CAPÍTULO 1

—Te lo dije, ¡no lo lograríamos! –exclamó Candy White tratando de contener la risa que le producía el haber sido rechazadas en un club nocturno.

Iban trastabillando por la calle, muertas de risa, casi sin poder hablar y avanzando hacia el auto que habían dejado en estacionamiento de club nocturno.

—¿Le viste la cara al guarda? –rio Annie, su mejor amiga—. Era como de: "Oh, Dios, otro grupo de niñas tratando de colarse"—. Candy y Annie volvieron a reír apoyándose la una en la otra, y sintiendo que el estómago les dolía.

Los tacones altos, extra altos no habían servido, el maquillaje, ni los trajes ajustados y descarados que se habían conseguido especialmente para esta ocasión. No podían ocultar la cara de niñas que tenían. Después de todo, sólo tenían dieciocho años.

Elisa no reía. Iba caminando detrás de sus amigas, cruzada de brazos y molesta, mirando a Candy y a Annie reírse como si fuera muy gracioso lo que acababa de ocurrir. A ella no le parecía gracioso; era nefasto. Candy se giró y la miró.

—No te pongas así –le dijo con su característico buen humor y su brillante sonrisa.

—¿Cómo que no me ponga así? –reclamó Elisa—. ¡Allí iba a ver a Terry! ¡He perdido mi oportunidad de estar con él! –Candy miró a Annie.

Hacía unos días que Elisa hablaba y hablaba de un tal Terry GrandChester; según ella, un apuesto y millonario joven que se había enamorado de ella y estaban saliendo. Terry, según palabras de Elisa, era perfecto: atlético, guapísimo, estudiante en una importante universidad, heredero de una gran fortuna, y estaba enamorado de ella… pero hasta ahora, ellas, sus mejores amigas y que no le ocultaban nada y lo compartían absolutamente todo, no lo habían visto ni una vez.

Conocer un chico con esas características era algo más bien soñado. Ellas eran chicas simples de clase media, y todos los chicos que conocían eran de la misma condición, de la escuela o de la zona en que vivían. Se habían preguntado mil veces cómo Elisa había conocido a alguien así, y cómo tenía su teléfono, pero hasta ahora todo era un misterio.

—Bueno, llámalo y dile que no pudimos entrar –propuso Candy encogiéndose de hombros.

—¡Claro que no, me da vergüenza!

—No seas tonta –le dijo Annie—. Si te quiere como tú dices, lo comprenderá. Somos menores de edad, y es obvio que no podríamos entrar a un antro de esos.

—Ah, vamos mejor a otro sitio –dijo Candy señalando el otro lado de la calle—. Estamos de celebración. Mi papá no me dejará volver a salir de nuevo tan rápido, así que yo propongo irnos a otra parte y celebrar. ¡Nos acabamos de graduar!

—¡Estoy de acuerdo! –exclamó Annie elevando su mano, y volvieron a reír. Elisa se puso una mano en la cintura y sacó un teléfono móvil que, según ella, le había regalado Terry. Cada vez que Elisa hablaba de él, sus ojos se iluminaban y suspiraba sin parar. Y lo hacía constantemente, casi ya no tenía otro tema, pero hasta el momento, no les había enseñado una sola fotografía. Aseguraba que era guapo, extremadamente guapo, pero no había evidencias de ello. Ni de que existiera, realmente. Annie, había dicho que a lo mejor Terry no existía, que era producto de la desesperación de Elisa por tener un novio rico, popular y etc.

Candy no la creía capaz de inventarse un novio, alguien como ella no lo necesitaba...

—¿Aló? –dijo Elisa a alguien a través de su teléfono.

—Es otra vez el novio misterioso –le susurró Annie a Candy cubriéndose los labios con los dedos.

Candy siguió avanzando hacia un lugar que permanecía abierto y que parecía ser un restaurante.

—Déjala ser feliz –le dijo—. Exista o no exista, ella parece contenta.

—Yo no la veo nada contenta –volvió a decir Annie mirando hacia Elisa. Candy hizo lo mismo, y Elisa seguía con su expresión de enfado.

—¿Por qué se inventaría un novio? No lo necesita, es bonita, puede conseguirse a quien sea.

—Yo creo saber por qué –dijo Annie en el mismo tono de voz confidencial—. Actualmente, es la única de nosotras que no tiene novio, cuando siempre fue al revés.

—Yo no tengo novio.

—¿Me vas a decir que Anthony tú no son novios? ¡El otro día los vi besarse!

—¿Nos viste? –exclamo Candy escandalizada.

—Sí, fue asqueroso ver a mi mejor amiga pegada a otro, ¡Ugh! –Candy se echó a reír.

—Me dijo que le gusto –sonrió Candy mirando al cielo en una pose soñadora—. Ah, al fin lo dijo, y me besó. Me pidió que saliéramos, pero…

—¿Pero? ¿No es lo que has estado deseando?

—Sí, pero me siento nerviosa. Siento como que voy a hacer algo que lo arruinará todo, y…

—No seas tonta. ¿Cómo podrías hacer algo que lo arruine? Llevas mucho tiempo enamorada de él, así que sólo sé tú misma. Si te tocara fingir en cualquier cosa, entonces la relación no valdría la pena.

—Eso lo sé.

—Entonces no le has dicho que sí.

—Le dije que lo pensaría.

—¿Cuándo le darás la respuesta?

—Nos veremos mañana. Me invitó a salir.

—¿Y tus padres te dejaron?

