väinämöinen?

Mi madre y yo nos levantamos a la vez, y la doctora hizo un gesto para que entráramos en la habitación contigua, la consulta. Sentí como los fríos ojos del chico de las gafas se clavaban en mi persona, y preferí no devolverle la mirada. No quería sentirme más estúpido de lo que ya era.