Hola, chicas y chicos si lo hay, de nuevo ando en un fandom que no es sobre el que naturalmente escribo, pero, es que no me pude resistir. Una historia pequeña, tres capítulos a lo más, de Sherlock y John, un Johnlock ligero, muy leve. Ojalá les guste.

DISCLAMER.- Los personajes de ésta historia no me pertenecen, le pertenecen al genio de Sir Arthur Conan Doyle, el contexto es obra de Mark Gatiss y Steven Moffat. La estrofa del principio tampoco es mía (para variar), le pertenece al grupo Ecuatoriano Crossfire de su canción "me ata el silencio".

Bien, dicho ésto, ahora si a lo que vinieron. ¡Que lo disfruten!

… y luego tú te iras de mí, muy lejos de aquí, dejándome solo.

Puedo aguantar mi dolor su amargo sabor
y el crudo destino,
puedo mantenerme vivo llorando de amor por ti.

Te quiero y no sé qué decir, me aruña el dolor,
me ata el silencio.

Tú eres de mi corazón y él sangra de amor por ti.

(Me ata el silencio, Crossfire)

LUNES

John Watson es un hombre de costumbres, acostumbra tomar café sin azúcar, con el desayuno, acostumbra comer huevos y salchichas y sobre todo, acostumbra a ir a diario a la tumba de Sherlock, aunque no siempre lo haga de manera consciente.

Camina por las mismas calles, mientras piensa en cuantas veces las anduvo a todo correr, hombro con hombro al lado de Sherlock.

Sigue caminando y mira una florería, la misma a la que llega todos los lunes.

Un lunes de hace más de un año, mientras caminaba por las calles conocidas divisó ésa florería, en el aparador un ramo de rosas azules. Hubo un pensamiento que cruzó su mente, tantos tonos de azul unidos, iban desde el tono de los ojos de Sherlock hasta el azul de su bufanda, John negó con la cabeza y entró a pedir el ramo. Sepultó aquel pensamiento en lo más profundo de su mente, en un lugar del que nunca volviera a salir, pero aun así, cada lunes compra un ramo de rosas azules.

Cada lunes el dependiente de la florería le dice la misma frase "que hombre tan detallista, a su novia le encantarán." Cada lunes sale con el ramo en las manos que parece pesar una tonelada y anda el resto del camino hasta el cementerio.

Todos los lunes quita el ramo de la semana anterior y deja uno nuevo, siempre hay más flores, no sabe quién las lleva, quizás Mycroft, quizás Molly, quien sabe, la Señora Hudson, Lestrade, o los lunáticos que acompañan últimamente a Anderson. Pero siempre, respetan el lugar que tienen las flores de John, justo al centro, justo abajo del nombre de Sherlock.

Cada lunes llega hasta donde la tumba de Sherlock reluce, negra con letras doradas, parece tan sobria y elegante… y cara, sin ninguna duda idea de Mycroft. Obviamente John no podría haberse permitido un gasto así. Constantemente John se pregunta si a Sherlock le gustaría, a veces cree que si, a Shelock le gustaba la sobriedad, solo hacía falta mirar su ropa, otras piensa que la odiaría solo por llevarle la contra a Mycroft.

Todos los lunes John llega hasta ese lugar con paso militar, la mirada al frente, y se dice que lo está superando, que éste día es más fuerte de lo que había sido antes, se asegura que ya pronto dejará de ir a cada momento hasta ese lugar que solo le causa dolor. Que ahora, la herida está sanando, que la puede sentir a la altura de su pecho comenzar cicatrizar.

John Watson es un hombre de costumbres y acostumbra constantemente a contarse mentiras a si mismo.

MARTES

John Watson es un hombre de costumbres, acostumbra levantarse a las seis todos los días y salir a correr.

Cada martes recorre las calles de Londres a paso veloz al principio, luego corre como si la vida le fuera en ello no es que le importe estar en forma ahora que las carreras desaforadas por los tejados de Londres se han terminado.

"Pero cuando regrese" le susurra su mente con la voz de Sherlock, pero John no quiere escuchar aquellas palabras así que, como cada martes, le grita a su mente que se calle de una buena vez.