—Ellos no saben que saldré con él –Annie abrió su boca comprendiendo incluso antes de que Candy se lo dijera—. Por favor, por favor, por favor –le rogó juntando sus manos y mirándola con ojitos suplicantes—, si te llaman, tú di que sí, que estoy contigo.

—¡Candy White!

—¡¡¡Por favor!!!

—¡No me gustan estos juegos!

—Pero eres mi mejor amiga, ¿a quién más se lo voy a pedir?

—¡Yo que sé! Pero no quiero la cara enfadada de tu padre contándole a los míos lo que hicimos.

—¡Amiga de mi alma! –insistió Candy cerrando sus verdes ojos y encorvándose un poco— ¡Mi mejor amiga, la amiga que más quiero en el mundo! –Annie se cruzó de brazos intentando disimular la risa, y en el momento se acercó Elisa. Corría con sus tacones y tenía una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Viene para acá! –exclamó Elisa—. ¡Terry va a venir!

—Excelente –aplaudió Annie—. Parece que al fin lo vamos a conocer.

—No viene solo, se trae dos amigos más.

—Yo tengo novio –la atajó Annie elevando su mano derecha.

—Yo pronto tendré –agregó Candy haciendo el mismo gesto.

—No sean así. No significa que se tengan que enrollar con ellos o algo. ¡Por favor! –Annie y Candy se miraron la una a la otra, y el mensaje que viajó entre las dos fue claro. Con tal de conocer por fin al tal Terry, lo que sea, y aceptaron. Elisa volvió a pegarse al teléfono, y Candy bajó del andén para cruzar la calle preguntándose qué pensaría Anthony de esto que estaba haciendo. Seguro que no le gustaría saber que ella la noche anterior había salido con otros, y ella entonces tendría que explicarle. Sonrió mirando al cielo. No era tan grave, ella no iba a hacer nada malo. Además, por muy guapos que fueran los amigos del tal Terry, a ella sólo le gustaba Anthony; desde siempre había sido así.

No podía negar que le daba cierto temor que él no le fuera a creer y su hermosa relación terminara incluso antes de que pudiera empezar bien, pero era por Elisa, quien haría lo mismo por ella.

Respiró profundo. Su vida, tenía que reconocerlo, apenas estaba empezando. Había quienes a los dieciocho años ya habían vivido de todo, e incluso recorrido el mundo. Ella no. Tenía dieciocho años y apenas ayer se había graduado de la escuela superior. Estaba planeando ir a la universidad.

La luz de un auto la deslumbró, se había adelantado a cruzar la calle sola y sólo pudo escuchar el grito de Annie llamándola, el chirrido de las llantas de un auto que frenaba, y su propio grito.

Luego de eso, todo fue oscuridad. No supo cuánto tiempo pasó. Lo cierto es que ahora despertaba y constataba que estaba allí. No sabía dónde, pero estaba, y eso era como estar viva. Tenía un cuerpo y era consciente de él. Abrió los ojos, pero en derredor sólo había penumbra, y nomás abrir los párpados sintió un dolor en la parte frontal de su cabeza que le hizo estremecerse, aunque estaba acostada. Se quejó, y una sombra se movió a su lado. Volvió a perder la conciencia y vino de nuevo el bendito olvido. Volvió a pasar el tiempo. Ahora escuchó una voz a lo lejos, una voz que ella conocía y suspiró. Era su madre; le hablaba a alguien. Estaba aquí, cuidándola, en medio de este mar de dolor.

Esta vez tuvo más cuidado y abrió sus ojos poco a poco. El dolor de cabeza estaba allí, lacerante, como un martillo sobre su frente, o detrás, no sabía exactamente dónde, pero pudo mirar en derredor por algo más que dos segundos.

La luz entraba cálida por la ventana y su madre acomodaba unas flores en un jarrón. Las flores eran bonitas, tulipanes de colores, sus favoritos, y ella les hablaba diciéndoles lo bonitos que eran.

—¿Mamá? –llamó en un delicado susurro. Dudaba que lo hubiese escuchado, sobre todo porque su voz le sonó muy extraña, pero Cecilia se giró a su hija, dejó las flores y le tomó la mano.

—¡Hija mía! –dijo con voz suave. Le apretó la mano y la llevó a sus labios con suavidad—. ¡Al fin despiertas!

—Lo siento… —susurró de nuevo Candy, cerrando sus ojos y sintiendo la boca reseca. La luz le molestaba y no podía fijar la mirada en nada por mucho tiempo— te he tenido preocupada.

—No importa, lo importante es que estás bien, mi amor. ¿Te duele? –preguntó elevando la mano hacia su cabeza. Candy cerró sus ojos haciendo una mueca.

—Sí. Mucho.

—Pero estás viva, gracias a Dios. Fue un milagro, pero estás aquí. Dame un segundo —dijo Cecilia soltándole la mano—, llamaré al médico para que…

—¿Tan… tan grave fue el… accidente?

—Los doctores tuvieron que inducirte a un coma –contestó Cecilia pulsando un botón de llamada que había en la cabecera de su camilla—. Despiertas luego de un mes –le dijo Cecilia con voz pausada, y Candy la miró nuevamente.

¡Un mes! Anthony se habría cansado de esperar ya. Esperaba que Annie le hubiese avisado de su accidente. A lo mejor y había venido aquí a verla. Cerró sus ojos respirando pausadamente, sintiéndose rara, como si el aire no le entrara como debía ser. Sí, seguro que Annie le había avisado. Ella era su mejor amiga.

