Náro selda

Niña de fuego

Era un gris día de otoño, y Áredhel estaba sentada mirando por la ventana. Anar se levantaba, derramando una cálida luz que se esparcía sobre el mar, sin llegar a ella. Se levantó, sonriente: esa mañana, el pequeño ser que llevaba en las entrañas pataleaba con más fuerza que de costumbre.

No se vistió, salió al portal con el fino vestido blanco que llevaba para dormir y los dorados cabellos sueltos, compitiendo con el Sol. Sonrió, y sus pardos ojos se llenaron de luz. Era feliz. Míratan regresaría para el mediodía, y se estaba acabando la interminable espera de nueve meses. Al fin podría ver el rostro de su primer hijo.

Cómo leyendo sus pensamientos, un fuerte espasmo le recorrió el vientre. Instintivamente, sus manos se posaron sobre éste, mientras el pequeño cesaba de moverse por unos instantes. Áredhel tomó aire, y entró en la casa para echarse la capa sobre los hombros y volver a salir, pero se paró en la cocina. Deseaba tanto tener al bebé, que quizá solo fueran imaginaciones suyas. No debía apresurarse. Largos minutos después, otra contracción la sacudió. Esperó a la tercera, y a la cuarta, y luego salió a toda prisa, con una sonrisa en los labios.

Tenía los ojos cerrados y los puños apretados. En cuclillas, respiraba trabajosamente y con mucho ruido, siguiendo las instrucciones de la partera, que estaba frente a ella, tomándole las manos. Le parecía estar partiéndose en dos, estar desgarrándose por dentro… ¿Por qué se le habría pasado por la cabeza la idea de tener hijos?

- Si lo llego a saber… - Áredhel musitó, y se interrumpió para apretar los dientes con la siguiente contracción – Te juro que si llego a saber que traerlo al mundo iba a ser esto, me habría negado rotundamente…

- Eso dicen todas, pero luego siempre tienen más. – la partera le sonrió, y Áredhel le devolvió la sonrisa – Tranquila, has tenido suerte.

- ¿Suerte? Si esto es suerte no quiero saber cómo han de pasarlo las que no la tienen. - ambas se echaron a reír, hasta que otro espasmo apresó a la parturienta. – Dime que sale ya, por favor…

- No saldrá si no empujas. En la próxima ya lo sabes: toma aire, y empuja con todas tus fuerzas.

- Es muy fácil decirlo…

Y fue entonces. Áredhel tomó aire y empujó. Empujó sin parar hasta que le pareció que hacía horas que empujaba, pero el Sol seguía en el mismo sitio de antes. Nada cambiaba. Seguía doliendo igual, y seguían las contracciones. ¿Cuándo acabaría? Había perdido ya la noción del tiempo, cuando la voz de la partera la devolvió a la realidad. Seguía empujando.

- ¡Ya sale! Ya se le ve la cabecita. – soltó una de las manos de las de Áredhel y tomó con ella la velluda coronilla que asomaba entre las piernas de la rubia mujer.

¿De qué color tiene el pelo?

- Parece… Pelirrojo.

- Oh, por… Que sea niña, por favor… Nai nuva selda, Eru(1)

Cerró con fuerza los ojos, y empujó de nuevo. Ahogó un grito, y luego suspiró de alivio al notar como algo resbaladizo se deslizaba por su cuerpo acompañado por el ruido del líquido al caer. Ya no notaba esa presión… ni las manos de la partera.

- Acertaste…

- Mírala, qué hermosa…

Áredhel sostenía a la pequeña, que con sus manos regordetas intentaba tomarle un mechón de pelo. La había llamado Giledhel, pero en pocos días otro nombre se había afianzado en la vida de la niña: Nárya. Fue Míratan, el padre, quién se lo dio.

Había llegado justo al mediodía, y nada más entrar en la casa se había encontrado con la partera. Había corrido hacia la habitación, en dónde Áredhel descansaba ya en la cama, con el recién nacido sobre el pecho. Una niña.

Una niña con una espesa mata de pelo rizado y rojizo, aún húmedo. La había tomado en brazos, miedoso y a la vez orgulloso de que su hija fuera aquella. Sería una mujer espectacular. ¡Con ése pelo! Bien sabía que la bisabuela, o la madre de la bisabuela, o quién fuera, de su mujer, había sido pelirroja. Pero aquél esplendor…

La pequeña abrió los ojos, oscuros como los de su madre, aunque de color indefinido, y Míratan sonrió con placer.

Nárya… - dijo - ¿Cómo la has llamado tú?

- Giledhel… Parece una elfita del reino de la luz, con ese pelo¿verdad?

- Sí… - besó la frente de la niña y se la devolvió a la madre – Entonces, que sea Giledhel Nárya.

Así habían sido los primeros momentos de su vida. Ahora, meses después, respondía a ambos nombres. Gillie para unos, Nár para otros, la niña de los ojos de sus padres y sus abuelas. Todos adoraban a esa pequeña que no paraba de sonreírles.