"Creí que solo los genios hablaban solos" dice la voz socarrona de Sherlock en su cabeza, de nuevo. John sacude él rostro y entierra aquel pensamiento enfermizo junto con el pesamiento de las flores azules y procura que no vuelva a salir a la superficie.

Algunas veces, mientras corre, incluso se permite divagar que persigue a un asesino imaginario, solo por diversión. Aunque otras, se siente como si en lugar de perseguir estuviera huyendo, no sabe de qué huye, pero sea lo que sea está peligrosamente cerca. Quizá su psiquiatra, los conocidos, las amistades, los dolientes, los curiosos, de los recuerdos, de los momentos, de la ira, del pasado, de los sentimientos inconclusos, inexpresados… del fantasma de Holmes. Luego después de la carrera llega sudando y sin una pizca de aire en los pulmones, llega como siempre a la tumba de Sherlock intentando recuperar el resuello.

Las flores del día anterior se han puesto mustias. Mira la tumba y a su alrededor, pero no hay nada, solo él, un solitario entre la muchedumbre de Londres. Mira con curiosidad como la gente continúa con su vida, ajena al dolor, todos ajenos a la pérdida que le atenaza, sacude la cabeza y trata de convencerse que ya casi lo supera, que luego de dos años ya casi puede respirar sin la opresión en el pecho.

Toca el mármol frío con embeleso, quizás no debía ser negro, aunque se vea más elegante, quizás debería ser blanco, del mismo color que la piel marmórea de Sherlock.

John Watson es un hombre de costumbres y como cada martes se dice que la herida ya no supura más, que está a punto de dejar de doler y que la sensación de vacío que siente en el pecho es solamente por haber corrido desde Baker Street, pero en nada tiene que ver con la ausencia de Holmes, que es solamente la falta de condición y que pronto desaparecerá, muy pronto.

John Watson es un experto, un experto mentiroso, es tan bueno que incluso se convence a sí mismo, de que todo lo que piensa es la verdad.

MIÉRCOLES

John Watson es un hombre de costumbres, tan lo es que, como cada miércoles está haciendo las maletas por enésima vez.

Ya ha recogido todo lo que había en su habitación, no había problema por ello, es tan simple tomar los trozos de lo que hay en su vida, su taza, su ropa, sus pocos libros, su arma y ponerlos en cajas con miras a mudarse con Mary, irse por fin de Baker Street, abandonar el número 221-B y continuar. Empacar lo que hay en su habitación es simple, siempre es simple, pero toda su determinación se esfuma en cuanto pone un pie fuera de ella y se enfrenta al resto del piso.

Mary le ha dado un ultimátum, como hace cada miércoles, cuando lunes y martes han pasado y él apenas y le ha mandado un mensaje. Abre la puerta de la habitación de Sherlock intentando aparentar más valor del que siente y mira dentro. En cuanto la puerta se abre un aroma triste le inunda los pulmones, una mezcla extraña, el encierro, el abandono, el tabaco y la loción de Sherlock. La cama no está hecha, la capa de polvo es más gruesa cada vez, dos años han pasado desde que se usó por última vez aquella habitación.

Cierra la puerta sin haber echado mas que una mirada. Necesita comer algo, sí, eso es, porque la herida que siente ya casi está curada, es solo que… tiene hambre.

Camina hacia la cocina donde la Señora Hudson ha dejado algo de comida, la pobre mujer odia poner siquiera un pie en ese lugar, apenas mira dentro y ya está llorando, y en todo caso, para ser sinceros John odia toparse con ella, ¿cómo se atreve la mujer a expresar su dolor llorando a lágrima viva mientras que John se traga las lágrimas?, ¿cómo se atreve a pararse allí esperando que John diga alguna palabra de consuelo cuando lo único que tiene es amargura? Odia tener que afianzar la voz y decirle a la mujer que ya pasó, que hay que seguir adelante, mientras que él es incapaz de siquiera empacar.

Come un poco, pero, no es que se sienta mal, es solo que la hora del desayuno ha pasado y ya no tiene tanta hambre.