—Quiero ver a Annie–susurró. Sólo su mejor amiga sabía la verdad acerca de Anthony. Amaba a su madre, pero no le había contado nada acerca de él, y sólo su amiga podría ayudarla a contactarlo. Quería verlo.

Cerró sus ojos sin ver la expresión de confusión de su madre, y volvió a quedarse dormida.

—Siento despertarte –dijo una mujer vestida de blanco. Una enfermera, comprendió Candy abriendo sus ojos—. Pero debes tomar unos medicamentos y pronto vendrá un terapeuta a revisarte. ¿Qué te parece si te sientas un poco? –era una pregunta retórica, pues sin esperar respuesta, la enfermera tomó un mando y la camilla se fue moviendo hasta dejarla más o menos sentada. Se sentía cansada, débil. Todos los miembros de su cuerpo se sentían pesados, y ahora intentaba mover las piernas, pero le costaba mucho esfuerzo y desistía apenas intentarlo.

Vio a la enfermera inyectar algo en un pequeño tapón venoso que tenía incrustado en el brazo y quiso preguntar cuándo saldría de aquí, cuándo se iría al fin a casa, pero no pudo, pues por la puerta entró un hombre, con cabello abundante y castaño oscuro, que no llevaba bata de hospital sino ropa casual.

Era un hombre adulto, entre treinta años, pensó Candy, y parecía modelo de revista, pues la ropa que llevaba se veía cara y le ajustaba perfecto. Él la miró directamente a los ojos y le sonrió. Tenía ojos más hermosos, azules profundos como el oceano, labios finos y cejas igualmente oscuras y pobladas. Era guapo, consideró Candy.

En las clases de dibujo de la escuela había aprendido a analizar los diferentes tipos de rostros, y el de este hombre era perfecto, o casi, con su nariz recta y contornos bastantes simétricos. Pero tal vez sólo era un doctor. Pues ella estaba encantada de ser su paciente, si es que lo era. Anthony la mataría, pero no estaba mal mirar.

—Despertaste –dijo él con la misma sonrisa, y su voz sonó clara y firme. Era la voz de alguien que está acostumbrado a hablarle a desconocidos y que conocía bien este lugar.

—Sí… eso parece –sonrió ella.

Lo vio apretar los labios y mirar a la enfermera como si estuviera esperando a que se fuera. Ésta dejó de manipular su brazo, y luego salió.

Sin embargo, el doctor hizo algo que la asustó mucho. Se acercó a ella, demasiado tal vez, pues pudo sentir el olor de su colonia; apoyó una mano en su rodilla y se acercó hasta besarle la mejilla. Candy apoyó su cabeza en la almohada con el corazón martilleando en su pecho furiosamente. No había sido un besito donde sólo se tocaban las mejillas, no, él había apoyado los labios sobre su piel haciendo presión, como si tuviera todo el derecho a hacer algo así.

—Estuve tan asustado –susurró él sobre su piel, pero Candy no lo escuchó. Era un médico abusador, de esos que salían en los programas de televisión que decían que algunos médicos se aprovechaban de los pacientes indefensos y abusaban de ellos. ¡Y ella había estado aquí un mes!

—Por favor –lloró—. No me haga nada.

—¿Qué? –preguntó él separándose de ella para mirarla.

—Déjeme.

—¿Candy? ¿Te sientes bien?

—¡No! Por favor, déjeme. Por favor…

—Nena… —Su madre entró en el momento, y Candy lloró de puro alivio. Extendió las manos a ella como si fuese una bebé de un año que al fin ve a su mamá.

—Hija, ¿qué te pasa? –preguntó su mamá acercándose a ella y abrazándola.

—¡Es un abusador! –dijo ella señalando al médico—. Es un abusador, ¡quiso abusar de mí!

—¿De qué hablas?

—¡Ese hombre! ¡Me dio un beso! Mamá, sácalo de aquí. Llama a la policía.

—Candy, ¿qué sucede? –preguntó su padre, entrando. Y Candy extendió su mano a él. Ahora sí, el médico abusador estaba fregado. Su padre era una cuchilla afilada contra todo aquel que intentaba tocar a su hija.

—Llama a la policía –dijo con firmeza mirando al hombre, que mostraba la típica cara de confusión de quien intenta pasar por inocente—. Intentó besarme.

—Cariño, no estás de broma, ¿verdad? –preguntó Cecilia.

—¡Te estoy diciendo la verdad! Entró aquí, esperó a que me quedara sola ¡y me atacó!

—Pero es que él… Dios, Candy… ¿No lo reconoces?

–Candy miró a sus padres. ¿Qué pasaba con ellos? ¿Por qué no colaboraban?

–Él es Terry GrandChester–señaló su madre—. Tu esposo. No, no, no, no, dijo la mente confundida de Candy. Esto era una pesadilla. Una pesadilla, una tonta y estúpida pesadilla. Cuando despertara, ella estaría un poco patas arriba en una de las calles del centro de Chicago, de camino a un sitio donde aceptaran a tres menores de edad… Miró al hombre que momentos antes le había besado la mejilla, que no le quitaba la mirada de encima mientras sus padres cuchicheaban algo.

—Candy –dijo él, y ella sólo cerró sus ojos con fuerza. Cállate, quiso decirle. Tengo que despertar.

—Candy… Nena.

—No me digas "Nena" –le dijo entre dientes.

—¿No reconoces a tu marido? –volvió a preguntar Cecilia.

