Nota de la autora: estoy intentando escribir jugando con los narradores, esto fue una práctica. No me gustó, pero de todas maneras lo estoy subiendo para molestarme a mí misma y motivarme a mejorar.
Spence está desparramado sobre su pupitre, su mejilla derecha aplastada. Si apenas aguantaba sus párpados pesados la anterior clase, ni hablemos de mantenerse erguido.
El recuerdo de él apenas gruñendo un saludo al entrar y echándose sobre su pupitre, se reproduce de repente. No lo detengo. Imágenes de él intentando concentrarse en la lección, el costado de su rostro descansando en su mano, comprimiendo sus facciones y todo ambientado por un solo bullicio al que estamos tan acostumbrados que ni lo notamos ― pero al parecer nuestros amargados profesores no ―; discretamente se cuelan en mis pensamientos.
Cuando llegan a un punto muerto, noto que ha dejado de forzar interés en los garabatos escritos en la pizarra.
Su portaminas, aquel que siempre trae consigo, se mueve cada vez más lentamente. Mastico el interior de mis mejillas para triturar mis preguntas sobre la calidad de su sueño. Dudo de mi capacidad de contenerme. De no preguntarle si alguna vez soñó conmigo.
El borrador en forma de calavera en la punta de su portaminas se mece, no cambia su dirección; me doy cuenta de que ya tiene un pie en el mundo de los sueños. No lo culpo, también me estoy muriendo de aburrimiento.
Me llega una idea, inesperada como el pedazo de borrador que le lancé a Rajeev.
Escribí algo en la mesa, disimulando una sonrisa pícara y luego golpeé ligeramente la superficie con el nudillo, para llamar su atención. Dio un respingo. Funcionó.
Con toda la flojera del mundo, despegó su cara de la madera barnizada con un quejido. Su hombro rozó mi pecho.
Mordí mi labio inferior, deteniéndome de susurrar algo en su oreja, ¡estaba a meros centímetros de mi alcance! En su lugar, soplé en su oído. Recibí un codazo al reírme y eché la cabeza hacia atrás.
―¿Dibújame una cabra? ―leyó mi minúscula caligrafía de trazos rápidos, achinando los ojos. Inclinado sobre mi lado del escritorio para dos. Estoy bastante seguro de que necesita unos lentes.
Apenas retuve la carcajada.
―Dice «dibújame una cobra», hermano Allen ―le guiñé el ojo. Por un microsegundo, vi la línea de sus labios temblar. Sonreí involuntariamente.
―Eso parece una «a» ―soltó Spence, arqueando una ceja y apuntando a la letra. Sentí mi labio inferior deslizarse sobre el superior. Él sonrió con la mitad de sus labios―. Bueno, si tú lo pides...
Me recosté hacia atrás, la silla quedando apoyada en dos patas y mis manos detrás de mi nuca. Desde allí podía ver mejor los rápidos trazos transformarse en un algo.
―Cohen, las sillas no son mecedoras ―la profesora me regañó mientras me liquidaba con sus ojos verdosos, no del tono que hace inevitables las cursis comparaciones, sino de uno desagradable y opaco. Las arrugas en las comisuras de sus labios se cavaron más profundas, como si les hubieran echado los años en las zanjas. No estaba de humor para un concurso de quién disparaba más desprecio con los ojos, solo quería concentrarme en lo que saldría de la mano de mi compañero de asiento; por lo tanto, impulsándome hacia adelante lo más fuerte que pude y levantando una ceja con disgusto, volví la silla a su lugar golpeando el piso lo más sonoramente posible. Marcando mi desacuerdo. Ella se dio la vuelta bruscamente y retomó su lección, la tiza rechinando horriblemente contra el pizarrón.
Spence se sobrecogió apenas notoriamente por la conmoción, mas pude ver su espalda sacudirse. Y apenas escucharlo retener un grito. Una reacción parecida a la que tengo al ser pillado con las manos en la masa, estando muy concentrado o haciendo algo que no debería estar haciendo.
Alivié mis facciones contraídas por el enojo y llené mis pulmones.
Relájate, Cobra.
Sentí mis labios curvarse hacia arriba. Cuánto desearía haber visto su linda expresión alarmada.
Coloqué mis brazos alrededor de él, cuidadoso de no estorbarle y sintiendo la calidez que irradiaba su mejilla en la mía. Hipnotizado por la forma en la cual dibujaba, de una manera tan natural, como si lo hubiera hecho un millón de veces antes. Como si se cepillara los dientes. Le estaba dando los toques finales a la cobra más cool que haya visto en mi exitosa vida.
Al retirar el portaminas y su mano de la mesa, leí algo escrito en minúsculas debajo del dibujo:
«¿quieres sssssalir conmigo?»
Volteé a verlo y me encontré con su rostro a meros centímetros del mío. Aún lo tenía envuelto en mis brazos y me estaba mirando tímidamente. Sentí toda la sangre subir a mi rostro, me tomó con la guardia baja. También noté golpes acelerados, el martilleo contra mi pecho cada vez más veloz e insistente. Dos corazones.
Y una pregunta pegada a mis pensamientos.
El espacio que separaba nuestros rostros era delgado, se acortaba. Ya podía sentir la suavidad de su piel, su tacto tibio rozando la mía, el cosquilleo en donde la palma de su mano se apoyaba en mi abdomen propagarse como un incendio.
Spencer estuvo más cerca de mí que nunca.
Casi…
Lo solté bruscamente al recordar que estábamos en un salón lleno de otros estudiantes. Escaneé la habitación y solo noté a Shanilla cubriendo su sonrisa con sus manos al encontrarse nuestros ojos.
Tal vez era una broma. Se suponía que yo iba a ser el que diera el primer paso, joder. El que se colgaba a él como un mono. ¡El que no tenía vergüenza de nada y ahora estaba titubeando como una escolar locamente enamorada!
―Depende de a dónde me invites ―respondí, dando fin a la espera, medio bromeando y a la vez pícaramente, pero no salió tan bien como esperaba. Me relajé en mi asiento, apoyando los brazos en el respaldar de su silla y sonreí coquetamente.
Se burló de mí…
¡Se burló de mí! ¿Tan mal había estado?
Él iba a añadir algo al dibujo, pero retiró su mano de improviso, después de dejarla suspendida por un rato. Fue entonces cuando escuché aquel inconfundible clac-clac acercándose a nuestro lugar.
Sin pensarlo dos veces, me arrojé encima de la mesa. Empujé mi estuche ― mercadotecnia de mi anterior gira, por supuesto ― sobre esa parte de la mesa en especial, por si acaso. Sentí todo mi cuerpo tensarse y una terrible incomodidad añadirse al peso de mi espalda. Las miradas furtivas que me arrojaba Spence, quien ya tenía su lapicero sobre la hoja de su cuaderno de apuntes, no ayudaban en nada.
¿Vio lo sucedido? ¿Nos iban a echar de la clase? Entré en pánico.