Camina hacia el salón. Nada ha cambiado, de manera perfectamente normal Sherlock podría aparecer por la puerta en ese momento y encontraría todo tal y como estaba cuando se fue. Su violín descansa en el mismo rincón, el cráneo sigue encima de la chimenea, sus cigarrillos en él mismo escondíte los sillones que usaban para sentarse a pensar juntos están igualmente ubicados, incluso la pared aún está dañada por los balazos que Sherlock lanzó mientras estaba aburrido.

Se deja caer en el sillón y mira a su alrededor, hay libros desperdigados por doquier, y entonces John se da cuenta que no puede, al diablo con Mary, no puede, simplemente no se atreve a tomar los libros de Sherlock y ponerlos en una caja, no puede tomar el violín y buscarle un estuche, no puede, no puede mover nada.

Y de cualquier manera, ¿Cómo podría empacar todo aquello?, no se atrevería a dejar botado nada. "Sentimental", resuena una voz en su cabeza, una voz que suena como la voz de Sherlock.

¿Qué haría entonces, aparecerse a la puerta de la casa de Mary cargado de cosas, cargado de los libros de Sherlock, el microscopio de Sherlock, la ropa de Sherlock, la gorra de Sherlock, el violín de Sherlock? ¿Cómo podría vivir con Mary mientras carga los recuerdos de Sherlock, el fantasma de Sherlock?

Entonces John Watson sale de Baker Street y camina, y camina, y camina, sin detenerse ni siquiera a ver por donde va, solo camina hasta llegar a la tumba de Sherlock.

Sherlock, Sherlock, Sherlock, Sherlock, Sherlock, allá a dónde va, Sherlock. Todo el jodido día Sherlock, cada día Sherlock.

Entonces John Watson mira la tumba de Sherlock, maldito Sherlock, las flores están quedándose ya sin pétalos, y John quiere llorar y quiere gritar, pero él es un soldado y solamente se queda ahí de pie mirando el mármol negro, con la espalda muy recta y los puños apretados hasta clavarse las uñas en las palmas.

Luego de horas John Watson se va y se dice que lo está superando, que el hecho de no llorar lo prueba, que ya pronto va a superarlo y va a seguir con su vida, porque John Watson va a superarlo, como superó la guerra, y él sabe que se está contando una mentira, pero de alguna manera se dice que es así e intenta convencerse de ello, y lo repite hasta casi creérselo, porque John Watson es un hombre de costumbres y él tiene por costumbre creerse sus mentiras.

JUEVES

John Watson es un hombre de costumbres, y acostumbra a ir unas horas a la clínica cada día, atiende unos pocos pacientes, le pagan poco, pero no necesita mucho para vivir. Apenas come, apenas duerme, no ve la televisión, las luces rara vez se encienden en Baker Street, puede pasar la noche en vela, en la oscuridad, así que su único gasto es seguir pagando el alquiler de Baker Street 221-B.

John Watson regresa de la clínica cada jueves con la firme sensación de que tal vez debería meterse un balazo por la boca, no es que esté deprimido por la muerte de Sherlock, es solo que, está agotado.

Mira a su alrededor, en la mesita hay una pila de cartas y recados. Cada jueves la Señora Hudson sube la correspondencia. John no quiere ver esos papeles, porque sabe lo que habrá impreso en ellos, Sherlock. Ya lo sabe porque, cada semana, esas cartas y esos recados llegan hasta su puerta. Amigos y conocidos pidiendole que se reporte luego de una semana en la que no han sabido de él. Cierra los ojos, podría andar por todo el piso a ciegas, los toma de la mesita aun con los ojos cerrados y se deja caer de nuevo en su sillón. Ahí están, tal y como lo pensó, Molly, Mycroft, Lestrade, Mary no le ha escrito, al parecer lo ha botado por enésima vez, en el fondo no es que importe, en realidad, es mejor, no hubiera podido dejarla él. Pero John la entiende perfectamente, no era justo para ella tener que luchar cada día contra el recuerdo de Sherlock.