—¿Cómo voy a tener marido? –dijo Candy sintiéndose un poco histérica— Sólo tengo dieciocho años! –ahora sí, todos los que ocupaban su habitación se miraron unos a otros con cara de espanto.

—Llama al médico –le dijo Cecilia a su padre, y éste salió disparado de la habitación. El doctor abusador se volvió a acercar a ella.

—Estás bromeando –le dijo con expresión seria.

—Aléjate de mí –le ordenó ella tratando de parecer firme y segura, pero lo cierto es que sentía miedo. Sin embargo, él no se fue. El médico llegó. Candy escuchó a su madre informarle que ella, su hija, no reconocía a su marido y que decía tener sólo dieciocho años. En ningún momento la mirada de ese hombre se apartó de ella, se sentía observada como si en vez de posar sus ojos en ella estuviera pasando sus manos. Cerró con fuerza sus ojos sintiendo su cabeza palpitar. Una lágrima corrió por su mejilla y no tuvo fuerza para secarla, aunque no quería que la vieran llorar. Pero pronto le fue inevitable soltar un sollozo. El dolor, la confusión, la mirada de ese hombre, sus padres que se comportaban de manera extraña. Cuando abrió los ojos, sólo estaban ella y el médico.

—¿Te sientes mejor? –le preguntó con voz suave moviendo una butaca para estar cerca de su camilla. Candy apretó los dientes, aunque no pudo hacerlo por más de un segundo. No podía hacer nada que le representara ningún tipo de presión en los huesos de su cabeza, porque enseguida estallaba el dolor. Pero la decepcionaba profundamente seguir aquí. Había pensado que al despertar estaría con sus amigas de camino a un sitio donde celebrar que se graduaban de la escuela superior.

—¿Qué me pasa, doctor?

—Intuyes que te pasa algo, ¿verdad?

—¿Son ellos mis padres?

—Sí. Lo son.

—¿Por qué dicen entonces que ese hombre es mi marido? –el doctor suspiró. En vez de contestar, hizo otra pregunta.

—¿Qué es lo último que recuerdas?

—Yo… salí con mis amigas… —se mordió los labios. Su padre se enfadaría—. Estábamos buscando un sitio donde celebrar.

—¿Celebrar qué?

—Nuestra graduación… Nos graduamos de la escuela superior—. Lo vio asentir suavemente. El corazón de Candy empezó a palpitar más aceleradamente.

—¿Cuántos años tienes,Candy? –ella frunció el ceño, pero contestó.

—Dieciocho.

—Ya veo. ¿En qué año estamos?

—Dos mil tres. ¿Qué pasa, doctor? –sonrió Candy nerviosa—. ¿Por qué esas preguntas tan… raras?

—Raras, ¿verdad? Pero cosas raras suceden constantemente en este mundo. Y tú… me parece que estás viviendo una de ellas. Eres una chica fuerte, y muy inteligente.

—Gracias…

—Antes que cualquier cosa, quiero que sepas que soy tu médico. Mi nombre es James. Quiero que confíes en mí y escuches claramente lo que te voy a decir.

—Claro –Candy asintió. Seguro estaba enferma. Terminal. Su vida acabaría antes de que empezara…

—Quiero que comprendas que esto es temporal, tal vez…

—¿Qué cosa? ¿Estoy enferma? ¿Voy a morir? –el doctor sonrió. Eran las típicas preguntas de una adolescente asustada.

—No. No vas a morir… Es sólo que… Tuviste un accidente en el que saliste viva casi de milagro. Y en ese accidente sufriste un grave golpe en la cabeza. Eso… trajo consecuencias, como una enfermedad neurológica que se llama amnesia—. Ella lo miró fijamente, y pestañeó. El médico parecía un hombre competente.

—Es una broma –sonrió Candy.

—No es broma, Candy.

—Entonces…

—Tienes amnesia –repitió el doctor—. Por eso no recuerdas muchas cosas, te sientes confundida y sientes que algo no encaja. ¿No es así?

—Ese hombre… papá y mamá dicen que…

—Ya hablarás con él.

—Si esto es verdad –dijo Candy sintiendo que los ojos le picaban, que el corazón le bombeaba con demasiada prisa, haciendo que sus sienes empezaran a latir—, ¿cuánto… cuánto tiempo ha pasado?

—Bueno, estamos en el año dos mil quince –le contestó el doctor.

—¿Qué?

—Han pasado doce años.

—Doce… ¿tengo… tengo treinta años? –Candy se puso las yemas de los dedos sobre las mejillas, como presintiendo las miles de arrugas que seguramente tenía. También se tocó el cabello, como temiendo haberlo perdido, pero todo parecía estar en orden. Se miró las manos, el pecho. Bueno, aquí había algo diferente. Sus senos se veían un poco más… ¿chicos? ¡Estaba flaquísima!

—¿Soy anoréxica? –El doctor mordió una sonrisa.

—No. Es sólo que llevas un mes sin comer, sólo con sueros intravenosos. Con los días recuperarás tu peso. Y esperemos que tus… dolores de cabeza disminuyan, y tu memoria vuelva. Has hecho muchas cosas estos doce años que merecen ser recordadas, pero poco a poco. Por lo pronto, volverás a tu casa, seguirás mis indicaciones y tomarás todos los medicamentos que te recete.

—Cuando dices a mi casa… te refieres a la de mis padres, ¿verdad?

–El médico respiró profundo.

—Es importante que empieces a recordar, a recuperar tus memorias. Así que no, debes volver a la casa en la que has vivido los últimos años.