- …attatattatatat…

Mira como te llama… - Áredhel levantó los ojos hacia su marido, que estaba frotando la espada para sacarle brillo – Siempre que sacas la espada no deja de mirarte.

- A todas las mujeres os gustan las cosas que brillan… ¿verdad que sí, Gillie? – dejó el arma a un lado y tendió los brazos a la niña que, sentada en el regazo de su madre, le sonreía – Ven con papá…

La tomó y la lanzó al aire, provocándole sonoras carcajadas al volver a cogerla. Áredhel les miraba jugar, feliz. Qué hermosa era la vida en esos momentos…

Ahí estaba, con esa luz… era tan bonita. Tendió la mano, y acarició la brillante superficie. Estaba fría. Estiró la otra mano, dispuesta a asir aquello que tanto la fascinaba, y de repente una voz grave retumbó en la habitación sobresaltándola:

- ¡Giledhel Nárya, las manos quietas! – Míratan se acercó a grandes trancos, mientras la niña se dejaba caer sentada al suelo y se echaba a llorar, frustrada y asustada por el grito. La habían descubierto otra vez. La voz de su padre se suavizó al tomarla en brazos – Sabes que eres demasiado pequeña y puedes hacerte daño…

- ¡No, no, no, no, no, no, no! – la niña le golpeaba el pecho con los puños cerrados - ¡Suelta¡Suéltame¡No quiero!

- ¡No me hagas rabietas, sabes que no me gustan! – Míratan se puso serio.

- ¡NO QUIERO! – empezó a patalear, gritando - ¡Suelta, suelta, suelta, suelta!

- Míratan… ¿Qué le has hecho a la niña? – una mujer alta estaba en la puerta, con la blanca cabellera recogida en un moño. Sonreía divertida.

- ¿Yo¿Qué le he hecho yo? ¡Si es ella!

- ¡Abuela…! – la niña estiró los brazos hacia la mujer, y cuando esta la hubo cogido enseguida se calmó.

- Si a las mujeres no hay quien os entienda… ¡Menudo genio tienen algunas! – refunfuñó Míratan, arrinconando la espada mientras Nár se hacía la ofendida. – ¿Sabes, Nérwen? Espero que si Áredhel me da más hijos no sean pelirrojos. ¡Porqué hay que ver lo que se trae ésta…! Dos añitos nada más, y mírala, ya le levanta la mano a su padre.

Se dirigió al cobertizo, mientras Nérwen meneaba la cabeza, sonriendo. Sí que tenía un buen genio, la niña. ¡Y tanto genio!

Cuando la dejó en el suelo, Nár se dirigió lentamente hacia la puerta por la que había salido su padre. Cuando se hubo cerciorado de que él no estaba allí, se encaminó con sigilo hacia la parte trasera de la casa, seguida por Nérwen. Se asomó y constató que Míratan estaba allí, sin camisa, preparándose para cortar leña. Una enorme sonrisa asomó a su rostro y se sentó al lado de un montón de ramitas para contemplar a su padre.

Le fascinaba verle trabajar. Con los músculos al Sol, el hacha en la mano, golpeando los troncos… Primero uno, luego otro, y otro más… Siempre lo mismo, siempre monótono. Golpe tras golpe, hachazo tras hachazo. Y sin embargo podía pasarse horas mirándolo.

Nérwen se apoyó en la pared, dispuesta a esperar. No pudo contener una risa al ver el rostro de su yerno al girarse, esa cara de extrañeza, fastidio y, al mismo tiempo, de profundo placer por saber que la niña le estaba mirando. Se encogió de hombros.

Áredhel les había encontrado aún en el cobertizo. Intercambió una mirada cómplice con su madre y tomó en brazos a la niña, que intentó liberarse del abrazo hasta que vio que su padre también iba a entrar en la casa.

Ahora, ya después de cenar y de que su madre le diera el baño, Nárya estaba sentada a la vera del fuego, mirando fascinada las llamas. Poco a poco, se levantó, silenciosa, y se acercó a su padre, que estaba en el sillón. Se cogió de los negros pantalones, poniéndose en pie, y trepó hasta su regazo. Sin decir nada, se puso de puntillas, le dio un beso en la mejilla y luego se acomodó entre sus brazos, agarrada a su pecho.

Míratan la miró unos momentos. Durante toda la tarde había estado girándole la cara, haciéndose la ofendida, y ahora… Ahora se dormía en sus brazos, tan tranquila, con una sonrisa en los labios. Le retiró un mechón de delante los ojos. Nadie podía negar que era del Sur. Pese a tener los ojos grandes, como Áredhel, la nariz, las mejillas y la boca de labios carnosos eran completamente haradrim. No era tan morena como él… pero sí tenía la piel mucho más oscura de lo que se podía esperar viendo a su madre. Sí, nadie podía negar que era su hija.

Sonrió. ¡Parecía tan tranquila cuando dormía!


1) Que sea niña, Eru…