John Watson mira por encima la correspondencia: "ha pasado tanto tiempo", "lo sentimos", dicen, "lo extrañamos", escriben, "condolencias", "resignación". Basura, todas y cada una de ellas, nadie entiende en realidad una palabra, nadie sabe en relidad lo que es extrañar, lo que es doler, y obviamente nadie puede hablarle de resignación pues nadie le quería como él, nadie le conocía como él, nadie sabía en realidad lo que es vivir sin él. Nadie sabía en realidad lo que es estar embargado en su presencia, despertar por la noche y estar seguro de que está tocando el violín, en el salón, a mitad de la madrugada, una melodía trémula de tristeza ¿Qué podían saber ellos de añoranza?

Se levanta de su sillón y camina hacia la salida de paso pone las cartas en el cubo de la basura, su mano izquierda tiembla y su pierna duele como el demonio.

John Watson tiene por costumbre contarse mentiras y como siempre se dice que necesita algo de aire, afuera cae un diluvio y la noche empieza a caer prematura pero aun así sale. Aunque su mente le dice que solo dará un paseo, sus piernas lo llevan hacia Sherlock. Cuando llega está completamente empapado, su cabello y sus ropas escurriendo. Pasa ahí mucho tiempo bajo la lluvia. Las mayoría de las flores se han quedado sin hojas bajo el peso del agua unas cuantas cuelgan marchitas.

A John Watson le salen muy bien las mentiras así que, aunque sus ojos escuezan y estén rojos, el jura que no está llorando es solo la lluvia lo que corre por su rostro. Una lluvia que sabe salada en sus labios. Suelta un sollozo, pero no es que esté llorado es solo que tiene frío y no es que sufra demasiado por Sherlock solo era su mejor amigo y no es cómo si él hubiera estado enamorado de Sherlock, por que claro que él no es gay.

VIERNES

John Watson es un hombre de costumbres y más por costumbre que por convencimiento cada viernes acude a su cita con su psiquiatra no es que sirva de nada por que en realidad ella no sabe cual es el verdadero problema.

—No hay manera de que esto funcione John, si no pones de tu parte —le dice después de media hora intentando sacarle al soldado las palabras a tirabuzón, John mira por los ventanales en silencio. —Tu pierna duele de nuevo —parece una pregunta, pero John sabe que no lo es, mira a su derecha donde descansa el bastón, maldito odioso bastón y asiente aún sin mirarla —y el temblor de tu mano.

—También ha regresado —le contesta el soldado, aunque tampoco era una pregunta.

— ¿Y las pesadillas? —John asiente —John, mírame.

El levanta el rostro y mira a la mujer a los ojos.

—Necesito que te abras, que me digas que es lo que sucede, que lo externes.

John Watson es un hombre de costumbres, solo de esa forma se explica el que siga intentando ayudarse con una psiquiatra. Ciertamente no entiende para qué lo hace, para qué se levanta todos los viernes, se baña, se acicala y sale a la calle con su cara de "soy un tipo perfectamente normal al que no le pasa nada" y camina con rumbo a la consulta y pasa toda aquella hora con la psiquiatra que sabe que no ayudará, porque él se niega a decir nada.

— ¿Hay algo nuevo que quieras contarme? —John niega, la psiquiatra empieza a tomar notas y John mira lo que ha escrito en su libreta, lo lee de revés, "depresión", "insomnio", "negación". Lo lee, pero no tiene ningún ánimo para decir nada.

—Cuéntame de tus pesadillas —le dice la mujer.

—Ya no sueño con la guerra. —Eso es cierto. Mira el reloj, la hora está por terminar —tengo que irme —se pone de pie y sale huyendo de la consulta, dejando a la mujer con la palabra en la boca.

Cojea mucho más que antes, la mano le tiembla demasiado. Sigue caminando, sabe hacia dónde va, porque luego de haber pasado la semana entera negando que le pasa algo ya no puede, necesita arrastrarse, si es necesario, hasta la tumba de Sherlock y cuando llega ya no puede controlarlo, llora, llora desesperado, porque ya no sabe que es peor si estar despierto sintiendo el vacío, o estar dormido con las pesadillas.