—Pero ahí estará él, y yo… no lo conozco.

—¿Te tranquilizaría que estén allí tus padres?

—Por favor, sí.

—De acuerdo. Intenta permanecer calmada por muy extraña que sea la situación en la que te encuentres. Recuerda que tu cerebro sufrió una fuerte conmoción. Sentirás mareos, debilidad, pero no temas, sólo será por un tiempo. Candy… —la llamó cuando ella se quedó en silencio y con la mirada gacha. Ella elevó sus ojos a él—. Has evolucionado muy bien. Estás alerta y has sido capaz de mantener esta conversación conmigo a pesar de haber despertado del coma hace sólo unos días. Ten fe. Todo esto se aclarará.

—Pero… mi vida… es totalmente diferente. Yo…

—Calma –le dijo el médico con voz suave—. Eres fuerte. Has pasado por muchas cosas y las has superado. Superarás también esto. Tu familia te ayudará.

—Está bien –susurró ella cerrando sus ojos.

—Ahora entrarán tus padres y te pondrán poco a poco al tanto de tu propia vida.

—Vale.

—Pero si deseas descansar…

—Sí, gracias.

—Está bien—. Candy se recostó a su almohada con los ojos cerrados deseando borrar con un pestañear todo lo que había escuchado. No, no era dos mil quince, ¡era dos mil tres! Tenía dieciocho, se acababa de graduar de la escuela e iba a ser la novia de Anthony.

Esto era una pesadilla, una tonta pesadilla. Ella tenía que despertar.

Terry tenía su cabeza recostada a la pared con sus ojos cerrados tratando de procesar la información, de ponerlo todo en perspectiva, de ser objetivo. Hacía un mes él estaba a pocos metros de su casa cuando lo llamaron para darle la horrible noticia. Había ocurrido un aparatoso accidente en una avenida y su esposa había estado involucrada. Según el informe, Candy lo había provocado; llevaba exceso de velocidad, y había causado la colisión de cuatro automóviles al sobrepasar un semáforo en rojo. Había pensado que lo primero que le preguntaría cuando ella despertara era por qué había sucedido algo así. No había nadie más cuidadoso conduciendo que Candy. ¿Qué le había sucedido? ¿De dónde venía? ¿Por qué corría tanto? Pero ella no podría darle esas respuestas por ahora.

En este momento, las preguntas que se había formulado habían pasado a un segundo plano, el porqué del accidente parecía algo insignificante frente a este nuevo suceso. ¡Ella no lo recordaba! Eso dolía en algún lugar de su alma que no lograba ubicar. Lo hacía sentir vacío, como si le hubiesen quitado la mitad de su ser. Le faltaba algo, algo grande, algo vital, y ese algo estaba en los recovecos de la mente de su mujer.

El médico salió de la habitación en la que Candy había estado las últimas semanas, y se enderezó para recibirlo. Cecilia y Gilberto, sus suegros, se pusieron en pie y casi corrieron a él.

—¿Qué es lo que le pasa a mi hija? –preguntó Cecilia—. ¿Se recuperará?

—Calma, Cecilia –la atajó el doctor, y miró a Terry un poco fugazmente—. Debemos hacerle varios estudios, debe permanecer aquí unas pocas horas más y ya luego volverá a casa—. Cecilia y Gilberto se miraron el uno al otro haciéndose la misma pregunta: ¿qué casa? El doctor respiró profundo y miró a Terry, que había permanecido en silencio—. Ella no recuerda los últimos doce años de su vida—. Los padres de Candy hicieron diferentes exclamaciones de asombro—. No es algo demasiado raro. Teniendo en cuenta el tipo de accidente y los traumatismos que sufrió, no es demasiado inesperado.

—¿Se recuperará? –preguntó al fin Terry, y el doctor apretó los labios encogiéndose de hombros.

—Con el cerebro humano nunca se sabe. Puede que mañana ya haya recordado todo… puede que le tome semanas, meses… o puede que nunca lo consiga.

—No diga eso –suplicó Cecilia llevándose una mano al rostro denotando su preocupación—. Dios, ella tiene que recordar.

—¿Qué sigue ahora? –preguntó Terry.

—Luego de unos estudios que le haremos, volverá a su casa, contigo –le contestó mirándolo—. Ahora mismo, ella sólo es una niña de dieciocho años, muy confundida y asustada, así que vas a tener que ser muy paciente con ella, Terry—. Él frunció el ceño mirando el suelo y metiendo sus manos a los bolsillos—. Te recomiendo que esperes a que hable primero con sus padres, que se vaya familiarizando con su nuevo entorno, y luego sí hablas tú con ella. No la atiborres con información que no asimilará de inmediato. Ve lo más despacio posible… Él asintió cerrando sus ojos. Cecilia extendió su mano y la puso en el brazo de él, como intentando consolarlo.

—Ella te recordará… Recordará todo. Sé que mi hija…

—Sí, Cecilia, pero…

—Es difícil, lo sé –lo interrumpió ella—. Pero ustedes se quieren. Superarán esto—. Él asintió otra vez agitando con un poco más de fuerza su cabeza. Cecilia suspiró y miró a su marido, que permanecía cruzado de brazos mirando nada, también en shock por lo que estaban viviendo. El médico siguió hablándole a los White de los cuidados que debían tener con Candy. Les recomendó pasar una temporada en la casa de su hija y tratar de ayudarla en todo lo posible. Ellos asintieron antes de que él dijera nada, pero tampoco se habría opuesto. Ojalá ella mañana volviera a ser la misma. Terry empezó a caminar por el pasillo mostrándose impaciente. Se cruzaba de brazos y los volvía a extender. Más que impaciente, como si quisiera hallar al responsable de todo esto y reclamarle. Pero le era imposible. Ojalá esto nunca hubiera sucedido.

Candy miraba al techo sin ninguna expresión en su rostro. ¿Tendría que aceptar que esta era la verdad? ¿La realidad? ¿Habían pasado de veras doce años desde esa noche donde estaba con Annie y Elisa riendo porque no habían sido aceptadas en un club? ¿Esta era su vida? ¿Ella, en el cuerpo de una mujer extraña, que había vivido cosas que ella no, y que todos reclamaban como Candy… algo?

—Soy Candy White –dijo—. Tengo dieciocho años. Quiero estudiar Negocios. Vivo en una casa normal en una zona normal… acabo de graduarme… y no tengo esposo. Sólo… estoy enamorada de Anthony. Pero para sus padres parecía ya no existir esa Candy que ella era, y había personajes en esta nueva historia que ella desconocía que parecían ser dominantes, como el esposo. Difícil, difícil. Era como un juego al que tenía que entrar y ella no conocía del todo las reglas, y ni siquiera le habían pedido su opinión. Esto era una pesadilla. Nunca se imaginó que algo así le pudiera pasar a ella. ¿Qué iba a hacer?

Cecilia y Gilberto entraron silenciosamente a la habitación, como sabiendo que el ruido la alteraba, y al verla así, Cecilia se asustó un poco, pues era la misma expresión que había tenido todo este tiempo, sólo que, con los ojos cerrados, y corrió a ella.

—¿Estás bien? –le preguntó acercándose— ¿Cómo te sientes?

–Candy la buscó con la mirada.

—Me estoy dando cuenta de que… esto no es una pesadilla, después de todo.

—No —le dijo su padre con un suspiro—. Ojalá lo fuera –. Candy movió su cabeza para mirarlo. Era real. De verdad, doce años habían pasado y no lo recordaba. Sus padres mostraban el paso de los años. Él tenía entradas un poco más pronunciadas y ella unas cuantas arrugas más en sus sienes y el contorno de los ojos.

—Quiero irme a casa –dijo, cerrando sus ojos y deseando llorar. Pero llorar no servía de nada, lo había comprobado. Sólo se aumentaba su dolor de cabeza y sus otros males seguían allí—. ¿Dónde está Annie? ¿Dónde está mi hermana? ¿Por qué no han venido a verme?

—Hija… muchas cosas han cambiado en estos años –Candy abrió sus ojos y miró a sus padres interrogante.

—Annie… no le ha pasado nada, ¿verdad?

—Imagino que… ella está bien –el tono en que su madre lo dijo la dejó confundida. Su madre quería a Annie. Cuando ella iba a casa y se encerraban en la habitación a charlar o a escuchar música, Cecilia les subía bocadillos y a veces se quedaba unos minutos para hablar también, pero ahora se expresaba como si le molestara tener que hablar de ella.

—Quiero verla… y Elisa. Dios, mamá… —dijo de repente, poniéndose una mano en la sien, como si de repente le doliera mucho—. ¿Cómo se llama él?

—¿Él? ¿Te refieres a… tu esposo? –Candy sólo la miró, como si se rehusara a aceptar aquello, que tenía un esposo—. Terry GrandChester–contestó Cecilia, y Candy se sintió agitada, con un dolor en algún lugar de su alma.

—Era el novio de Elisa –susurró—. ¿Le quité el novio a Elisa? ¿Qué pasó? –Cecilia le lanzó una mirada confundida a su esposo.

—¿ Terry y Elisa? –sonrió—. No, no lo creo.

—Seguro que me odia.

—No es así.

—¿Somos amigas todavía?

—Bueno, sí…

—¿Por qué no ha venido a verme?

—Sí ha venido, pero estabas inconsciente.

—¿Por qué me casé con ese hombre, mamá? –Cecilia sonrió.

—Porque estabas enamorada.

—¿Hace… hace cuánto?

—Hace ocho años.

—Supuestamente, me casé hace ocho años con alguien que no conozco y no recuerdo la boda. Esto es horrible.

—Ya, ya –la calmó su madre poniendo una suave mano sobre su mejilla—. Todo volverá a ti.

—No quiero. No quiero esto. Quiero mi vida como era antes.

—No sabes lo que dices.

—No me importa. Quiero mi vida como cuando tenía dieciocho y acababa de salir de la escuela y salía por allí con mis amigas. Dios, ¿qué castigo es este? –Cecilia cerró sus ojos no soportando ver a su hija así. Tenía derecho a estar molesta, aturdida. Ellos también lo estaban.

—Terry –llamó el doctor. Él abrió sus ojos. Había estado allí, de pie en el pasillo, con sus ojos cerrados y conteniéndose para no ir detrás de sus suegros para ver a su esposa. Tal vez si lo veía de nuevo ella lo recordaba. Tal vez si…

—Terry–volvió a llamarlo James Samuels, y ahora lo miró—. Imagino… lo difícil que está siendo esto para ti, pero…

—No, no te lo imaginas –susurró él pasándose la mano por la nuca, como si la masajeara—. Siento como si… la hubiese perdido.

—No la has perdido. Ella está aquí.

—Sí, está… pero a la vez no está. ¡Ella no me conoce!

—Bueno, debe haber una razón para todo esto.

—¿De qué hablas? ¿No es esto producto del accidente?