John distingue tres tipos de tormentos en su mente, por un lado están los sueños despiertos, como John los llama, cada vez que cierra los ojos ve a Sherlock cayendo, desde lo alto de St. Barts, cayendo, con el abrigo haciendo ondas de viento, y luego el golpe sordo de su cuerpo contra el asfalto, se acerca y lo ve, piel pálida contra carmesí. Su cabello revuelto que se derrama alrededor de su cabeza, apelmazándose por la sangre, los ojos abiertos, son ahora muy azules y contrastan de manera horrenda con las gotas de sangre que corren por su rostro como si fueran lágrimas.

John intenta enfocarse en las letras doradas de la tumba, Sherlock Holmes, para no perderse, intentando no caer en el abismo de su propia mente. Luego están los sueños dormidos estos provocan en John un miedo irracional, jamás lo dirá, nunca le dirá a nadie lo que son pero lo puede ver, en cuanto su mente se desconecta y la pesadilla empieza, lo ve, Sherlock Holmes resquebrajado, sus ojos hundidos que han dejado de ser azules para convertirse en hielo, vacío y sin vida, su piel siempre blanca ahora es cadavérica, sus pómulos imposibles, aun mas angulosos, el cabello aplastado, el abrigo roto, roído por el tiempo, que no ha dejado de pasar, que no ha perdonado ni siquiera al héroe de Reichenbach camina de manera lenta, con el cuerpo roto luego de la caída, Sherlock muerto, buscando a John, invitándolo a que se acerque, a que vaya con él, "en el infierno también se puede tocar el violín John", luego le sonríe. "Lo pasaremos en grande, aquí el juego nunca termina, John, aquí está lleno de psicópatas y asesinos, aquí es a donde tú y yo pertenecemos". John podría claro saber que aquello es un sueño, que es de niños temer a fantasmas y zombies, pero no es eso lo que le asusta, lo que realmente teme es, que en realidad quisiera ir con él, sabe que si Sherlock viniera desde el infierno y lo invitara a ir, John iría, sacaría su arma del cajón del escritorio y besaría el cañón con la satisfacción con la que besaría las mejillas de Sherlock, se metería un balazo con todo el gozo del mundo y podría, por fin, ir de nuevo al lado de aquél, ¿qué importa si es el cielo, el infierno o el fin del mundo? Irá.

Y por último están las "pesadillas", no es que sean peores que los "sueños dormidos", pero son éstas las que más hunden a John, son aquellos sueños en los que ve su vida, su vida tal y como era al lado de Sherlock, son los sueños en los que el detective se le aparece en todo su esplendor, son los sueños en los que simplemente corre por Londres sintiendo la compañía de Sherlock al lado suyo, "apresúrate John, se escapa", los sueños en los que se deja caer en su sillón favorito con un whisky en la mano mientras Sherlock toca el violín, lo mira deslizar sus dedos blancos por el arco, sus ojos lejanos, sus ojos que son verdes y azules y grises y que parecen reflejar una galaxia entera, pensando en cosas tan lejanas para John, ahí, Sherlock, lozano e inalcanzable, desbocado, una mente superior encerrada en el cuerpo de un joven pálido de ojos indescriptibles, tan real y quimérico a la vez, y John añora aquel tiempo en que podía solo mirarlo, admirarlo, sintiéndose tan vulgar a su lado, tan mundano y sin embargo en el lugar correcto.

John Watson es un hombre de costumbres y acostumbra a contarse mentiras constantemente, y se dice que ya no puede levantarse, que ya no puede seguir intentando, pero sabe que es una mentira, que lo hará de nuevo, que lo seguirá tratando porque no puede rendirse, porque es un hombre de costumbres y tiene por costumbre creer, y cree firmemente que Sherlock no está en el infierno y cree firmemente que lo volverá a ver, que es solo cuestión de soportar el tiempo necesario para poder alcanzarlo, allá donde Sherlock esté.


Bien, hasta aquí por hoy, un poco, demasiado meloso, tal vez, pero si ustedes escriben lo sabrán tan bien como yo, una vez que uno empieza a escribir, lo personajes suelen hacer lo que les viene en gana.

Creo que en un par de días subiré el siguiente capítulo.

Hasta entonces.

Adrel Black