—Sí, pero… su mente eligió un punto muy lejano para volver a empezar.

—¿Volver a empezar? ¿Sin mí?

—Exactamente. Sin ti. ¿Las cosas estaban bien entre los dos, Terry? –él hizo una mueca en una expresión de desconcierto.

—¡Todo estaba bien! Al menos para mí. ¿Qué tiene que ver eso con todo lo que está pasando?

—No lo sé, podría ser simple mala suerte.

—Gracias, ayudas mucho –James sonrió.

—No tienes otra opción más que esperar. Pero puedes acelerar el proceso si la ayudas, si le muestras poco a poco cómo es la vida que olvidó. Tú y ella estaban bien; entonces, muéstrale lo felices que eran. Terry asintió mirando la puerta de la habitación de Candy. Necesitaba entrar, quería entrar. Por hoy, dejó a los White estar con su hija, y haciéndole caso al médico, se fue a casa, la que había compartido con Candy los últimos años. Le estaba siendo muy difícil esperar, y la espera apenas empezaba.

Candy despertó poco a poco. Por una vez, no tenía dolor de cabeza, y la ausencia del dolor la puso alerta bastante pronto. Ayer, luego de haber hablado con sus padres y el médico, y que éste le dijera que ella era algo así como la depositaria de doce años de olvido, le habían hecho varios exámenes. Como era de esperarse, no encontraron nada anormal ni en su cerebro ni en su cuerpo, y dijeron lo que ya sabía que dirían, que su recuperación era cuestión de tiempo.

Miró hacia la ventana, pero las persianas estaban bajadas y el sol entraba muy tímidamente. A su izquierda estaba un hombre sentado en una butaca con la espalda encorvada y mirando al suelo como si orara, o meditara. Era el hombre con el que todos decían que se había casado, pero era tan extraño, tan desconocido y tan… mayor. A ella no le gustaban los hombres tan mayores. ¡Por Dios, debía tener más de treinta! Pero, según los cálculos, ella sí que tenía treinta, así que estaban bien, ¿no?

Ya no era una niña de dieciocho. Ay, Dios. Frunció el ceño mirándolo. Era un hombre grande, y parecía que se cuidaba yendo al gimnasio, porque por encima de la camisa blanca que llevaba se marcaban sus bíceps. Él levanto la cabeza de repente y la miró. Candy entonces esquivó sus ojos.

—Buenos días –susurró él. Ella no contestó—. Hoy te darán de alta—. Volvió a decir él, pero ella permaneció en silencio. Lo escuchó respirar profundo, y Candy volvió a cerrar sus ojos deseando volver a quedarse dormida—. Candy… —la llamó él, y algo en la manera en que pronunció su nombre le hizo abrir de nuevo los ojos sintiendo un leve estremecimiento. Él la conocía, y si llevaban casados ocho años como decían todos, la conocía en muchos sentidos. De repente se sintió desnuda y expuesta, deseó poner sus manos sobre su pecho y sobre todas partes para cubrirse, y tomó la sábana y se cubrió hasta el cuello con ella. Lo escuchó suspirar, como si se imaginara lo que pasaba por su mente. ¿Sería posible? ¿Sabría él que tenía miedo?

—¿Puedo preguntarte algo? –dijo él enderezándose en la silla. Ella siguió en silencio—. ¿Qué es lo último que recuerdas?

–Candy trató de calmarse. Esto sí podía contestarlo, de esto sí sabía algo.

—Estaba con Annie y con Elisa en la calle –dijo sin mirarlo aún—. Salimos porque… estábamos celebrando nuestro grado.

—Mmmm… —murmuró él cuando ella se quedó en silencio—. ¿No recuerdas los detalles? –insistió—. Lo que llevabas puesto, lo que hablaban, todo eso.

—Claro que sí, es como si hubiese sucedido ayer. Elisa llevaba un vestido blanco bastante corto… Annie uno azul oscuro y yo uno de un tono chocolate –lo vio elevar una ceja—. Yo llevaba el cabello suelto y… bastante maquillaje, Annie lo tenía liso y Elisa llevaba… pestañas postizas. No pudimos entrar a un club nocturno porque éramos menores, y… —giró su cabeza para mirarlo, quedándose nuevamente en silencio.

—¿Recuerdas el accidente?

—No mucho. Supongo que un auto me atropelló.

—¿Un auto te atropelló?

—Sí. Iba a cruzar la calle, y tal vez no me fijé bien. La luz de las farolas me encegueció, escuché los gritos de Annie… y lo siguiente que recuerdo es estar aquí—. Él asintió moviendo su cabeza, apretó sus labios y dijo: —Candy. En esa ocasión, el auto no te atropelló.

—¿No? Pero…

—En tu casa ni siquiera se enteraron. Sólo fue… un susto, digamos.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo estuve allí –sonrió él, y Candy lo miró con ceño confundido.

—Es mentira. Sólo estábamos Annie, Eliesa y yo.

—Al principio sí.

—Entonces…

—Ya veo a partir de dónde perdiste tu memoria –dijo él con la sombra de una amarga sonrisa en sus labios. Lo vio respirar profundo y morderse el interior de la mejilla.

—¿Qué… qué momento fue? –preguntó ella, presintiendo que le estaba haciendo daño a este hombre sin proponérselo. Nunca le había gustado esta sensación.

—Algún día lo recordarás –dijo él con tono seguro—. Yo te ayudaré en eso, me interesa mucho que recuerdes los últimos doce años.

—Yo… no quiero ser… grosera, pero… sólo eres un extraño para mí—. Él sonrió de medio lado como si esa simple declaración le hubiese dolido en lo más profundo.

—Pero recordarás –aseveró—, porque nos hicimos una promesa hace mucho tiempo.

—¿Una promesa? –él asintió mirándola a los ojos, y Candy sintió que los suyos eran como un túnel en donde, si no tenía cuidado, se perdería para siempre. ¿Pero qué estaba pensando?, se dijo pestañeando y mirando a otro lado.

—¿Estás cansada? –preguntó él—, ¿necesitas que te ayude a sentarte? –ella volvió a mirarlo, e intentó levantarse por su cuenta. Consiguió erguirse e incluso bajó los pies de la camilla. Necesitaba el baño.

—Tal vez… deba llamar a una enfermera.

—No es necesario, yo…

—Una enfermera –insistió ella, y él se detuvo en su ademán de alzarla. Dio unos pasos alejándose de ella.

—Vale –dijo. La enfermera llegó y la ayudó a llegar al baño. Era increíble que él pretendiera invadir su intimidad de esta manera y llevarla hasta el mismo baño. ¿Qué intentaba, bajarle los pantis también? ¿Es que acaso por el hecho de que todos dijeran que era su esposo tenía que acompañarla hasta la misma taza? Cuando salió, vio una ropa extendida sobre la cama, incluso unos zapatos.

—Esa no es mi talla –dijo ella refiriéndose al calzado—. Soy del número cuatro—. Él sonrió.

—Sólo pruébatelos—. Ella lo miró de reojo, odiando esa actitud que decía que él sabía cosas que ella misma no. Hizo caso y se los probó, y tal como dijera, le quedaban perfectos.

—Te dejaré sola para que te vistas –dijo él encaminándose a la puerta y sin contestar a sus interrogantes—. Volveré en unos minutos.

—¿Mamá no vendrá?

—Sí –contestó el mirando su reloj de pulsera—. Está un poco retrasada, pero ya llegará—. Ella asintió sintiéndose más tranquila. Necesitaba a alguien conocido aquí. Rechazó la ayuda de la enfermera y prefirió vestirse sola. No le gustaba ser tratada como una inválida. Cuando llegó su madre, ya estaba vestida y lista para salir. Los vio hablar con el médico y escuchar más instrucciones.

A pesar de todas sus protestas, y de las muchas veces que dijo que no era una inválida, su madre ganó en la discusión para que se sentara en una silla de ruedas, y en ella salió de la clínica en la que había estado. Y hasta ahora reparó en que había estado en una habitación privada que debía ser muy costosa. Además, que había sido un mes el que estuvo interna allí. Debió ser mucho tiempo y todo eso seguro que era muy caro. Sus padres no tenían dinero para algo así. Esperaba que no se hubiesen endeudado.

Un Audi convertible de cuatro pasajeros los esperaba afuera, plateado, aparentemente nuevo, precioso.

Candy miró a sus padres sorprendida, pero ellos no hicieron ningún comentario, sólo subieron a los asientos de atrás, como si ya estuviesen acostumbrados a esto. El esposo, como había decidido llamarlo, le sostuvo la puerta hasta que ella entró cuidadosamente.

—¿Prefieres que ponga la capota?

—¿La qué? –preguntó ella aturdida.

—El techo del auto.

—Ah… —miró a sus padres, pero ellos estaban muy ocupados acomodándose—. No… no lo sé.

—Dejémoslo entonces. Si piensas que hace mucho viento o mucho sol, me dices y lo ponemos, ¿te parece?

–Candy asintió. Él estaba siendo amable, pero se sentía incapaz de corresponderle, aunque fuera un poco.

—El día está bonito –sonrió Cecilia tocándole el hombro. Ella se había puesto un pañuelo en el cabello y lentes oscuros, lista para el viaje—. Dejémoslo así.

—Cecilia siempre prefiere viajar sin la capota –se rio Gilberto de su mujer—. Creo que hasta lloviendo lo llevaría así.

—Entonces que sea lo que Ceci quiere –sonrió el esposo, y Candy se dio cuenta de que entre estos tres había confianza suficiente como para pincharse un poco unos a otros. Su padre siempre había sido quisquilloso con los chicos que se le acercaran.

Había visto una vez a Anthony y no le había gustado, por eso había tenido que decidir salir con él a escondidas, con la ayuda sólo de Annie, pero a este hombre de aquí le sonreía y bromeaba.

Pensar en Anthony le contrajo un poco el corazón. Necesitaba contactar a Annie. Si habían pasado doce años, algo malo había ido con Anthony y sólo ella podía contarle. Tendría que pedirle a su madre que le ayudara a buscarla. No tenía su número, no sabía nada de ella, y de verdad quería conversar con su vieja amiga. Lo necesitaba.

El esposo puso el auto en marcha, y Candy cerró sus ojos dándose cuenta de que aquí y ahora empezaba una vida completamente desconocida para ella. Que dependía solamente de la palabra de sus padres y de los cuidados del hombre que conducía este auto.

Estaba en manos de otras personas, completamente dependiente, y no pudo evitar sentirse un poco asustada. ¿Y si esta vida no le gustaba? ¿Y si la Candy de ahora no era lo que ella había soñado? ¿Y si su vida era horrible, un infierno? Tragó saliva y miró de reojo las manos del esposo sobre el volante, conduciendo el auto, y a ella, a un lugar y momento totalmente desconocido.

Continuará...